Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
—¿Cómo quiere que en la Tierra, o en cualquier otro sitio del Sistema Solar, un robot sepa el significado de las duras palabras pronunciadas contra él? La obscenidad no es una de las cosas que se han impreso en su cerebro.
—La impresión original no lo es todo —dijo Susan con cierta mofa—. Los robots tienen cierta capacidad para aprender. ¡No sea usted tonto, hombre! —Bogert sabía que había perdido completamente la calma—. ¿No comprende que por el tono empleado pudo darse cuenta que las palabras no eran de alabanza? —añadió precipitadamente—. ¿No cree que pudo haber oído ya estas palabras en otras ocasiones y comprendido cuál es su sentido.
—Bien, en este caso, tenga la bondad de decirme en qué forma un robot modificado puede dañar a un ser humano, por muy ofendido que esté, y por muy profundo que sea su deseo de demostrar su superioridad.
—¿Si le digo cómo, estará usted tranquilo?
—Sí.
Ambos estaban apoyados en la mesa, mirándose con mutuo rencor.
—Si un robot modificado dejase caer un gran peso sobre un ser humano, no infringiría la Primera Ley si lo hacía sabiendo que su fuerza y sus reacciones le permitirían apartar el peso en su caída antes que hiriese al hombre. Sin embargo, una vez soltado el peso, no sería ya él el medio activo. Sería la ciega fuerza de gravedad. El robot podría entonces cambiar de manera de pensar y dejar que el peso llegase al hombre. La modificación de la Primera Ley se lo permite.
—Esto requiere un horrible esfuerzo de imaginación.
—Es lo que mi profesión exige algunas veces. Peter, no nos peleemos, vamos a trabajar. Conoce usted exactamente la naturaleza de los estímulos que han hecho que el robot se «fuese a pasear». Tiene usted los planos originales de la adaptación mental. Quiero que me diga usted hasta qué punto es posible a nuestro robot hacer lo que acabo de indicarle. No me refiero a este ejemplo específico, fíjese bien, sino a esta clase de reacciones. ¡Y quiero que me lo diga pronto!
—Entretanto, tendremos que hacer pruebas de reacción a la Primera Ley.
Gerald Black, a petición propia, estaba examinando los enmohecidos tabiques de madera que formaban círculo bajo el abovedado techo del tercer piso del edificio de Radiación 2. Los obreros trabajaban en su mayoría silenciosos. Uno de ellos se sentó junto a Black, se quitó el sombrero, y se secó pensativo la frente pecosa.
—¿Cómo va esto, Walenski? —preguntó Black haciéndole una señal.
—Suave como la manteca —respondió Walenski encendiendo un pitillo—. ¿Qué pasa, sin embargo, doctor? Primero estamos tres días sin trabajo y ahora tenemos todo este lío… —Se echó atrás apoyándose en el codo y echó una bocanada de humo.
—Han venido dos robots más de la Tierra —dijo Black juntando las cejas—. ¿Recuerda las perturbaciones que tuvimos con los robots al penetrar en los campos gamma, antes que les metiésemos en el cráneo que no tenían que hacerlo?
—Sí. ¿No venían unos nuevos robots?
—Hemos reemplazado algunos, pero principalmente era una cuestión de adoctrinarlos. De todos modos, los que los hacen quieren crear unos robots que no queden tan fuertemente afectados por los rayos gamma.
—Parece extraño, de todos modos, parar todo el trabajo por este asunto de los robots. Creía que nada podía detener la creación de la Zona…
—Eso es la gente de arriba quien tiene que decirlo. Yo…, no hago más qué lo que me dicen. Probablemente todo es una cuestión de infl…
—Sí —interrumpió el electricista con una sonrisa y guiñando el ojo—. Siempre hay quien tiene amigos en Washington… Pero mientras mi paga llegue puntualmente, no me preocupo. La cuestión de la Zona no es asunto mío. ¿Qué van a hacer aquí?
—¿Me lo pregunta? Han traído unos robots…, más de sesenta, y van a medir sus reacciones. Eso es
todo
lo que sé.
—¿Cuánto tiempo se necesitará?
—Me gustaría saberlo.
—Bien… —dijo Walenski en tono de sarcasmo—. Con tal que me paguen bien, por mí pueden jugar tanto como quieran.
Un hombre estaba sentado en una silla, inmóvil, silencioso. Un peso caía por el aire, sobre él; después, en el último momento, se apartó a un lado, bajo el sincronizado empuje de un súbito rayo de fuerza. En sesenta y tres celdas de madera, sesenta y tres robots NST-2 se lanzaron simultáneamente adelante en aquel preciso segundo, antes que el peso alcanzase al hombre y sesenta y tres fotocélulas instaladas a cinco pies de su posición original, accionaron la punta marcadora e hicieron una pequeña señal en el papel. El peso caía y se elevaba, caía y se elevaba, caía y…
¡Diez veces!
Diez veces los robots saltaron adelante y se detuvieron, mientras el hombre permanecía tranquilamente sentado.
El general Kallner no había vuelto a ponerse su esplendoroso uniforme desde la primera comida dada a los representantes de la U. S. Robots. Entonces, en mangas de camisa, llevaba el cuello abierto y el nudo de la corbata flojo.
Miró esperanzado a Bogert, que seguía impecablemente vestido y cuyas emociones interiores eran sólo delatadas por un ligero sudor en la frente.
—¿Qué le parece? —preguntó el general—. ¿Qué está usted tratando de ver?
—Una diferencia que puede resultar demasiado sutil para nuestros propósitos —respondió Bogert—. Para sesenta y dos de estos robots la necesidad de saltar hacia el ser humano en peligro aparente ha sido lo que llamamos, en lenguaje robótico, una reacción forzosa. Comprenda usted, incluso cuando el robot sabe que al ser humano en cuestión no le ocurrirá nada, y tiene que saberlo después de la tercera o cuarta vez, no puede evitar reaccionar como lo ha hecho. La Primera Ley lo exige.
—¡Bien, y qué!
—Pero el robot sesenta y tres, este Nestor modificado, no tiene tal compulsión. Está bajo una acción libre. Si hubiese querido, hubiera podido continuar en su sitio. «Desgraciadamente» —añadió con un tono de lamento en la palabra—, no ha sido éste su deseo.
—¿Supone usted el porqué?
—Supongo —dijo Bogert encogiéndose de hombros—, que la doctora Calvin nos lo dirá cuando venga. Probablemente con una interpretación horriblemente pesimista, además. Algunas veces es un poco molesta.
—¿Está calificada, verdad? —preguntó el general con cierta inquietud.
—Sí —dijo Bogert—. Está calificada. Entiende en robots como si fuesen sus hermanos. Quizá sea la consecuencia de odiar a los seres humanos con la misma intensidad. En todo caso, psicóloga o no, es sumamente neurótica. Tiene tendencias paranoicas. No la tome demasiado en serio.
Extendió delante de él un largo rollo de gráficas llenas de líneas quebradas.
—Vea, general, en el caso de cada robot, el lapso entre la caída del peso y el salto de un metro y medio hacia adelante tiende a disminuir a medida que la prueba se repite. Hay una relación matemáticamente definida que gobierna estas cosas y el no conformarse a ello indicaría una marcada anormalidad en el cerebro positrónico. Desgraciadamente, aquí todos parecen normales.
—Pero si nuestro Nestor 10 no responde obedeciendo a una fuerza obligatoria, ¿por qué su curva no es diferente? No lo entiendo.
—Es muy sencillo. Las reacciones robóticas no son perfectamente análogas a las humanas, ese es el problema. En los seres humanos, la acción voluntaria es más lenta que el reflejo. Pero con los robots no es éste el caso; es una simple cuestión de libertad de elección; por lo demás, la rapidez de la acción forzosa y la libre es la misma. Lo que yo había esperado era que Nestor 10 fuese pillado de sorpresa la primera vez y dejase transcurrir un intervalo demasiado grande antes de responder.
—¿Y no fue así?
—Temo que no.
—Entonces, no hemos llegado a ninguna parte —dijo el general, echándose atrás con expresión contrariada—. Hace ya cinco días que están ustedes aquí…
En aquel momento entró Susan Calvin y volvió a cerrar la puerta con un fuerte golpe.
—Retire sus gráficas de aquí, Peter. Ya sabe usted que no demuestran nada.
Murmuró algo con impaciencia al ver que el general se levantaba para saludarla y prosiguió:
—Vamos a tener que intentar algo más urgente. No me gusta todo lo que ocurre.
—¿Pasa algo? —preguntó Bogert, cambiando una mirada con el general.
—¿Específicamente? ¡No! Pero no me gusta que Nestor 10 siga eludiéndonos. Es un mal asunto. Debe halagar su vanidoso sentido de superioridad. Mucho me temo que su complejo no sea ya simplemente el de obedecer órdenes. Me parece que se está convirtiendo en una aguda necesidad neurótica, para él, ir más allá que los humanos. Es una situación malsana y peligrosa. Peter, ¿hizo usted lo que le pedí? ¿Ha establecido los factores inestables del NST-2 modificado siguiendo las línea que le pedí?
—Está en marcha —respondió el matemático sin interés.
Susan lo miró durante un momento con rencor y se volvió hacia el general.
—Nestor 10 se ha dado cuenta, desde luego, de lo que estamos haciendo, general. No tiene necesidad alguna de morder el cebo en este experimento, especialmente después de la primera vez, cuando tiene que haber visto que el sujeto no corre peligro. Los otros no podían abstenerse; pero él está fingiendo deliberadamente la reacción.
—¿Y qué cree usted que debemos hacer, doctora Calvin?
—Imposibilitarle, falsificar su reacción la próxima vez. Repetiremos el experimento, pero con una modificación. Estableceremos unos cables de alta tensión entre los robots y el sujeto, capaces de electrocutar los modelos Nestor en cantidad suficiente para que no puedan saltar por encima de ellos; el robot se dará cuenta del hecho que tocar los cables significa la muerte.
—¡Alto! —exclamó súbitamente Bogert, indignado—. No vamos a electrocutar dos millones de dólares de robots para localizar a Nestor 10. Hay otros medios.
—¿Está usted seguro? No hemos encontrado ninguno. De todos modos, no se trata de electrocución. Podemos aplicar un contacto que cortará la corriente en el momento de soltar el peso. Si el robot pisa los cables, no será electrocutado. Pero el robot
no lo sabrá
.
—¿Saldrá bien esto? —dijo el general con un brillo de esperanza en los ojos.
—Creo que sí. En estas condiciones, Nestor 10 tiene que permanecer en su silla. Puede recibir la orden de tocar los cables y morir, porque la Segunda Ley de obediencia es anterior a la Tercera Ley de autoconservación; pero esta orden no la recibirá, será simplemente dejado a su propio impulso, como todos los demás robots. En el caso de los robots normales, la Primera Ley de la seguridad humana los llevará a la muerte aun sin haber recibido orden expresa. Pero en el caso de nuestro Nestor 10, no. Sin la Primera Ley completa, y sin haber recibido órdenes específicas, la Tercera Ley, la de autoconservación, será la más fuerte y no tendrá más remedio que permanecer en su sitio. Será una acción forzosa.
—¿Lo hacemos esta noche, entonces?
—Esta noche —dijo la doctora en sicología— si los cables pueden tenderse a tiempo. Voy a explicar a los robots lo que vamos a hacer.
Un hombre estaba sentado en una silla, inmóvil, silencioso. Un peso caía sobre él, rápido; después, en el último momento, se apartó a un lado bajo el sincronizado empuje de un súbito rayo de energía.
Sólo una vez…
Y desde su silla plegable de la cabina de observación, la doctora Susan Calvin se levantó de un salto, abriendo la boca horrorizada.
Sesenta y tres robots permanecían sentados inmóviles en sus sillas, clavando los ojos con seriedad en el hombre en peligro que tenían ante ellos. Ni uno de ellos se movió.
La doctora Calvin estaba furiosa hasta casi lo insoportable. Tanto más furiosa, por no atreverse a demostrarlo delante de los robots, que iban entrando y saliendo uno a uno de la habitación. Comprobó la lista. Ahora tenía que entrar el Veintiocho. Faltaban todavía treinta y cinco.
Entró el número Veintiocho, receloso.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Susan, tratando de conservar la calma.
Con una voz apagada e incierta, el robot contestó:
—No he recibido nombre todavía. Soy un NST-2 y ocupaba el número veintiocho en la hilera. Tengo aquí una tira de papel que voy a darle.
—¿Has estado ya aquí alguna otra vez?
—No.
—Siéntate. Vas a contestar a algunas preguntas, número Veintiocho. ¿Estabas en la Sala de Radiaciones del Edificio Dos hace unas cuatro horas?
El robot tuvo dificultad en contestar; finalmente lo hizo con un ronquido, como de una maquinaria que necesitase aceite.
—Sí, doctora.
—Había allí un hombre que estaba casi en peligro de sufrir daño, ¿no?
—Sí, doctora.
—Y tú no hiciste nada, ¿verdad?
—No, doctora.
—A aquel hombre pudo ocurrirle daño por causa de tu inacción. ¿Sabes esto, verdad?
—Sí, doctora. No pude evitarlo, doctora. —Es difícil imaginar una voluminosa figura metálica sin expresión gimiendo, pero casi lo consiguió.
—Quiero que me digas exactamente por qué no hiciste nada por salvarlo.
—Quiero explicárselo, doctora. No quiero que creas…, que
nadie,
crea… que soy capaz de causar daño a un ser humano. ¡Oh, no, esto sería horrible…, e inconcebible!
—¡Por favor, no te excites, muchacho! No te censuro nada. Quiero solamente que me digas qué pensabas en aquel momento.
—Doctora, antes que todo aquello ocurriese, nos dijiste que uno de los humanos estaría en peligro por aquel peso que se caía y que tendríamos que cruzar unos cables eléctricos si queríamos intentar salvarlo. Bien, esto no me hubiera detenido. ¿Qué es mi destrucción comparada con la seguridad de un humano? Pero…, se me ocurrió que si yo moría al ir a salvarlo, estaría muerto sin objeto alguno y quizá algún día otro humano podría sufrir un daño que no hubiera sufrido si yo hubiese estado todavía con vida. ¿Me entiendes, doctora?
—¿Quieres decir que era una simple elección entre la muerte del humano solo o la muerte de los dos?
—Eso es. Era imposible salvar al humano. Podía considerársele muerto. En este caso era inconcebible que yo corriese a la muerte…, sin haber recibido órdenes.
La doctora en sicología sacó un lápiz. Había oído la misma historia con insignificantes variaciones veintisiete veces ya. La pregunta crucial venía ahora.
—Oye —dijo—, tu punto de vista tiene sus razones, pero no es lo que yo hubiera creído que eras capaz de pensar. ¿Se te ocurrió a ti?