Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
—Con estos libros ocurre lo mismo que con los demás. No me interesan. No hay nada en sus textos. Su ciencia no es más que un conjunto de datos recopilados, amasados, para formar una teoría tan increíblemente sencilla que no vale casi la pena de ocuparse de ella. Es tu parte imaginaria lo que me interesa. Tus estudios sobre la relación de los motivos y emociones humanas… —su voluminosa mano describió un amplio ademán, mientras buscaba las palabras adecuadas.
—Creo comprenderte —murmuró la doctora.
—Leo en los cerebros, ya lo sabes, y no tienes idea de lo complicados que son —continuó el robot—. Me es difícil entenderlo todo porque mi mente tiene muy poco en común con ellos…, pero lo intento y vuestras novelas me ayudan.
—Sí, pero temo que después de las horripilantes sensaciones emotivas de la novela sentimental de nuestros días —y dijo esto con un tono de amargura en la voz— encuentres los cerebros auténticos como los nuestros aburridos e incoloros.
—¡Pero no es así!
La súbita energía de su respuesta la hizo ponerse de pie. Sintió que se sonrojaba, y con congoja pensó: «Debe saber…»
Herbie se arrellanó en su sillón y con una voz en la cual el timbre metálico había desaparecido casi enteramente, murmuró:
—Desde luego, lo sé, Susan Calvin. Piensas siempre en lo mismo, de manera que, ¿cómo no voy a saberlo?
—¿Se lo has dicho a alguien? —inquirió ella.
—¡No! —exclamó él con auténtica sorpresa—. Nadie me lo ha preguntado.
—Entonces… —susurró ella—, debes creer que estoy loca.
—No, es una emoción normal.
—Por esto quizá es una locura. —El apasionamiento de su voz ahogó toda otra emoción. Una parte del alma femenina asomó tras la capa doctoral—. No soy lo que podríamos llamar atractiva…
—Si te refieres al simple atractivo físico, no puedo juzgar. Pero sé que, en todo caso, hay otros tipos de atracción.
—Ni joven —dijo ella, casi sin oír lo que decía el robot.
—No tienes todavía cuarenta años —dijo Herbie con un toque de insistencia en la voz.
—Treinta y ocho si contamos los años; por lo menos sesenta si tenemos en cuenta mi concepto emotivo de la vida. Por algo soy psicóloga. Y él tiene escasamente treinta y cinco, y parece y actúa como si fuese más joven. ¿Crees que me ve alguna vez como otra cosa que lo que soy…?
—Te equivocas. Escúchame… —dijo Herbie golpeando con su puño de acero la mesa de plástico, que produjo un estridente ruido.
Pero Susan Calvin se volvió hacia él y el dolor de su mirada se convirtió en una llamarada.
—¿Por qué me equivocaría? ¿Qué sabes tú de todo esto…, siendo una simple máquina? Para ti no soy más que un ejemplar; un gusano interesante con una mente peculiar abierta a toda inspección. ¿No soy acaso un magnífico ejemplo de fracaso? Como tus libros… —Su voz, convertida en sollozos, resonaba en el silencio.
El robot se amilanó ante aquel estallido. Movió la cabeza, suplicante.
—¿No quieres escucharme? Podría ayudarte, si me dejas.
—¿Cómo? ¿Dándome un buen consejo? —dijo, torciendo nuevamente el gesto.
—No, no es eso. Es que sé lo que piensan los demás… Milton Ashe, por ejemplo.
Hubo un largo silencio durante el cual Susan Calvin bajó los ojos.
—No quiero saber lo que piensa —susurró—. ¡Cállate!
—Creía que querrías saber lo…
Susan seguía con la cabeza baja, pero su respiración se aceleraba.
—Estás diciendo tonterías —susurró.
—¿Por qué? Trato de ayudarte. Milton Ashe piensa de ti…
La doctora, viendo que se callaba, levantó la cabeza:
—¿Y bien?
—Te ama —dijo el robot, tranquilamente.
Durante un minuto entero, la doctora permaneció sin hablar. Sólo miraba.
—¡Estás equivocado! —dijo por fin—. ¡Tienes que estarlo! ¿Por qué me amaría?
—Pero te ama… Una cosa así no puede quedar oculta…, para mí.
—Pero soy tan…, tan… —balbuceó, y se detuvo.
—No se detiene en las apariencias; admira el intelecto, en los demás. Milton Ashe no es de los que se casan con una mata de pelo y un par de ojos bonitos.
Susan Calvin se dio cuenta que estaba parpadeando rápidamente y esperó antes de hablar. Incluso entonces su voz temblaba.
—Y sin embargo, jamás ha indicado en modo alguno…
—¿Le has dado alguna vez la ocasión?
—¿Cómo podía? Jamás pensé que…
—¡Exacto!
La doctora hizo una pausa, quedando pensativa, y después levantó súbitamente la vista.
—Hace un año, una muchacha fue a verlo al laboratorio. Era linda, supongo, rubia y esbelta. Y, desde luego, no sabía ni que dos y dos eran cuatro. Él pasó todo el día sacando el pecho fuera, tratando de explicarle cómo se construía un robot. —La dureza de su voz había reaparecido—. ¡Pero no lo entendió! ¿Quién era?
—Conozco la persona a quien te refieres —respondió Herbie sin vacilar—. Es su prima hermana y no siente por ella ningún interés sentimental. Te lo aseguro.
Susan Calvin se puso de pie con una vivacidad casi infantil.
—¿No es extraño, esto? Es exactamente lo que quería decirme algunas veces, sin llegar nunca a convencerme. Entonces debe ser verdad.
Se acercó a Herbie y tomó su mano fría.
—¡Gracias, Herbie!… —Su voz era como una ronca súplica—. No hables con nadie de esto. Que sea nuestro secreto…, para siempre.
Con esto y un convulsivo apretón de la mano de metal, incapaz de respuesta, salió.
Herbie se volvió lentamente hacia la abandonada novela, pero no había nadie allí para leer
sus
propios pensamientos.
Milton Ashe se desperezó lenta y concienzudamente y miró a Peter Bogert, doctor en Filosofía.
—Digo… —dijo—. Llevo una semana con esto y casi sin dormir. ¿Hasta cuándo tengo que seguir así? Creía que dijo usted que el bombardeo positrónico en la Cámara de Vacío D era la solución…
Bogert bostezó delicadamente y examinó sus blancas manos con atención.
—Lo es. Le sigo la pista.
—Sé lo que significa que un matemático diga esto. ¿A cuánto está del final?
—Depende.
—¿De qué? —preguntó Ashe, desplomándose sobre un sillón y estirando las piernas.
—De Lanning. No está de acuerdo conmigo —dijo con un suspiro—. Va un poco atrasado, esto es lo malo. Se aferra a las máquinas matriz en todo y por todo y este problema requiere de instrumentos matemáticos más poderosos. Es testarudo.
—¿Por qué no pedir a Herbie que arregle el asunto? —preguntó Ashe, soñoliento.
—¿Al robot? —preguntó Bogert, con los ojos saltándole de las órbitas.
—¿Por qué no? ¿No le ha dicho nada la doctora?
—¿La señorita Calvin?
—Sí, Susie en persona. El robot es una cosa matemática. Lo sabe todo de todo y un poco más. Resuelve integrales triples de memoria y hace análisis de tensores de postre.
—¿Habla usted en serio? —preguntó el matemático, mirándolo con recelo.
—Completamente en serio. Lo malo es que al granuja no le gustan las matemáticas. Prefiere leer novelas sentimentales. ¡De veras! Vaya a ver a la activa Susie alimentándolo con «Pasión Purpúrea» y «Amor en el Espacio».
—La doctora Calvin no nos ha dicho una palabra de esto.
—No ha acabado de estudiarlo todavía. Ya sabe usted cómo es. Le gusta tener pleno conocimiento de las cosas antes de hablar de ellas.
—¿Se lo ha dicho usted?
—Hemos charlado casualmente. Últimamente la he visto a menudo. —Abrió los ojos y frunció el ceño—. Oiga, Bogie, ¿no ha observado nada extraño en ella, últimamente?
—Usa lápiz de labios, si es esto a lo que se refiere —respondió Bogart, borrando de su rostro la fea mueca.
—¡Diablos, ya lo sé! Carmín, polvos y rimel para los ojos. Pero no es esto. No logro poner el dedo en la llaga. Es la manera como habla…, como si hubiese algo que la hiciese feliz… —Quedó un momento pensativo y se encogió de hombros.
Bogert soltó una carcajada que para un científico de más de cincuenta años no estaba mal.
—Quizá esté enamorada. —dijo.
—Está usted loco, Bogie —dijo Ashe cerrando de nuevo los ojos—. Vaya usted a hablar con Herbie; yo quiero dormir.
—¡Muy bien! No es que me guste mucho que un robot me enseñe mi oficio ni crea que pueda hacerlo…
Un sonoro ronquido fue la única respuesta.
Herbie escuchaba atentamente mientras Peter Bogert, con las manos en los bolsillos, hablaba con artificiosa indiferencia.
—Ya lo sabes, entonces. Me han dicho que entiendes en estas cosas y te las pregunto más por curiosidad que por otra cosa. Mi línea de razonamiento, como te he explicado, comprende algunos puntos dudosos, lo confieso, que el doctor se niega a aceptar, y el cuadro es todavía bastante incompleto. —Viendo que el robot no contestaba añadió—: ¿Y bien?
—No veo ningún error —dijo el robot.
—¿Supongo que no podrás ir más allá de esto?
—No me atrevo a intentarlo. Eres mejor matemático que yo y…, en fin, no me gusta comprometerme.
En la sonrisa de complacencia de Bogert hubo una sombra de tolerancia.
—Suponía que sería éste el caso. Eres profundo. Olvidémoslo.
Arrugó las hojas de papel, las echó en la cesta de papeles, dio media vuelta para marcharse y cambió di opinión. Después de una pausa, añadió:
—A propósito…
El robot esperaba. Bogert parecía tener alguna dificultad.
—Hay algo que quizá…, podrías… —Se detuvo.
—Tus ideas son confusas; pero no hay duda que éstas se refieren al doctor Lanning —dijo Herbie pausadamente—. Es tonto vacilar, porque en cuanto decidas lo que quieres, sabré qué es lo que deseas preguntar.
La mano del matemático se acarició el cabello con un gesto familiar.
—Lanning bordea los setenta —dijo, como si explicase algo.
—Lo sé.
—Y ha sido director de los talleres durante casi treinta años.
Herbie asintió.
—Bien, entonces… —la voz de Bogert se hacía más humilde—, tú sabrás mejor…, si está pensando en dimitir. La salud, quizá, u otra razón…
—Exacto —dijo Herbie como única respuesta.
—Bien, ¿lo sabes?
—Ciertamente.
—¿Y puedes…, decírmelo?
—Puesto que me lo preguntas, sí —respondió el robot sin dar la menor importancia a la cosa—. Ha dimitido ya.
—¿Cómo? —La exclamación fue un sonido explosivo, casi inarticulado. La voluminosa cabeza del científico avanzó hacia adelante—. ¡Dilo otra vez!
—Ha dimitido ya —repitió tranquilamente el robot—, pero su dimisión no ha sido tenida en cuenta todavía. Está esperando resolver el problema…, mío. Una vez conseguido esto, está dispuesto a poner a disposición de quien le suceda el cargo de director.
—¿Y este sucesor…, quién es? —preguntó Bogert, respirando jadeante. Se había acercado a Herbie, con los ojos fijos en las inescrutables células fotoeléctricas del robot.
—Tú eres el futuro director —dijo lentamente.
Bogert se permitió esbozar una sonrisa satisfactoria.
—Es bueno saberlo. Siempre lo había augurado así. Gracias, Herbie.
Peter Bogert había estado aquella mañana en su despacho hasta las cinco y a las nueve estaba nuevamente en él. La estantería que tenía sobre su mesa se había quedado sin libros de referencia a medida que iba consultando uno después del otro. Las páginas de cifras y cálculos que tenía delante crecían microscópicamente, mientras los papeles arrugados que cubrían el suelo formaban una montaña.
A las doce en punto, miró la última página, se frotó sus congestionados ojos, bostezó y se estremeció.
—La cosa va poniéndose peor minuto a minuto. ¡Maldita sea!
Se volvió al oír el ruido de una puerta que se abría y saludó a Lanning que entraba, haciendo crujir los nudillos de su huesuda mano.
El director dirigió una escrutadora mirada al montón de papeles y frunció su velludo ceño.
—¿Nueva orientación? —preguntó.
—No —respondió Bogert con recelo—. ¿Qué hay de malo en la antigua?
Lanning no se tomó la molestia de contestar ni hizo más que dirigir una simple mirada de desprecio a la hoja de encima de la mesa de Bogert. Encendió un pitillo y al resplandor de la cerilla, dijo:
—¿Le ha hablado Calvin del robot? Es un genio matemático. Verdaderamente extraordinario.
—Eso he oído decir —dijo Bogert con desprecio—. Pero Calvin haría mejor en atenerse a la robopsicología. He examinado a Herbie en matemáticas y apenas puede resolver un cálculo.
—Calvin no lo considera así.
—Está loca.
—Yo no lo considero así —repitió el director, entornando los ojos.
—¡Usted! —La voz de Bogert se endurecía—. ¿De qué está hablando?
—He sometido a prueba a Herbie esta mañana y puede hacer cosas de las que no había oído hablar nunca.
—¿De veras?
—Parece usted muy escéptico. —Lanning sacó una hoja de papel de su bolsillo y la desdobló—. ¿Ésta no es mi escritura, verdad?
Bogert examinó la gran anotación angulosa que cubría la hoja.
—¿Ha hecho Herbie esto?
—Exacto. Y observará que ha estado trabajando en su integración de tiempo de la Ecuación 22. Llega a idénticas conclusiones…, y en la cuarta parte del tiempo. —Acompañó esta última afirmación señalando el papel con su dedo amarillento—. No tiene usted derecho —añadió—, a despreciar el Efecto de Permanencia en el bombardeo positrónico.
—No lo desprecio. Por Dios, Lanning, métase bien en la cabeza que esto cancelaría…
—Sí, seguro, ha explicado usted esto. ¿Emplea usted la Ecuación de Conversión Mitchell, verdad? Bien…, pues no sirve.
—¿Por qué no?
—Por una parte, porque ha empleado usted hiperimaginarios.
—¿Qué tiene que ver esto con lo otro?
—La Ecuación de Mitchell no aguantará cuando…
—¿Está usted loco? Si releyese usted el texto original de Mitchell en las
Actas de
…
—No tengo necesidad de ello. Ya le dije desde el principio que no me gusta su razonamiento, y Herbie me apoya en esto.
—¡Bien, entonces —gritó Bogert— que le resuelva el problema del despertador mecánico éste! ¿Para qué tomarse la molestia de buscar no-esenciales?
—Éste es exactamente el punto difícil. Herbie no puede resolver el problema. Y si él no puede, nosotros no podemos tampoco…, solos. Llevaré la cuestión ante la Junta Nacional. Está más allá de nosotros.
La silla de Bogert cayó de espaldas al levantarse de un salto con el rostro congestionado.