Cuentos completos (232 page)

Read Cuentos completos Online

Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

BOOK: Cuentos completos
6.39Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Hubiera debido decírmelo —murmuró la doctora—. U. S. Robots no tenía derecho a modificar de esta forma los cerebros positrónicos sin la aprobación del departamento de Sicología.

—Sea usted razonable, Susan —dijo Bogert, enarcando las cejas y suspirando—. No podía usted influir en ellos. En este asunto, el Gobierno estaba obligado a seguir su camino. Necesitan la Zona Hiperatómica y los físicos del éter quieren robots que no les creen obstáculos. Tenían que conseguirlo, aunque ello representase quebrantar la Primera Ley, Tuvimos que convenir en que, desde el punto de vista de su construcción, la cosa era posible y juraron por todos los dioses que sólo necesitaban doce, que sólo se emplearían en Hyper Base, que serían destruidos una vez perfeccionada la Zona, y que se tomarían toda clase de precauciones. E insistieron en el secreto…, ésta es la situación.

—Yo hubiera dimitido —murmuró Susan entre dientes.

—No hubiera servido de nada. El Gobierno ofrecía una fortuna a la Compañía y la amenazaba con una legislación antirrobótica en caso de negativa. Estábamos en mala postura, entonces, pero ahora estamos peor. Si esto se divulga, puede causar un perjuicio a Kallner y al Gobierno, pero causará un perjuicio mucho mayor a la U. S. Robots.

—Peter —dijo la doctora, mirándolo—: ¿No se da usted cuenta de lo que todo esto significa? ¿No comprende usted la importancia de la supresión de la Primera Ley? No se trata solamente de una cuestión de secreto…

—Sé lo que significaría la supresión. No soy ningún chiquillo. Significaría una inestabilidad completa, sin soluciones no-imaginarias de las ecuaciones de campo positrónico.

—Matemáticamente, sí. Pero tradúzcalo usted a la cruda idea psicológica. Toda la vida normal, Peter, consciente o no, se resiste al dominio. Si el dominio es por parte de un inferior, o de un supuesto inferior, el resentimiento se hace más fuerte. Físicamente, y hasta cierto punto mentalmente, un robot, cualquier robot, es superior a un ser humano. ¿Qué lo hace esclavo, entonces?
¡Sólo la Primera Ley!
Porque sin ella, la primera orden que daría usted a un robot le costaría la vida. ¿Qué le parece?

—Susan —dijo Bogert en tono de complacida simpatía—, tengo que reconocer que este complejo Frankenstein del que está usted dando pruebas tiene una cierta justificación, por consiguiente la Primera Ley está en el primer lugar. Pero la Ley, lo repito una y otra vez, no ha sido suprimida, sino sólo modificada.

—¿Y dónde me deja usted la estabilidad del cerebro?

—Disminuida, desde luego —dijo el matemático avanzando los labios—. Pero sin rebasar las fronteras de la seguridad. Los primeros Nestors fueron entregados a Hyper Base hace nueve meses, y jamás ha ocurrido nada hasta ahora, y aun esto sólo representa el temor de ser descubiertos, pero no un peligro para los humanos.

—Bien, entonces; veremos qué sale de la conferencia de esta mañana.

Bogert la acompañó cortésmente hasta la puerta e hizo una mueca una vez que ella se hubo marchado. No veía razón alguna para cambiar de opinión sobre ella. Siempre la había considerado una impaciente…, y un desengaño. Bogert, por su parte, no entraba para nada en los pensamientos de Susan. Hacía ya años que lo había clasificado como un presuntuoso y un fracasado.

Gerald Black se había graduado en Física etérea el año anterior y, como toda su generación de físicos, se encontró metido en el problema de la Zona. En la actualidad aportaba su colaboración a la atmósfera general de las reuniones de Hyper Base. Con su blusa blanca manchada se sentía medio rebelde y totalmente incierto. Sus fuerzas acumuladas parecían querer descanso y sus dedos, retorciéndose con gestos nerviosos, hubieran sido capaces de torcer una barra de hierro.

El general Kallner estaba sentado a su lado y los dos enviados de la U. S. Robots les hacían frente.

—Me dicen que fui el último en ver el Nestor 10 antes que desapareciese —dijo Black—. Supongo que quieren ustedes interrogarme sobre esto…

—Parece que no está usted muy seguro de ello, señor Black —dijo Susan, mirándolo con interés—. ¿No
sabe
usted si fue el último en verle o no?

—Trabajaba conmigo en los generadores de campo, doctora, y estaba conmigo la mañana de su desaparición. Ignoro si alguien lo vio después de mediodía. Nadie asegura haberlo visto.

—¿Cree usted que hay alguien que miente?

—No digo tal cosa. Pero no quiero asumir esa responsabilidad.

—No es cuestión de responsabilidad. El robot actuó como lo hizo a causa de lo que es. Trataremos únicamente de localizarlo, señor Black, y vamos a dejar todo lo demás aparte. Ahora bien, si ha trabajado con el robot, probablemente lo conoce mejor que nadie. ¿Observó usted en él algo anormal? ¿Había trabajado ya con otros robots?

—Había trabajado con los otros robots que tenemos aquí, los sencillos. No hay ninguna diferencia con los Nestors, salvo que son mucho más inteligentes…, y más molestos.

—¿Molestos? ¿En qué sentido?

—Pues…, quizá no es culpa suya. El trabajo aquí es duro y la mayoría de nosotros estamos cansados. Andar rondando por el hiperespacio no es muy divertido. Corremos continuamente el riesgo de hacer un agujero en la contextura normal del espacio-tiempo y salirnos del universo, con asteroide y todo. ¿Gracioso, verdad? —añadió sonriendo como si gozase con la confesión—. Naturalmente, uno está agotado, algunas veces. Pero estos Nestors, no. Son curiosos, tienen calma, no se preocupan. Hay para volverle a uno loco. Cuando uno quiere algo hecho a toda prisa, parece que necesitan más tiempo. Algunas veces prescindiría de ellos.

—¿Dice que necesitan más tiempo? ¿Se han negado alguna vez a cumplir una orden?

—¡Oh, no! —exclamó Black apresuradamente—. La cumplen, desde luego. Pero cuando creen que nos equivocamos, lo dicen. No saben del asunto más de lo que les decimos, pero eso no los detiene. Quizá sea imaginación mía, pero los otros tienen las mismas preocupaciones con Nestor.

—¿Cómo no ha llegado nunca hasta mí una queja en ese sentido? —preguntó el general Kallner, carraspeando ostensiblemente.

—En realidad, no queríamos trabajar sin robots, general —dijo el joven físico, sonrojándose—, y además, no estábamos muy seguros de si estas quejas menores…, serían bien recibidas.

—¿Ocurrió algo de particular la mañana que lo vio por última vez? —interrumpió Bogert suavemente.

Hubo un silencio. Con un rápido gesto, Susan atajó el comentario que estaba a punto de hacer Kallner.

—Tuve una leve discusión con él —respondió Black malhumorado—. Aquella mañana yo había roto un tubo Kimball, lo que me representaba cinco días de trabajo; iba atrasado en mi horario, hacía dos semanas que no había recibido correo de la Tierra…, ¡y se me acerca con el deseo de repetir un experimento que había abandonado hacía un mes! Me estaba molestando siempre con lo mismo y estaba harto de ello. Le dije que se marchase y no he vuelto a verlo más.

—¿Le dijo usted que se marchase? —preguntó Susan con vivo interés—. ¿Con qué palabras exactamente? ¿Le dijo usted: «¡Márchate!»? Trate de recordar exactamente sus palabras.

A juzgar por las apariencias, en el interior de Black se mantenía una lucha. El físico tenía la frente apoyada en la mano, haciendo un esfuerzo de memoria. Finalmente, la apartó y dijo:

—Le dije: «¡Vete a pasear!».

—¿Y se fue, oh? —preguntó Bogert, riéndose.

Pero Susan Calvin no había terminado. En tono de halago, prosiguió:

—Ahora empezamos a ir a algún sitio, señor Black. Pero los detalles exactos tienen importancia. Para interpretar los actos de un robot, una palabra, un gesto, una entonación pueden serlo todo. Pudo usted no haber dicho solamente estas tres palabras, por ejemplo, ¿no es verdad? Según su misma confesión, aquel día estaba usted malhumorado. Quizá dio usted fuerza a su frase con otras…

—Pues… —dijo el joven físico sonrojándose—, quizá lo llamase…, algunas otras cosas.

—Exactamente, ¿qué cosas?

—¡Oh, no podría recordarlas exactamente! Además, no podría repetirlas. Ya sabe lo que pasa cuando uno se excita… —Se echó a reír un poco embarazado—. Tengo cierta tendencia al lenguaje violento…

—Muy bien —dijo ella, con firme severidad—. En este momento no soy más que una profesora de sicología. Quisiera que me repitiese usted lo que le dijo, tan exactamente como sea capaz, y, más importante todavía, en el tono exacto de voz que empleó.

Black, miró a su jefe en busca de apoyo, pero no lo encontró.

—¡Pero…, eso es imposible!… —exclamó, abriendo los ojos, suplicante.

—Tiene usted que hacerlo.

—Imagine que se dirige a mí —dijo Bogert con humorismo—. Quizá le sea más fácil.

El rostro escarlata del muchacho se volvió hacia Bogert.

—Lo llamé… —trató de decir tragando saliva, pero su voz se perdió. Hizo una nueva prueba—. Lo llamé…

Hizo una fuerte aspiración y lanzó una retahíla incomprensible de incoherentes sílabas. Cuando se detuvo, terminó casi llorando.

—… más o menos, no recuerdo el orden exacto de lo que le llamé; quizá olvido o añado algo, pero más o menos fue esto.

Sólo un leve rubor delató las emociones de la doctora.

—Comprendo el significado de la mayoría de estas palabras. El resto de ellas, imagino, deben tener un valor igualmente ofensivo.

—Eso temo —dijo el atormentado Black.

—¿Y entre ellos, le dijo usted que se
fuese a pasear
?

—Lo decía en sentido puramente figurado.

—Me doy cuenta. Tengo la seguridad que no se tomará ninguna medida disciplinaria. —Y al interpretar su mirada, el general, que cinco segundos antes no hubiera estado tan seguro de ello, asintió malhumorado.

—Puede usted retirarse, señor Black. Y gracias por su cooperación.

Susan Calvin necesitó cinco horas para interrogar los sesenta y tres robots. Fueron cinco horas de repeticiones, de insistir, robot tras robot, en la pregunta A, B, C, D; de escuchar la respuesta A, B, C, D; de emplear suaves expresiones, un tono cautelosamente neutral, una atmósfera amistosa; y de hacer funcionar un magnetófono escondido.

Cuando terminó, estaba exhausta. Bogert la esperaba y miró con expectación la cinta grabada cuando ella la arrojó sobre el plástico de la mesa. Susan movió la cabeza.

—Los sesenta y tres me parecen iguales. No podría decir…

—Es imposible captarlo al oído, Susan —dijo él—. Vamos a analizar la grabación.

De ordinario, la interpretación matemática de las reacciones verbales de los robots es una de las ramas más intrincadas del análisis robótico. Requiere un equipo de técnicos bien entrenados y el empleo de máquinas calculadoras muy complicadas. Bogert lo sabía. Bogert lo dijo así después de haber escuchado con disimulado aburrimiento la serie de respuestas, hizo una lista de las entonaciones de ciertas palabras y gráficos de los intervalos entre preguntas y respuestas.

—No veo presente ninguna anomalía, Susan. Las variaciones de entonación y las reacciones cronométricas son del tipo de frecuencia normal. Necesitamos métodos más sagaces. Aquí debe haber calculadoras… No… —Se interrumpió frunciendo el ceño y contemplando la uña del pulgar—. No podemos emplear computadores. Hay demasiado peligro de filtración. O quizá sí…Susan lo detuvo con un gesto de impaciencia.

—Por favor, Peter. Esto no es uno de sus insignificantes problemas de laboratorio. Si no podemos identificar el Nestor modificado gracias a alguna diferencia visible a simple vista, una que no ofrezca duda posible, es que no estamos de suerte. El peligro de equivocarse y dejarlo escapar es por otra parte demasiado grande. No es suficiente observar una minúscula irregularidad en una gráfica. Le diré una cosa: si esto es todo lo que tengo para seguir adelante, preferiría destruirlos a todos sólo para estar segura. ¿Ha hablado usted con los otros Nestors modificados?

—Sí, y no tienen ningún defecto —dijo secamente Bogert—. Si algo hay en que estén por encima de lo normal, es en amabilidad. Han contestado a mis preguntas, demostrando orgullo de sus conocimientos, salvo los dos últimos, que no han tenido todavía tiempo de aprender la física etérea. Se rieron a gussto de mi ignorancia sobre algunas de las especializaciones de aquí. Supongo que esto forma parte de la base de su resentimiento contra ellos por parte de los técnicos de aquí. Los robots temen quizá una excesiva afición a impresionarnos con sus superiores conocimientos.

—¿Puede usted probar algunas reacciones planas para ver si se ha producido algún cambio en una composición mental desde su manufactura?

—No lo he hecho todavía, pero lo haré. —Apuntó a Susan con su dedo afilado—. Está usted perdiendo la calma, Susan. No veo qué es lo que dramatiza. Son esencialmente inofensivos.

—¿Sí? —saltó Susan con fuego—. ¿Está usted seguro? ¿Se da usted cuenta que uno de ellos está mintiendo? Uno de los sesenta y tres robots que acabo de interrogar me ha mentido deliberadamente después de mi imperativa orden de decir la verdad. Esta anormalidad es terriblemente profunda y horriblemente aterradora.

Bogert sintió que sus dientes castañeteaban.

—No —dijo—. ¡Mire! Nestor 10 recibe orden de irse a pasear. Esta orden le fue expresada con la máxima urgencia por la persona de mayor autoridad para dársela. No se puede desobedecer esta orden ni por una urgencia superior ni por una superior autoridad. Naturalmente, el robot tratará de evitar ejecutar la orden. En el fondo, objetivamente, admiro su ingenio. ¿Cómo puede un robot «irse a pasear» o «perderse de vista» mejor que mezclándose con un grupo de robots similares a él?

—Sí, sería usted capaz de admirarlo. He leído un cierto humorismo en sus ojos. Peter, un cierto humorismo y una sorprendente falta de comprensión. ¿Es usted un técnico en robótica, Peter? Estos robots dan importancia a todo lo que consideran superioridad. Usted misino acaba de decirlo. Subconscientemente, consideran a los humanos inferiores a ellos e injusta la Primera Ley que nos protege. Y ahora nos encontramos ante un hombre joven que envía a un robot «a pasear», con todas las apariencias verbales de desprecio, repugnancia y dominación. De acuerdo, el robot tiene que cumplir las órdenes, pero subconscientemente, está resentido. Para él adquiere una importancia todavía más trascendental demostrar que es superior, pese a la serie de epítetos que se le han dirigido. Puede llegar a ser
tan
importante, que lo que queda de la Primera Ley no sea suficiente.

Other books

Strike Force Delta by Mack Maloney
A Heart Once Broken by Jerry S. Eicher
The Greater Trumps by Charles Williams
Bitch Creek by Tapply, William
Lemons 03 Stroke of Genius by Grant Fieldgrove
Heaven's Gate by Toby Bennett
Waiting by Carol Lynch Williams
The Sixth Lamentation by William Brodrick
Convincing Alex by Nora Roberts