Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
—¿Cómo estás, Cerebro? —preguntó suavemente la doctora Calvin.
La voz del Cerebro respondió vibrante y con entusiasmo.
—¡Muy bien, doctora Calvin! Me vas a hacer alguna pregunta. Lo veo. Cuando quieres hacerme alguna pregunta, llevas siempre un libro en la mano.
—Bien, pues tienes razón, pero todavía no —sonrió Susan—. Pero es tan complicada que te la vamos a dar por escrito. Pero más tarde. Me parece que voy a hablarte primero.
—Perfectamente, no me importa hablar.
—Escucha, Cerebro, dentro de un momento, el doctor Bogert y el doctor Lanning estarán aquí con su complicada pregunta. Te daremos muy poco cada vez y muy lentamente, porque queremos que te vayas con cuidado. Vamos a pedirte que saques algo en conjunto, si te es posible, de la información, pero tengo que advertirte que la solución puede comportar un cierto peligro para los seres humanos.
—¡Cáspita! —exclamó con voz ronca, seca, el Cerebro.
—Ahora, mucho cuidado. Cuando lleguemos a un punto que pueda significar peligro, incluso quizá muerte, no te excites. Comprendes, Cerebro, en este caso, no nos importa…, ni siquiera la muerte; nos tiene sin cuidado. De manera que cuando llegues a este punto, te detienes, nos la devuelves y se acabó. ¿Comprendes?
—¡Sí, sí, seguro! Pero…, ¡cáspita, muerte de los
humanos
…! ¡Oh!
—Y ahora, Cerebro, oigo llegar al doctor Bogert y al doctor Lanning. Ellos te explicarán en qué consiste el problema y empezaremos. Sé buen muchacho, ahora…
Lentamente las hojas fueron siendo insertadas. Después de cada una se producía un intervalo de un curioso ruido, como de ahogado cuchicheo que era el Cerebro en acción. Después venía un silencio, que quería decir que estaba en disposición de recibir una nueva hoja. Era cuestión de horas, durante las cuales el equivalente de unos doscientos diecisiete gruesos volúmenes de física-matemática fue tragado por el Cerebro.
A medida que se iba procediendo a la operación, todos fruncían el ceño. Lanning refunfuñaba ferozmente en voz baja. Bogert, primero, se contempló pensativo las uñas y después empezó a morderlas de una forma abstraída. Sólo cuando la última de las hojas del grueso montón hubo desaparecido, Susan. con el rostro pálido, dijo:
—Algo está mal.
Lanning hizo un supremo esfuerzo por pronunciar unas palabras.
—No puede ser. Está…, muerto.
—¿Cerebro?… —Susan Calvin estaba temblando—. ¿Me oyes, Cerebro?
—¿Eh?… —respondió la máquina, abstraída—. ¿Qué quieres?
—La solución.
—¡Ah!… Puedo darla. Les construiré la nave, con facilidad…, si me dan robots. Una linda nave. Necesitaré dos meses, quizá.
—¿No ha habido dificultad…?
—Fue largo de calcular.
La doctora Calvin se echó a reír. El color no había reaparecido en sus mejillas. Hizo signo a los demás para que se marchasen.
—No logro entenderlo —dijo, una vez en su despacho—. La información, tal como se ha dado, tiene que envolver un dilema…, probablemente la muerte. Si algo se ha estropeado…
—La máquina habla y razona. No puede haber dilema.
—¡Hay dilemas y dilemas! —exclamó la doctora con calor—. Hay diferentes formas de evasión. Supongamos que el Cerebro se siente sólo débilmente captado; sólo lo suficiente, digamos, para sufrir la ilusión de poder resolver el problema, cuando en realidad no puede. O supongamos que está oscilando en el borde mismo de algo realmente malo, de manera que el menor empuje lo hace pasar más allá.
—Supongamos —dijo Lanning— que no hay dilema. Supongamos que la máquina de Consolidated se rompió a causa de otra pregunta, o por razones puramente mecánicas.
—Pero aun así —insistió Susan Calvin— no podemos correr el riesgo. Oigan, a partir de ahora nadie debe ni respirar delante del Cerebro. Me hago cargo del asunto.
—Muy bien —suspiró Lanning—, hágase cargo, entonces. Y entretanto, dejaremos que el Cerebro nos construya la nave. Y si nos la construye, tendremos que probarla. Para esto necesitaremos nuestros mejores hombres —añadió pensativo.
Michael Donovan se alisó la encrespada cabellera pelirroja con un violento ademán, y la total indiferencia a que en el acto volviese a erizarse.
—Llama el turno ya, Greg —dijo—. Dicen que la nave está terminada. No saben lo que es, pero está terminada. Vamos, Greg. Vamos a tomar el mando.
—Espera, Mike —dijo Powell, cansado—. La confinada atmósfera que respiramos no es adecuada para tu entusiasmo y buen humor.
—Escucha —dijo Donovan, dándole otro tirón a su cabello—. No me preocupa el genio éste de hierro ni su linda nave de hojalata. ¡Son mis vacaciones perdidas! ¡Y la monotonía! Aquí no hay más que bigotes y cifras…, una fea especie de cifras. ¡Oh, por qué tienen que darnos siempre estas misiones!
—Porque —respondió Powell amablemente— por lo visto les convenimos. ¡Bien, descansa! Viene el doctor Lanning.
Lanning se acercaba con sus siempre pobladas cejas grises y lleno de vida a pesar de su edad. Subió silenciosamente la rampa con sus dos compañeros y salieron a campo abierto donde, sin obedecer a ningún ser humano, silenciosos robots estaban construyendo una nave. Mejor dicho: ¡Habían construido una nave! Porque Lanning dijo:
—Los robots se han parado. Ninguno se ha movido hoy.
—¿Está lista, entonces? ¿Definitivamente? —preguntó Powell.
—¿Cómo puedo decirlo? —dijo Lanning, frunciendo el ceño—. Parece lista. No se ven piezas sueltas por ninguna parte y el interior tiene un brillo de cosa acabada.
—¿Ha estado usted dentro?
—Entrar y salir. No soy piloto del espacio. ¿Entiende alguno de ustedes algo en teoría de motores?
Donovan miró a Powell y Powell miró a Donovan.
—Tengo mi licencia, doctor, pero en mis últimos textos no hay nada referente a hipermotores ni curvo-navegación. Sólo el corriente juego de niños de las tres dimensiones.
Alfred Lanning levantó la mirada con un gesto de neta reprobación y soltó un ronquido con su larga nariz.
—Bien, enviaremos a nuestros ingenieros —dijo en tono helado.
Powell lo agarró por el codo al ver que se disponía a marcharse.
—Señor, ¿es la nave aún suelo restringido?
—Supongo que no —respondió Lanning después de haber vacilado rascándose la nariz—. Para ustedes dos, en todo caso.
Donovan murmuró una frase expresiva a su espalda al verlo marchar y se volvió hacia Powell.
—Me gustaría darle una descripción literaria de él mismo, Greg.
—Ven conmigo, Mike.
El interior de la nave estaba terminado, tan terminado como una nave pudo jamás estarlo; podía afirmarse con sólo pestañear dos veces. Ningún obrero especializado hubiera podido dar más brillo del que habían dado los robots. Las paredes tenían un acabado de reluciente plata que no conservaba las impresiones digitales.
No había ángulos; paredes, suelo y techos se fundían unos con otros en delicadas curvas, y el resplandor metálico de la luz indirecta daba seis frías imágenes de los asombrados visitantes.
El corredor principal era un estrecho túnel cuyo suelo resonaba bajo las pisadas y en el que había una serie de habitaciones imposibles de distinguir unas de otras.
—Supongo que los muebles deben estar empotrados en las paredes —dijo Powell—. O quizá no tenemos que sentarnos ni dormir.
En la última habitación, cerca de la proa de la nave, se quebraba la monotonía. Una ventana curva, sin reflejos, era lo primero que rompía la monotonía metálica y bajo ella había una sola esfera de grandes dimensiones con una única aguja inmóvil que marcaba el cero.
—¡Mira esto! —dijo Donovan señalando la única palabra escrita en una escala minuciosamente marcada. La palabra era «
parsecs
», y la diminuta cifra del extremo de la escala graduada era «1.000.000». Había dos sillas; pesadas, rústicas, sin acolchar. Powell se sentó en una de ellas y la encontró cómoda, sus curvas se amoldaban a las formas de su cuerpo.
—¿Qué te parece todo esto? —preguntó Powell.
—¡Por mi dinero! Creo que el Cerebro tiene fiebre cerebral. ¡Larguémonos!
—¿No quieres dar un vistazo a todo esto?
—He dado ya un vistazo a todo eso. He venido y he visto. ¡Estoy harto! Greg, salgamos de aquí —añadió con el pelo rojo erizado—. He abandonado mi trabajo hace cinto minutos y esto es una zona prohibida.
Powell sonrió de una forma untuosa y satisfecha y se alisó el bigote.
—Bien, Mike, cierra la válvula de adrenalina que estás vertiendo en tu sangre. Estaba preocupado también, pero nada más.
—¿Nada más, eh? ¿Cómo es eso, nada más? ¿Aumentando tu seguro?
—Mike, esta nave no puede despegar.
—¿Cómo lo sabes?
—¿Hemos recorrido toda la nave, no?
—Así parece.
—Puedes creerlo bajo mi palabra. ¿Has visto una sola cámara de pilotaje a excepción de este ventanal y una esfera calculada en parsecs? ¿Has visto algún mando?
—No.
—¿Has visto algún motor?
—¡Por Júpiter, no!
—Bien, entonces… Vamos a darle la noticia a Lanning, Mike.
Recorrieron a toda velocidad los uniformes corredores para chocar finalmente con el estrecho paso que daba a la compuerta neumática.
Donovan se puso rígido.
—¿Has cerrado tú eso, Greg?
—No lo he tocado para nada. Levanta la palanca, quieres…
Pero a pesar de los agotadores esfuerzos de Mike, la palanca no se movió.
—No he visto ninguna salida de urgencia —dijo Powell—. Si ocurre algo, nos van a tener que sacar fundidos.
—Sí, y vamos a tener que esperar a que se den cuenta que algún loco nos ha encerrado aquí dentro —añadió Donovan, frenético.
—Volvamos a la ventana. Es el único sitio desde el cual podemos llamar la atención.
Pero no fue así.
En la última habitación, la ventana no era ya azul y llena de cielo. Era negra, y unas puntas de aguja amarillentas en forma de estrella decían:
Espacio
.
Se produjo un fuerte golpe sordo, doble, y dos cuerpos se desplomaron separadamente en dos sillas.
Alfred Lanning encontró a Susan Calvin en la puerta de la oficina. Encendió nerviosamente un cigarro y le hizo seña de entrar.
—Bien, Susan —dijo—, hemos llegado bastante lejos y Robertson se está poniendo nervioso. ¿Qué va usted a hacer con el Cerebro?
Susan Calvin abrió los brazos, extendiendo las manos.
—No sirve de nada ponerse impacientes. El Cerebro tiene mayor valor que todo lo que podamos obtener con este trato.
—Pero lleva usted dos meses interrogándolo.
—¿Preferiría usted llevar este asunto personalmente? —preguntó la doctora en tono llano, pero ligeramente amenazador.
—Ya sabe usted lo que quiero decir.
—¡Oh, supongo que sí! —respondió ella, frotándose las manos, nerviosa—. La cosa es fácil, he estado probando y tanteando y no he llegado todavía a ninguna parte. Sus reacciones no son normales. Sus respuestas son, en cierto modo…, extrañas. Pero nada en que poner el dedo. Y, comprenda usted, hasta que sepamos qué es lo que pasa, debemos andar de puntillas. Me es imposible decir qué pregunta u observación conseguirá darle el empujón…, y si entonces tendremos entre nuestras manos un Cerebro completamente inútil. ¿Quiere usted correr este riesgo?
—No lo sé, no puede quebrantar la Primera Ley.
—Eso hubiera pensado, pero…
—¿No está siquiera segura de eso? —preguntó Lanning, escandalizado.
—¡Oh, no puedo estar segura de nada, Alfred!
Los timbres de alarma resonaron con una aterradora prontitud. Lanning cortó la comunicación con un espasmo casi paralizante. Las palabras salieron jadeantes y heladas de sus labios.
—Susan…, ha oído esto…, la nave ha partido. He enviado a aquellos dos físicos a su interior hace media hora. Tendrá usted que consultar de nuevo con el Cerebro.
—Cerebro —dijo Susan Calvin con forzada calma—, ¿qué le ha ocurrido a la nave?
—¿La nave que he construido, señorita Susan?
—Exacto. ¿Qué ha sido de ella?
—Nada. Los dos hombres que tenían que hacer las pruebas estaban dentro y todo estaba dispuesto. De manera que la lancé.
—¡Oh, vaya, pues está bien! —La doctora encontraba una cierta dificultad en respirar—. ¿Crees que estarán bien?
—Tan bien como sea posible, señorita Susan. He tomado todas las precauciones. Es una hermosa nave.
—Sí, Cerebro es hermosa, pero, ¿crees que tendrán bastante comodidad? ¿Estarán confortablemente alojados?
—Mucha comida.
—Esto puede haber sido una gran impresión para ellos. Por lo inesperado, comprendes…
—Estarán bien —dijo el Cerebro, desechando la objeción—. Tiene que ser interesante para ellos.
—¿Interesante? ¿Cómo?
—Sólo interesante.
—Susan —dijo Lanning con un susurro—, pregúntele si podrían morir. Pregúntele qué peligros corren.
La expresión de Susan Calvin se contorsionó en un gesto de furia.
—¡Cállese! —Con voz turbada, se volvió hacia el Cerebro—. ¿Podremos comunicarnos con la nave, verdad, Cerebro?
—Pueden oírte, si los llamas por radio. Nos hemos preocupado de eso.
—Gracias. Eso es todo, por ahora.
Una vez fuera, Lanning estalló con rabia:
—¡Por toda la Galaxia, Susan, si esto se sabe estamos arruinados! Es necesario que hagamos regresar a estos hombres. ¿Por qué no le ha preguntado si había peligro de muerte…, directamente?
—Porque esto es precisamente lo que no puedo mencionar. Si existe un dilema, es de muerte. Cualquier cosa que sea demasiado fuerte para él, puede aniquilarlo. ¿Estaremos acaso mejor, entonces? Ahora, espere, dice que podemos comunicarnos con ellos. Vamos a hacerlo, localicémoslos y hagámoslos regresar. Probablemente pueden manejar los controles ellos mismos. El Cerebro sin duda los dirige desde lejos. ¡Vamos!
Transcurrió bastante tiempo antes que Powell volviese en sí.
—Mike —dijo con los labios fríos—, ¿sientes alguna aceleración?
—¿Eh?… —preguntó Donovan con mirada inexpresiva—. No…
Los puños del pelirrojo se cerraron, y levantándose con ímpetu de su sillón, se acercó a la ventana con frenética energía. No se veía nada…, más que estrellas.
—Greg —dijo, volviéndose—, debieron haber lanzado esta máquina mientras estábamos dentro. Greg, todo esto estaba preparado; combinaron que el robot nos obligase a ser pilotos de prueba para el caso en que pensásemos volvernos atrás.