Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
—Meros números…
—Sé a qué se refiere —continuó Birnam, airado—. Las guerras no se libran con números, sino con ciencia y organización. Los joveanos tienen ambas cosas. Durante el cuarto de siglo en que nos hemos comunicado con ellos nos hemos enterado de algunas cosas. Tienen energía atómica y radio, y en un mundo de amoníaco bajo enorme presión (en otras palabras, un mundo donde casi ningún metal puede existir como metal a causa de la tendencia a formar complejos solubles de amoníaco) han logrado construir una compleja civilización. Eso significa que tienen que trabajar con plásticos, vidrios, silicatos y materiales sintéticos de construcción. Eso significa una química tan avanzada como la nuestra, y apostaría a que incluso más avanzada.
Orloff aguardó un poco antes de replicar:
—Pero ¿qué certeza tienen ustedes sobre el último mensaje de los joveanos? En la Tierra ponemos en duda que sean tan belicosos como se los describe.
El ganimediano se rió secamente.
—Interrumpieron todas sus comunicaciones después del último mensaje, ¿verdad? No parece una actitud muy amistosa, ¿no? Le aseguro que hemos hecho todo lo posible por establecer contacto. Pero espere, no hable, déjeme explicarle algo. En Ganimedes, durante veinticinco años, un puñado de hombres se ha deslomado tratando de comprender en nuestros aparatos de radio un conjunto de señales variables, cargadas de estática y distorsionadas por la gravedad, pues eran nuestra única conexión con la inteligencia viva de Júpiter. Se trataba de una tarea para todo un mundo de científicos, pero en la estación sólo contábamos con una veintena. Yo fui uno de ellos desde el principio y, como filólogo, contribuí a construir e interpretar el código que creamos entre nosotros y los joveanos, así que como ve entiendo de lo que hablo. Fue un trabajo extenuante, Tardamos cinco años en superar las señales aritméticas elementales: tres más cuatro igual a siete; la raíz cuadrada de veinticinco es cinco; el factorial de seis es setecientos veinte. Después de eso, a veces pasaban meses hasta que podíamos elaborar y corroborar una sola idea mediante nuevas comunicaciones. Pero, y esto es lo importante, cuando los joveanos interrumpieron las relaciones los comprendíamos plenamente. No había ya probabilidades de error en la interpretación, así como no es probable que Ganimedes se aleje repentinamente de Júpiter. Y el último mensaje era una amenaza y una promesa de destrucción. No hay duda. ¡No hay la menor duda!
Atravesaban un pasaje en el que una oscuridad fría y húmeda reemplazaba a la amarilla luz de Júpiter. Orloff estaba perturbado. Nunca le habían presentado la situación de esa manera.
—¿Pero qué razones les dimos para…?
—¡Ninguna! Era simplemente esto: ellos descubrieron por nuestros mensajes, y no sé dónde ni cómo, que nosotros no éramos joveanos.
—Pues claro.
—Para ellos no estaba tan claro. En sus experiencias jamás se habían topado con inteligencias que no fueran joveanas. ¿Por qué iban a hacer una excepción en favor de quienes están en el espacio exterior?
—Usted dice que eran científicos —observó Orloff con voz glacial—. ¿No comprenderían que un entorno distinto engendra una vida distinta? Nosotros lo sabíamos. Nunca pensamos que los joveanos fueran terrícolas, aunque nunca nos habíamos topado con inteligencias ajenas a la Tierra.
De nuevo se hallaban bajo la líquida luz de Júpiter, y una extensión de hielo relucía con tonos ambarinos en una depresión a la derecha.
—Dije que eran químicos y físicos, no que fuesen astrónomos. Júpiter, mi querido delegado, tiene una atmósfera de casi cinco mil kilómetros de espesor y esos kilómetros de gas bloquean todo, excepto el sol y las cuatro mayores lunas de Júpiter. Los joveanos no saben nada sobre entornos distintos.
Orloff reflexionó.
—Conque decidieron que éramos alienígenas. ¿Y bien?
—Si no somos joveanos, para ellos no somos gente, de modo que un no joveano era un “bicho» por definición. —Birnam impidió la inmediata objeción de Orloff—. He dicho que para ellos éramos bichos, y lo somos. Más aún, somos bichos que tienen el descaro de querer tratar con joveanos, es decir, con seres humanos. El último mensaje decía, palabra por palabra: «Los joveanos son los amos. No hay lugar para las sabandijas. Os destruiremos de inmediato.» Dudo que ese mensaje contuviera ninguna hostilidad, era simplemente una declaración fría. Pero hablan en serio.
—¿Y por qué?
—¿Por qué el hombre exterminó la mosca doméstica?
—Vamos, no habla en serio al citarme esa analogía.
—Pues sí, ya que los joveanos nos consideran moscas, unas moscas insufribles que se atreven a aspirar a la inteligencia.
Orloff hizo un último intento.
—Pero, señor secretario, parece imposible que una forma de vida inteligente adopte semejante actitud.
—¿Está usted familiarizado con muchas formas de vida inteligente, aparte de la nuestra? —replicó Birnam, con sarcasmo—. ¿Se siente competente para juzgar la psicología joveana? ¿Tiene idea de lo distintos que deben de ser físicamente los joveanos? Piense tan sólo en un mundo con una gravedad dos veces y media superior a la terrícola, con océanos de amoníaco, océanos a los que se podría arrojar la Tierra entera sin provocar siquiera una salpicadura considerable, y con una gravedad colosal que le impone densidades y presiones de superficie que hacen que las simas submarinas de la Tierra parezcan por comparación un vacío medio penetrable. Hemos procurado deducir qué clase de vida podría existir en esas condiciones y hemos desistido. Es absolutamente incomprensible. ¿Espera usted, pues, que su mentalidad sea comprensible? ¡Jamás! Acepte las cosas tal como son. Se proponen destruirnos. Eso es todo lo que sabemos y todo lo que necesitamos saber. —Levantó su mano enguantada y señaló con un dedo—. Allí está la Estación Éter.
Orloff giró la cabeza.
—¿En el subsuelo?
—¡Por supuesto! Todo, excepto el observatorio, que es esa cúpula de acero y cuarzo de la derecha, la pequeña.
Se habían detenido ante dos grandes rocas que flanqueaban un terraplén, y desde detrás de cada una de ellas un soldado, con máscara de oxígeno y el uniforme naranja de Ganimedes, se acercó a ambos con las armas preparadas.
Birnam mostró su rostro a la luz de Júpiter y los soldados se cuadraron y le cedieron el paso. Uno de ellos bramó una orden en su micrófono de la muñeca. Una entrada camuflada se abrió entre las rocas y Orloff siguió al secretario hacia la cámara de presión.
El terrícola echó una última ojeada al acechante Júpiter antes de
que la puerta se cerrara.
Ya no parecía tan hermoso.
Orloff no se sintió de nuevo normal hasta que se hubo apoltronado en el mullido sillón del despacho del doctor Edward Prosser. Con un suspiro de alivio, se acomodó el monóculo bajo la ceja.
—¿Le molestará al doctor Prosser que yo fume aquí mientras esperamos? —preguntó.
—Adelante —le dijo Birnam—. Si por mí fuese traería a Prosser a rastras sin demora, pero es un individuo extraño. Hablará más si aguardamos a que esté dispuesto.
Sacó del estuche una barra torcida de tabaco verdoso y mordió la punta con violencia. Orloff sonrió a través del humo de su cigarrillo.
—No me molesta esperar. Tengo algo que decirle. Como comprenderá, señor secretario, por un momento me dio escalofríos, pero a fin de cuentas, aunque los joveanos tengan intenciones de causarnos daño cuando lleguen a nosotros, lo cierto es que no pueden llegar hasta nosotros.
Había espaciado con énfasis las últimas palabras.
—Una bomba sin detonador, ¿eh?
—¡Exacto! Es tan simple que no vale la pena hablar de ello. Reconocerá usted, supongo, que no hay modo de que los joveanos puedan salir de Júpiter.
—¿Ningún modo? —preguntó Birnam con tono socarrón—. ¿Quiere que analicemos ese tema? —Miró fijamente la roja brasa del cigarro—. Es muy común afirmar que los joveanos no pueden salir de Júpiter. La prensa sensacionalista de la Tierra y de Ganimedes le ha dado pábulo a ese hecho y se han dicho muchas sandeces sentimentaloides sobre las desdichadas inteligencias que están ancladas irrevocablemente a la superficie y deben observar el universo sin alcanzarlo. Pero ¿qué retiene a los joveanos en su planeta? ¡Dos factores! ¡Eso es todo! El primero es el inmenso campo gravitatorio de Júpiter. Dos gravedades terrícolas y media.
Orloff asintió con la cabeza.
—¡Un buen problema!
—Y el potencial gravitatorio de Júpiter es peor aún, pues a causa de su gran diámetro la intensidad del campo gravitatorio decrece con la distancia a sólo una décima parte de la rapidez con que decrece el campo terrícola. Es un problema tremendo…, pero lo han resuelto.
Orloff se enderezó en el asiento.
—¿Cómo?
—Tienen energía atómica. La gravedad, aunque sea la de Júpiter, no representa nada uriá vez que uno se pone a trabajar en los inestables núcleos atómicos.
Orloff aplastó el cigarrillo con nerviosismo.
—Pero la atmósfera…
—Sí, eso los detiene. Están viviendo en el fondo de un océano atmosférico de casi cinco mil kilómetros, donde la presión comprime el hidrógeno hasta darle casi la densidad del hidrógeno sólido. Conserva el estado gaseoso porque la temperatura de Júpiter está por encima del punto crítico del hidrógeno, pero imagínese una presión capaz de transformar el hidrógeno en algo con la mitad de peso que el agua. Le sorprendería la cantidad de ceros que se necesitan. Ninguna nave espacial, de metal o de otro tipo de materia, resistiría tamaña presión. Ninguna nave terrícola puede descender a Júpiter sin quedar triturada como una cáscara de huevo, y ninguna nave joveana puede abandonar Júpiter sin estallar como una pompa de jabón. Ese problema aún no está resuelto, pero algún día lo resolverán. Tal vez lo resuelvan mañana, tal vez dentro de un siglo o de un milenio. No lo sabemos, pero cuando lo resuelvan nos llevarán ventaja. Y se puede resolver.
—No veo cómo…
—¡Con campos de fuerza! Nosotros los tenemos.
—¡Con campos de fuerza! —Orloff parecía francamente estupefacto, y masculló la palabra una y otra vez—. Los usan como escudo contra los meteoritos las naves que operan en la zona de los asteroides; pero no sé cómo se aplicarían al problema joveano.
—El campo de fuerza común —explicó Birnam— es una débil y enrarecida zona de energía que se extiende a más de ciento cincuenta kilómetros en torno de la nave. Detiene los meteoritos, pero resulta vacío como éter para objetos del tipo de las moléculas de gas. Ahora bien, ¿qué pasaría si se tomara esa misma zona de energía y se la comprimiera, dándole un grosor de unos dos o tres milímetros? Pues que las moléculas rebotarían como pelotas. Y si se usaran generadores más potentes, que comprimieran el campo hasta un cuarto de milímetro, las moléculas rebotarían aun cuando estuvieran bajo la increíble presión de la atmósfera de Júpiter, y si se construyera una nave en su interior…
Dejó la frase en el aire. Orloff estaba pálido.
—¿Quiere decir que es posible lograrlo?
—Le apostaría cualquier cosa a que los joveanos están intentándolo. Y nosotros también, aquí en la Estación Éter.
El delegado colonial acercó su silla a la de Birnam y puso su mano
en la muñeca del ganimediano.
—Por qué no podemos atacar .Júpiter con bombas atómicas? Me refiero a infligirles un castigo. Con esa gravedad y con tanta superficie no podemos errar.
Birnam sonrió.
—Hemos pensado en eso. Pero las bombas atómicas no harían más que abrir orificios en la atmósfera. Y aunque lográramos penetrar, divida la superficie de Júpiter por la superficie afectada por una sola de las bombas y hallará cuántos años necesitaríamos bombardear ese planeta, a un ritmo de una bomba por minuto, para conseguir daños significativos. ¡Júpiter es enorme! ¡No lo olvide! —Se le había apagado el puro, pero no hizo una pausa para encenderlo, sino que continuó con voz baja y tensa—: No, no podemos atacar a los joveanos mientras permanezcan en Júpiter. Debemos esperar a que salgan, y cuando lo hagan nos aventajarán en número. Una ventaja tremenda, sobrecogedora; así que nosotros tendremos que aventajarlos con nuestra ciencia.
—¿Pero cómo podemos saber de antemano lo que van a conseguir? —interrumpió Orloff, con un tono de fascinado horror.
—De ninguna manera. Así que tenemos que perfeccionar todos los recursos posibles y esperar lo mejor. Pero sí sabemos algo que van
a tener, y eso es los campos de fuerza. No podrán salir sin ellos. Y si ellos los tienen nosotros también debemos tenerlos, y ése es el problema que intentamos resolver aquí. No nos garantizarán la victoria, pero sin ellos la derrota es segura. Bien, ya sabe por qué necesitamos el dinero y… algo más. Queremos que la Tierra misma se ponga manos a la obra. Hay que iniciar una campaña para contar con armamento científico y subordinar todo lo demás a ese propósito. ¿Entiende?
Orloff se había puesto de pie.
—Bírnam, estoy con usted, al ciento por ciento. Cuente con mi respaldo en Washington.
Su sinceridad era inequívoca. Birnam aceptó la mano tendida y se la estrechó. En ese momento un hombrecillo entró en la oficina.
El recién llegado habló a borbotones y dirigiéndose únicamente a Birnam.
—¿De dónde sale usted? Estaba tratando de ponerme en contacto. La secretaria me dice que no está y, cinco minutos después, aparece aquí. No lo entiendo.
Se ocupó en las cosas de su escritorio. Birnam sonrió.
—Si tiene un minuto, doctor, salude al delegado colonial Orloff.
El doctor Edward Prosser se irguió como un bailarín de ballet y miró al terrícola de arriba abajo.
—El nuevo, ¿eh? ¿Recibiremos dinero? Lo necesitamos. Estamos trabajando con bajo presupuesto. Aunque tal vez no necesitemos nada. Todo depende.
Volvió a sus cosas. Orloff parecía desconcertado, pero Birnam le guiñó el ojo y Orloff se contentó con mirarlo inexpresivamente a través del monóculo.
Prosser sacó de un cajón una libreta de cuero negro, se desplomó en su silla giratoria y dio una vuelta.
—Me alegra que haya venido, Birnam —dijo, hojeando la libreta—. Tengo algo que mostrarle, a usted y también al delegado Orloff.
—¿Por qué nos hizo esperar? —preguntó Birnam—. ¿Dónde estaba?
—¡Ocupado! ¡Ocupadísimo! Llevo tres noches sin dormir. —Levantó la vista, y su rostro pequeño y arrugado se sonrojó de placer—. Todo se aclaró de golpe. Como un rompecabezas. Nunca había visto nada igual. Nos tenía en vilo, se lo aseguro.