Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
—Déjalas.
—No.
Colgué. Pero al colgar pensé qué cómodo sería tener un robot que pudiera corregir las galeradas por mí. De inmediato dejé de revisarlas, pues se me había ocurrido un cuento. Lo encontraréis aquí como «Galeote».
Mi cuento favorito en esta compilación es «El hombre bicentenario». Poco antes de iniciarse el año 1976, el del bicentenario de Estados Unidos, una revista me pidió que escribiera un cuento con ese título.
—¿Acerca de qué? —pregunté.
—Acerca de cualquier cosa. Sólo tenemos el título.
Reflexioné. Ningún hombre puede ser bicentenario, pues no vivimos doscientos años. Podría ser un robot, pero un robot no es un hombre. ¿Por qué no un cuento sobre un robot que desea ser hombre? De inmediato comencé «El hombre bicentenario», que terminó por ganar un premio Hugo y un Nébula.
En cierta ocasión, mi querida esposa Janet tenía un fuerte dolor de cabeza, pero aun así se sintió obligada a prepararle la cena a su amante esposo. Resultó ser una cena exquisita y —como soy un amante esposo— comenté:
—Deberías tener jaquecas más a menudo.
Y ella me arrojó alguna cosa y yo escribí el cuento «Versos luminosos».
Un joven colega murió en 1958 y le hicieron una simpática nota necrológica en el
New York Times
. Fue en aquellos viejos tiempos en que los escritores de ciencia ficción no gozaban de gran notoriedad. Me puse a cavilar si, cuando yo pasara a la gran máquina de escribir del cielo, el
New York Times
se dignaría mencionarme a mí también. Hoy sé que lo hará, pero entonces no lo sabía. Así que tras muchas cavilaciones escribí «Necrológica».
Una vez tuve una discusión acalorada con el director de una revista. Él deseaba que yo introdujera una modificación en un cuento y yo me negaba; no por pereza, sino porque pensaba que estropearía el cuento. Al final, se salió con la suya (como es habitual), pero yo me desquité escribiendo «El dedo del mono», que es una buena descripción de lo que sucedió.
La directora de una publicación me pidió una vez que escribiera un cuento sobre un robot femenino, pues hasta aquel momento todos mis robots eran masculinos. Acepté sin objeciones y escribí «Intuición femenina». Lo que mejor recuerdo de ese cuento es que no entendí que la mujer lo quería para ella. Creí que me estaba dando un consejo desinteresado. En consecuencia, cuando terminé el cuento y otro director me pidió uno con toda urgencia, me dije: Pues ya lo tengo. Y cuando la directora se enteró recibí una lluvia de insultos.
Algunos cuentos surgen cuando otra persona hace un comentario casual. Cuentos tales como «Reunámonos» y «Lluvia, lluvia, aléjate» son ejemplos de ello. No me siento culpable por inspirarme en frases ajenas. Ya que los demás no van a hacer nada con ellas, ¿por qué no usarlas?
Pero lo cierto es que los cuentos surgen de cualquier cosa. Sólo hay que mantener los ojos y los oídos abiertos y la imaginación en marcha. Una vez, durante un viaje en tren, mi primera esposa me preguntó de dónde sacaba las ideas, y respondí:
—De cualquier parte. Puedo escribir un cuento sobre este viaje en tren. —Y comencé a escribir a mano.
Pero ese cuento no figura en este volumen.
I
SAAC
A
SIMOV
“Not Final!”
Nicholas Orloff se caló el monóculo en el ojo izquierdo con la rectitud británica de un ruso educado en Oxford y dijo en tono de reproche:
—¡Pero, mi querido señor secretario, quinientos millones de dólares!
Leo Birnam se encogió de hombros y echó aún más atrás en la silla su cuerpo delgado.
—Los fondos son necesarios, delegado. El Gobierno del Dominio de Ganimedes está desesperado. Hasta ahora he podido mantenerlo a raya, pero soy sólo secretario de Asuntos Científicos y mis poderes son limitados.
—Lo sé, pero… —Orloff extendió las manos en un ademán de impotencia.
—Me lo imagino —convino Birnam—. Al Gobierno del Imperio le resulta más fácil hacer la vista gorda. Hasta ahora no ha hecho otra cosa. Hace años que intento hacerles comprender la naturaleza del peligro que se cierne sobre todo el sistema, pero parece imposible. No obstante, recurro a usted, señor delegado. Usted es nuevo en su puesto y puede encarar este asunto joveano sin prejuicios de ningún tipo.
Orloff tosió y se miró las puntas de las botas. En los tres meses que llevaba actuando como sucesor del delegado colonial Gridley había dado carpetazo, sin leerlo, a todo lo relacionado con «esos malditos delirios joveanos». Tal actitud concordaba con la política ministerial, que calificó el problema joveano como «asunto cerrado» mucho antes de que él iniciara su gestión.
Pero, dado que Ganimedes había empezado a fastidiar, lo enviaban a él a jovópolis con instrucciones de contener a aquellos «condenados provincianos». Era un asunto feo.
—El Gobierno del Dominio necesita tanto el dinero —señaló Birnam— que si no lo consigue hará público todo el asunto.
Orloff perdió toda su flema y se echó mano al monóculo, que se le caía.
—¡Querido amigo!
—Sé lo que eso significaría y me han aconsejado no hacerlo, pero hay una justificación. Una vez que se revelen los entresijos del asunto joveano, una vez que la gente se entere, el Gobierno del Imperio no durará ni una semana. Y cuando intervengan los tecnócratas nos darán todo lo que pidamos. La opinión pública se encargará de ello.
—Pero también provocarán el pánico y la histeria…
—¡Por supuesto! Por eso vacilamos. Considérelo un ultimátum. Queremos mantener el secreto, necesitamos guardar el secreto; pero más necesitamos el dinero.
—Entiendo. —Orloff estaba pensando a toda prisa y sus conclusiones no eran agradables—. En ese caso, sería aconsejable investigar más. Si usted tiene los papeles concernientes a las comunicaciones con el planeta Júpiter…
—Los tengo —confirmó secamente Birnam—, y también los tiene el Gobierno del Imperio en Washington. Eso no servirá, delegado. Es lo mismo que los funcionarios terrícolas vienen rumiando desde hace un año y no nos ha llevado a ninguna parte. Quiero que usted me acompañe a la Estación Éter.
El ganimediano se había levantado de la silla y miraba a Orloff fijamente desde su imponente altura.
—¿Se atreve a darme órdenes? —preguntó Orloff, sonrojándose.
—En cierto modo, sí. Insisto, no queda tiempo. Si usted se propone actuar hágalo pronto o no lo haga. —Hizo una pausa y añadió—: Espero que no le importe caminar. Los vehículos de energía no pueden aproximarse a la Estación Éter, por lo general, y aprovecharé la caminata para explicarle la situación. Son sólo tres kilómetros.
—Caminaré —fue la brusca respuesta.
Ascendieron al nivel subterráneo en silencio, que rompió Orloff cuando entraron en la antesala, débilmente iluminada.
—Hace frío aquí.
—Lo sé. Es difícil mantener una buena temperatura tan cerca de la superficie. Pero hará más frío en el exterior. Aquí es.
Birnam abrió la puerta de un armario y le indicó los trajes que colgaban del techo.
—Póngase esto. Lo necesitará.
Orloff palpó el traje con ciertas reservas.
—¿Tienen peso suficiente?
Birnam se puso su traje mientras hablaba.
—Tienen calefacción eléctrica, así que abrigan bastante. Eso es. Meta las perneras dentro de las botas y ajústelas bien.
Se volvió y con un resoplido levantó de un rincón del armario un cilindro de gas doblemente comprimido. Echó una ojeada al cuadrante de lectura y giró la llave de paso. Se oyó el siseo del gas y Birnam lo olfateó con satisfacción.
—¿Sabe manejar esto? —preguntó, mientras enroscaba un tubo flexible de malla metálica, en cuyo otro extremo había un extraño objeto curvo de vidrio grueso y claro.
—¿Qué es?
—¡La máscara de oxígeno! La escasa atmósfera de Ganimedes se compone de argón y de nitrógeno a partes iguales. No es demasiado respirable.
Levantó el cilindro doble en la posición y lo ajustó en el arnés de la espalda de Orloff, haciéndole tambalearse.
—Es pesado. No puedo caminar tres kilómetros con esto encima.
—No pesará ahí fuera. —Birnam señaló con la cabeza hacia arriba y bajó la máscara de vidrio sobre la cabeza de Orloff—. Acuérdese de inhalar por la nariz y exhalar por la boca, y no tendrá ningún problema. A propósito, ¿ha comido hace poco?
—Almorcé antes de ir a su casa.
Birnam resopló.
—Bien, es un pequeño inconveniente. —Sacó un estuche de metal del bolsillo y se lo dio al delegado—. Póngase una de esas píldoras en la boca y chúpela constantemente.
Orloff movió con torpeza sus dedos enguantados y al fin logró sacar del estuche una píldora de color marrón y metérsela en la boca. Siguió a Birnam hasta una rampa en declive. El extremo cerrado del corredor se deslizó a ambos lados y hubo un susurro apagado cuando el aire se dispersó por la escasa atmósfera de Ganimedes.
Birnam agarró del codo a su acompañante y prácticamente lo sacó a rastras.
—Le he puesto el tanque al máximo —gritó—. Inhale profundamente y no deje de chupar la píldora.
La gravedad volvió a la normalidad de Ganimedes en cuanto cruzaron el umbral y tras un instante de aparente levitación Orloff sintió que se le revolvía el estómago.
Tuvo una arcada y movió la píldora con la lengua en un desesperado intento de dominarse. La mezcla de los cilindros de aire, rica en oxígeno, le quemaba la garganta; poco a poco Ganimedes se estabilizó. Orloff notó que su estómago se normalizaba. Intentó caminar.
—Tómelo con calma —le recomendó Birnam en tono tranquilizador—. Es una reacción normal las primeras veces en que hay un cambio brusco de gravedad. Camine despacio y rítmicamente, o de lo contrario se caerá. Eso es, lo está logrando.
El suelo parecía elástico. Orloff sentía la presión del brazo del otro, sujetándolo a cada paso para evitar que diera un brinco demasiado alto. Iba dando pasos más largos y más bajos a medida que encontraba el ritmo. Birnam siguió hablando, con la voz un poco sofocada por el barboquejo de cuero que le cubría la boca y la barbilla:
—Cada uno en su mundo. Visité la Tierra hace unos años, con mi esposa, y lo pasé muy mal. No conseguía aprender a caminar por la superficie de un planeta sin usar máscara. Me sofocaba. La luz del sol era demasiado brillante, el cielo demasiado azul y la hierba demasiado verde. Y los edificios estaban en plena superficie. Nunca olvidaré la vez que intentaron hacerme dormir en una habitación que estaba a veinte pisos de altura, con la ventana abierta de par en par y la luna brillando. Me subí en la primera nave espacial que iba en mi dirección y no pienso volver. ¿Cómo se siente ahora?
—¡Magnífico! ¡Espléndido!
Una vez desaparecida la incomodidad inicial, Orloff se sentía estimulado por la baja gravedad. El terreno escabroso, bañado en una luz líquida y amarilla, se encontraba cubierto de arbustos bajos y hojas anchas, que indicaban el pulcro orden de una parcela cuidada. Birnam le ofreció la respuesta a la pregunta tácita:
—Hay dióxido de carbono suficiente para mantener vivas las plantas y todas tienen capacidad para fijar el nitrógeno de la atmósfera. Por eso, la agricultura es la principal industria de Ganimedes. Esas plantas valen su peso en oro, tanto como los fertilizantes en la Tierra, y duplican o triplican su valor como origen de medio centenar de alcaloides que no se pueden obtener en ninguna otra parte del sistema. Y, desde luego, cualquiera sabe que la hoja-verde de Ganimedes es muy superior al tabaco terrícola.
Un estratocohete zumbó en lo alto, estridente en la escasa atmósfera, y Orloff miró hacia arriba.
Se paró, se paró en seco; y se olvidó de respirar.
Era la primera vez que. veía Júpiter en el cielo.
Una cosa era ver la fría y cruda imagen de Júpiter contra el trasfondo de ébano del espacio. A novecientos sesenta mil kilómetros ya era bastante majestuoso; pero en Ganimedes, despuntando por encima de los cerros, con contornos más suaves y desdibujados por la tenue atmósfera, brillando dulcemente en un cielo rojo donde sólo unas estrellas fugitivas se atrevían a competir con el gigante… No había palabras para describirlo.
En principio, Orloff contempló ese disco convexo en silencio. Era gigantesco, treinta y dos veces el diámetro aparente del sol tal como se veía desde la Tierra. Sus franjas destacaban en acuosas pinceladas de color contra el fondo amarillento, y la Gran Mancha Roja aparecía como una salpicadura ovalada y anaranjada cerca del borde occidental.
—¡Es bellísimo! —murmuró.
Leo Bírnam también lo miraba, pero su actitud no era de admiración reverente, sino de aburrida rutina ante un espectáculo frecuente, y además expresaba repugnancia. El barboquejo le ocultaba la sonrisa crispada, pero la presión que ejercía sobre el brazo de Orloff dejaba magulladuras a través de la tosca tela del traje.
—Es el espectáculo más horrendo del sistema.
Pronunció esas palabras muy lentamente, y Orloff, de mala gana, volvió su atención hacia él.
—¿Eh? —y añadió con desagrado—: Ah, sí, esos misteriosos joveanos.
El ganimedíano se alejó irritado y echó a andar a zancadas de cuatro metros. Orloff lo siguió torpemente, manteniendo el equilibrio con dificultad.
—Aguarde —jadeó.
Pero Birnam no le escuchaba.
—Los terrícolas se pueden permitir el lujo de ignorar Júpiter —masculló con amargura—. No saben nada sobre él. Es apenas un punto en el cielo de la Tierra, una cagadita de mosca. Los terrícolas no viven en Ganimedes, con la presencia de ese maldito coloso que nos acecha. A quince horas de aquí… y sólo Dios sabe qué oculta en la superficie. Algo que espera y espera y trata de salir. ¡Como una bomba gigantesca a punto de estallar!
—¡Pamplinas! —logró articular Orloff—. Por favor, vaya más despacio. No puedo seguir su ritmo.
Birnam aminoró la marcha.
—Todos saben que Júpiter está habitado —rezongó—, pero prácticamente nadie se detiene a pensar en lo que eso significa. Le aseguro que esos joveanos, sean lo que fueren, han nacido para mandar. ¡Son los amos naturales del sistema solar!
—Pura histeria —murmuró Orloff—. Hace un año que el Gobierno del Imperio oye esas patrañas.
—Y nadie nos escucha. ¡Bien, entérese! Júpiter, descontando el grosor de su colosal atmósfera, tiene ciento treinta mil kilómetros de diámetro. Eso significa que posee una superficie cien veces superior a la terrícola y cincuenta veces mayor que la de todo el Imperio Terrícola. Su población, sus recursos y su potencial bélico siguen esa proporción.