Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
—Lo hice, gran pedazo de masílla —gruñó Sefan—, pero no registró nada. ¡No registró nada! ¿Qué esperabas de un cacharro de segunda mano y alquilado por doscientos créditos? Atravesó la pantalla como si fuera éter.
—¡Cállate! —Tubal abrió el compartimento de los trajes y refunfuñó—: Son todos modelos de Arcturus. Debí haberlo revisado. ¿Puedes ponerte uno, Sefan?
—Tal vez.
El vegano se rascó la oreja dubitativamente.
Cinco minutos después Tubal entraba en la cámara de presión y Sefan lo seguía, tambaleante. Tardaron media hora en regresar.
Tubal se quitó el casco.
—¡Fin del trayecto!
Wri Forase se asustó.
—¿Quieres decir que… no hay nada que hacer?
El arcturiano sacudió la cabeza.
—Podemos repararlo, pero llevará tiempo. La radio está estropeada, así que no podemos conseguir ayuda.
—¡Ayuda! —exclamó Forase—. ¡Lo que nos faltaba! ¿Cómo explicaríamos nuestra presencia en el sistema de Spica? Llamar por radio sería como suicidarnos. Mientras podamos regresar sin ayuda, estaremos a salvo. Perdernos algunas clases no nos perjudicará tanto.
—¿Y qué hacemos con esos asustados terrícolas que dejamos en Spica Cuatro? —intervino Sefan.
Forase abrió la boca, pero no dijo una palabra. La cerró de nuevo. Si alguna vez un humanoide pareció trastornado, ése era Forase.
Y era sólo el principio.
Tardaron un día y medio en desmantelar las conexiones de potencia de la destartalada nave espacial. Tardaron dos días más en desacelerar hasta alcanzar un punto de inflexión seguro. Tardaron cuatro días en regresar a Spica Cuatro. Ocho días en total.
Cuando la nave descendió en el sitio donde habían abandonado a los terrícolas, era media mañana y Tubal puso cara larga mientras escudriñaba la zona por la pantalla. Poco después rompió un silencio que se había vuelto pegajoso.
—Creo que hemos metido la pata al máximo. Los dejamos en las inmediaciones de una aldea nativa. No hay rastros de los terrícolas.
Sefan sacudió la cabeza, acongojado.
—Esto me huele mal.
Tubal hundió la cabeza en sus largos brazos.
—Es el fin. Si no se murieron del susto, los pillaron los nativos. Introducirse en sistemas solares prohibidos es bastante grave, pero esto es homicidio.
—Lo que tenemos que hacer —opinó Sefan— es bajar para averiguar si aún están con vida. Al menos les debemos eso. Después…
Tragó saliva. Forase redondeó la frase:
—Después de eso, expulsión de la universidad, revisión psíquica… y trabajos manuales de por vida.
—¡Olvidaos de eso! —bramó Tubal—. Nos enfrentaremos a ello cuando llegue el momento.
La nave descendió lentamente y se posó en el claro rocoso donde ocho días antes habían dejado a los diez terrícolas.
—¿Cómo nos las arreglaremos con estos nativos? —Tubal se volvió hacia Forase, enarcando las cejas (que eran lampiñas, por supuesto)—. Vamos, hijo, enséñame algo de psicología subhumanoide. Sólo somos tres y no quiero problemas.
Forase se encogió de hombros y arrugó su rostro velludo en un gesto de perplejidad.
—Estaba pensando en eso, Tubal. No sé nada.
—¿Qué? —exclamaron Sefan y Tubal.
—Nadie lo sabe —añadió en seguida el denebiano—. Así están las cosas. A fin de cuentas, no permitimos que los subhumanoides ingresen en la Federación hasta que no están plenamente civilizados, y mientras los mantenemos en cuarentena. ¿Creéis que existen muchas oportunidades de estudiar su psicología?
El arcturiano se desplomó en el asiento.
—Esto va cada vez mejor. Piensa, cara velluda. ¡Sugiere algo!
Forase se rascó la cabeza.
—Bien…, esto…, lo mejor que podemos hacer es tratarlos como humanoides normales. Si nos acercamos despacio, con las palmas extendidas, sin hacer movimientos bruscos y conservando la calma, todo debería salir bien. Debería. No puedo tener ninguna certeza.
—En marcha, y al cuerno con la certeza —se impacientó Sefan—. Ya no importa mucho, de todos modos. Si me liquidan aquí, no tendré que regresar a casa. —Su rostro adquirió una expresión compungida—. Cuando pienso en lo que dirá mi familia…
Salieron de la nave y olieron la atmósfera del cuarto planeta de Spica. El sol estaba en el meridiano y se erguía en el cielo como una gran pelota anaranjada. En los bosques graznó un pájaro. Los rodeó un absoluto silencio.
—¡Vaya! —dijo Tubal, los brazos en jarras.
—Es para dormir a cualquiera. No hay señales de vida. ¿Hacia dónde queda la aldea?
Hubo tres opiniones distintas, pero la discusión no duró mucho. El arcturiano, seguido con desgana por los otros dos, bajó por la cuesta y se dirigió hacia el bosque.
Se habían internado unos metros cuando los árboles cobraron vida y una oleada de nativos se descolgó silenciosamente de las ramas. Wri Forase cayó el primero bajo la avalancha. Bill Sefan tropczó, reSistló unos instantes y se derrumbó con un gruñido.
Sólo el corpulento Myron Tubal quedaba en pie. Con las piernas separadas y gritando roncamente daba puñetazos a diestro y siniestro. Los asaltantes nativos rebotaban en él como gotas de agua en un remolino. Organizando su defensa según el principio del molino de viento, Tubal retrocedió hasta un árbol.
Y ése fue su error. En la rama más baja de aquel árbol se encontraba acuclillado un nativo más cauto y más inteligente que sus compañeros. Tubal ya había notado que los nativos poseían colas robustas y musculosas. De todas las razas de la galaxia, sólo había otra que tuviera cola, el homo gamma cepheus. Pero lo que no notó fue que las colas eran prensiles.
Lo descubrió muy pronto, pues el nativo de la rama bajó la suya, rodeó el cuello de Tubal y la contrajo.
El arcturiano forcejeó ferozmente y el atacante cayó del árbol. Colgado cabeza abajo y meciéndose bruscamente, el nativo mantuvo su posición y apretó la cola con fuerza.
Tubal perdió el conocimiento. Estaba ya inconsciente antes de tocar el suelo.
Recobró el sentido lentamente, sintiendo una irritante rigidez en el cuello. Trató en vano de darse unas friegas y tardó unos segundos en comprender que se encontraba fuertemente maniatado. Eso lo despabiló. Primero notó que se hallaba de bruces, después oyó la espantosa algarabía que lo rodeaba, luego vio que Sefan y Forase estaban maniatados cerca de él y por último se dio cuenta de que no podía romper las ligaduras.
—¡Sefan, Forase! ¿Podéis oírme?
Sefan respondió con alegría.
—¡Vieja cabra draconiana! Pensamos que te habían liquidado.
—No es fan fácil acabar conmigo —gruñó—. ¿Dónde estamos?
Hubo una breve pausa.
—En la aldea nativa, supongo —contestó Wri Forase—. ¿Alguna vez habéis oído tanto estrépito? Ese tambor no ha callado un instante desde que nos arrojaron aquí.
—¿Habéis sabido algo de…?
Unas manos le hicieron dar la vuelta. Se encontró sentado, y el cuello le dolía más que nunca. Improvisadas chozas de bálago y troncos verdes relucían bajo el sol de la tarde. Los rodeaba un círculo de nativos de tez oscura y cola larga, que los observaban en silencio. Debían de ser centenares y todos usaban tocados de plumas y empuñaban lanzas cortas y de punta pérfidamente curva.
Los nativos miraban hacia las figuras que estaban misteriosamente acuclilladas en primera fila y Tubal volvió hacia ellas sus ojos airados. Era obvio que se trataba de los jefes de la tribu. Vestían prendas de piel mal curtida, llamativas y con flecos, y realzaban su aspecto bárbaro con altas máscaras de madera pintadas con caricaturas del rostro humano.
A pasos lentos, el horror enmascarado que estaba más cerca de los humanoides se aproximó.
—Hola —dijo, y se quitó la máscara—. ¿Ya habéis vuelto?
Tubal y Sefan se quedaron callados un buen rato, mientras Wri Forase sufría un ataque de tos. Finalmente, Tubal inspiró profundamente y pudo hablar:
—Eres uno de los terrícolas, ¿verdad?
—Así es. Me llamo Al Williams, pero podéis llamarme Al.
—¿Aún no te han matado?
Williams sonrió.
—No han matado a ninguno de nosotros. Por el contrario. —Y añadió, haciendo una reverencia exagerada—: Caballeros, os presento a los nuevos dioses de la tribu.
—¿Los nuevos qué? —se asombró Forase, que seguía tosiendo.
—Pues… dioses. Lo lamento, pero no sé cómo se dice dios en galáctico.
—¿Qué representáis los… dioses?
—Somos entidades sobrenaturales…, objetos de adoración. ¿Entendéis? —Los humanoides lo miraron de mal humor—. Sí, en efecto, somos personas con un gran poder.
—¿De qué estás hablando? —exclamó Tubal indignado—. ¿Por qué iban a atribuiros grandes poderes? Los terrícolas no tenéis un físico privilegiado.
—Se trata de una cuestión psicológica —explicó Williams—. Si nos ven descender en un gran vehículo reluciente, que viaja misteriosamente por el aire y luego desaparece escupiendo llamas, es lógico que nos consideren sobrenaturales. Psicología salvaje y de lo más elemental. —Forase miraba a Williams con ojos desorbitados—. A propósito, ¿qué os ha hecho tardar tanto? Nosotros supisimos que se trataba de una novatada. Y eso era, ¿o no?
—Oye —intervino Sefan—, creo que pretendes engañarnos. Si a vosotros os consideran dioses, ¿qué piensan de nosotros? También hemos llegado en la nave y…
—Ahí es donde empezamos a meter cizaña. Les explicamos, mediante dibujos y gestos, que vosotros erais demonios. Cuando al fin regresasteis, y vaya si nos alegró ver que volvíais, ellos sabían ya qué hacer.
—¿Qué significa demonios? —preguntó Forase, con un cierto temor.
Williams suspiró.
—¿Es que no sabéis nada?
Tubal movió lentamente el cuello dolorido.
—¿Qué te parece si nos soltáis? —rezongó—. Tengo el cuello entumecido.
—¿Qué prisa tienes? A fin de cuentas, os trajeron aquí para sacrificaros en nuestro honor.
—¡Sacrificarnos!
—Claro. Os cortarán con cuchillos.
Se hizo un horrorizado silencio.
—¡No nos vengas con pamplinas! —vociferó Tubal—. No somos terrícolas que se dejan vencer por el pánico.
—Oh, eso ya lo sabemos. Jamás intentaría engañaros. Pero la psicología simple y vulgar del salvaje siempre busca un pequeño sacrificio humano y…
Sefan se retorció dentro de sus ligaduras e intentó arrojarse contra Forase.
—¡Dijiste que nadie sabía nada de psicología subhumana! ¡Tratabas de justificar tu ignorancia, arrugado y velludo hijo de un mestizo lagarto vegano! ¡En buena nos has metido!
Forase se echó para atrás.
—¡Eh, un momento! Yo sólo…
Williams decidió que la broma había ido demasiado lejos.
—Calmaos. Vuestra ingeniosa novatada os ha estallado, y de qué modo, en toda la cara, pero no iremos tan lejos. Creo que ya nos hemos divertido bastante a costa vuestra. Sweeney está hablando con el jefe de los nativos para explicarle que nos marchamos y os llevamos con nosotros. Francamente, me alegrará salir de aquí. Esperad, Sweeney me llama.
Cuando Williams regresó dos segundos después, tenía una expresión rara y estaba un poco pálido. De hecho, se ponía cada vez más lívido.
—Parece ser —dijo, tragando saliva— que nuestra contranovatada nos ha estallado en el rostro a nosotros. El jefe nativo insiste en el sacrificio.
Se impuso un silencio mientras los tres humanoides reflexionaban sobre la situación. Por unos segundos nadie pudo articular palabra.
—Le he pedido a Sweeney —añadió Willíams, abatido— que advierta al jefe que si no hace lo que decimos le ocurrirá algo terrible a su tribu. Pero es una bravuconada y quizá no se la crea. Bien, lo lamento, amigos. Supongo que hemos ido demasiado lejos. Si las cosas se ponen feas, os liberaremos y lucharemos a vuestro lado.
—Libéranos ahora —gruñó Tubal, sintiendo un frío en la sangre—. ¡Terminemos con esto!
—¡Aguarda! —exclamó Forase—. Que el terrícola use su psicología. Vamos, terrícola. ¡Piensa en algo!
Williams pensó hasta dolerle el cerebro.
—Mirad —murmuró—, perdimos parte de nuestro prestigio divino cuando no pudimos curar a la esposa del jefe. Falleció ayer. —Movió la cabeza con aire abstraído—. Lo que necesitamos es un milagro que impresione. Esto… ¿No tenéis nada en los bolsillos?
Se arrodilló y los registró. Wri Forase tenía una pluma, una libreta, un peine de púas finas, unos polvos contra los picores, un fajo de billetes y algunos otros objetos diversos. Sefan llevaba una similar variedad de artículos.
Del bolsillo de Tubal, Williams logró extraer un objeto pequeño, muy parecido a un arma y con una enorme empuñadura y un cañón corto.
—¿Qué es esto?
Tubal frunció el ceño.
—¿En eso he estado sentado todo el tiempo? Es un soldador que usé para reparar un impacto de meteorito en la nave. No sirve de mucho; casi no tiene energía.
Los ojos de Williams se iluminaron. El cuerpo se le electrizó de entusiasmo.
—¡Eso crees tú! Los hombres de la galaxia no veis más allá de vuestras narices. ¿Por qué no visitáis la Tierra un tiempo para obtener una nueva perspectiva?
Echó a correr hacia sus cómplices en la conspiración.
—¡Sweeney —aulló—, dile a ese jefe con cola de mono que dentro de un segundo me enfadaré y el cielo le caerá en la cabeza! ¡Muéstrate severo!
Pero el jefe no esperó al mensaje. Hizo un gesto desafiante y todos los nativos atacaron al unísono. Tubal rugió, y sus músculos crujieron contra las ligaduras. Williams encendió el soldador y la débil llama destelló.
La choza nativa más cercana estalló en llamas. Siguió otra, y otra, y una cuarta; y el soldador se apagó.
Pero era suficiente. No quedaba ningún nativo en pie. Todos estaban tendidos de bruces, gimiendo e implorando perdón. El jefe gemía e imploraba más que nadie.
—Dile al jefe —le indicó Williams a Sweeney— que ha sido apenas una insignificante muestra de lo que pensamos hacerle. —A los humanoides, mientras cortaba las ligaduras de cuero no curtido, les explicó con paternalismo—: Conocimiento elemental de la psicología de los salvajes.
Forase recobró su aplomo sólo cuando estuvieron de vuelta en la nave y en el espacio.
—Yo creía que los terrícolas no habíais desarrollado la psicología matemática. ¿Cómo sabías tanto sobre los subhumanoides? Nadie en la galaxia ha llegado tan lejos.
—Bien —sonrió Williams—, tenemos cierto conocimiento práctico sobre el funcionamiento de la mente incivilizada. Venimos de un mundo donde la mayoría de la gente, por así decirlo, sigue estando incivilizada. ¡No nos queda otro remedio que saber!