Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
—Tres cosas me molestan en ese idiota sin cerebro. Primero, no me gusta que interfiera el Gobierno. Segundo, no me gusta que un extraño ande olisqueando cuando estamos al borde del mayor descubrimiento de la historia de la psicología. Tercero, ¿qué cuernos quiere?, ¿qué está buscando?
—No lo sé.
—¿Qué podría andar buscando? ¿Ha pensado usted en ello?
—Francamente, no me importa. Yo que usted lo ignoraría.
—¿Eso haría usted? ¿Usted cree que esta intromisión del Gobierno es algo que simplemente se debe ignorar? Supongo que ya sabrá que ese Murry se hace llamar psicólogo.
—Lo sé.
—Y supongo que sabe que ha mostrado un gran interés por todo lo que hacemos.
—Yo diría que eso es lógico.
—¡Ohi ¿Y sabe además…? —Bajó la voz de repente—: Murry está en la puerta. Ojo con lo que dice.
Wynne Murry saludó con una sonrisa, pero el presidente del Consejo se limitó a hacer un movimiento seco con la cabeza.
—Bien —dijo Murry con arrogancia—, ¿saben que he permanecido en vela cuarenta y ocho horas? Tienen ustedes aquí algo importante. Algo grande.
—Gracias.
—No, no. Hablo en serio. El mundo robótico existe.
—¿Usted creía que no?
El subsecretario se encogió de hombros afablemente.
—Uno profesa cierto escepticismo natural. ¿Cuáles son sus planes para el futuro?
El presidente del Consejo masticó las palabras una por una:
—¿Por qué lo pregunta?
—Para ver sí concuerdan con los míos.
—¿Y cuáles son los suyos?
El subsecretario sonrió.
—No, no. Tiene usted prioridad. ¿Cuánto tiempo se propone permanecer aquí?
—Lo necesario para contar con un buen enfoque de los documentos involucrados.
—Eso no es una respuesta. ¿Qué significa «contar con un buen enfoque»?
—No tengo la menor idea. Podría llevar años.
—Oh, maldición.
El presidente del Consejo enarcó las cejas en silencio. El subsecretario se miró las uñas.
—Entiendo que sabe dónde está el mundo robótico.
—Naturalmente. Theor Realo estuvo allí. Hasta ahora su información ha resultado ser muy precisa.
—Correcto. El albino. Bien, ¿por qué no ir allí?
—¿Allí? ¡Imposible!
—¿Por qué?
—Mire —contestó el presidente del Consejo, conteniendo su impaciencia—, usted no está aquí invitado por nosotros ni le estamos pidiendo que nos diga qué debemos hacer, pero para demostrarle que no busco pelea le haré una exposición metafórica de nuestro caso. Suponga que nos dieran una enorme y compleja máquina, basada en principios y en materiales sobre los cuales no supiéramos nada. Es tan enorme que ni siquiera distinguimos la relación entre las partes, y mucho menos el propósito del todo. Ahora bien, ¿usted me aconsejaría que comenzara a atacar las delicadas y misteriosas piezas móviles de la máquina con un rayo detonador antes de saber de qué se trata?
—Entiendo a qué se refiere, pero actúa usted como un místico. La metáfora es rebuscada.
—En absoluto. Estos robots positrónicos se construyeron según unas pautas que aún desconocemos y para seguir unas pautas que ignoramos por completo. Sólo sabemos que los robots estaban en total aislamiento, con el fin de que forjaran su destino por sí mismos. Destruir ese aislamiento sería destruir el experimento. Si vamos allá en tropel e introducimos factores nuevos y no previstos, provocando así reacciones inesperadas, todo se echará a perder. La menor perturbación…
—¡Pamplinas! Theor Realo ya estuvo allí.
El presidente del Consejo perdió los estribos:
—¿Cree que no lo sé? ¿Cree que eso habría ocurrido si ese maldito albino no hubiera sido un fanático ignorante sin el menor conocimiento de psicología? ¡La galaxia sabrá qué daños ha causado ese idiota!
Hubo un silencio. El subsecretario se dio unos golpecitos en los dientes con la uña.
—No sé…, no sé. Pero, realmente, debo averiguarlo. Y no puedo esperar años.
Se marchó, y el presidente del Consejo se volvió enfurecido hacia Brand.
—¿Y cómo le impediremos que vaya al mundo robótico si desea hacerlo?
—No sé cómo podrá ir si no se lo permitimos. Él no encabeza la expedición.
—¿Ah, no? Pues de eso iba a hablarle cuando él entró. Diez naves de la flota han descendido en Dorlis desde que llegamos.
—¿Qué?
—Lo que oye.
—¿Pero para qué?
—Eso, hijo, es lo que yo tampoco entiendo.
—¿Le molesta si entro? —preguntó amablemente Wynne Murry, y Theor Realo levantó alarmado la vista del fárrago de papeles que tenía sobre el escritorio.
—Entre. Le despejaré una silla.
Hecho un manojo de nervios, quitó los papeles de un asiento. Murry se sentó y cruzó sus largas piernas.
—¿También usted cumple una tarea aquí?
Señaló el escritorio. Theor sacudió la cabeza y sonrió. Casi automáticamente juntó los papeles y los puso boca abajo.
En los últimos meses, desde que había regresado a Dorlis en compañía de un centenar de psicólogos con diversos grados de renombre, se sentía cada vez más excluido. Ya no había espacio para él. No cumplía ninguna función, salvo la de responder a preguntas sobre el mundo robótico que sólo él había visitado. Y hasta parecía molestarles que hubiera ido él en vez de un científico competente.
Era para estar resentido; aunque, de una forma u otra, así había sido siempre.
—¿Cómo dice?
No había prestado atención al siguiente comentario de Murry.
—Digo que es sorprendente que no le asignen una tarea —repitió el subsecretario—. Usted realizó el descubrimiento, ¿verdad?
—Sí, pero se me fue de las manos. Me superó.
—Sin embargo, estuvo usted en el mundo robótico.
—Dicen que fue un error. Que pude haberlo estropeado todo.
Murry hizo una mueca.
—Creo que están molestos porque consiguió mucha información de primera mano que ellos no tienen. No se deje amilanar por sus pomposos títulos. Un lego con sentido común es mejor que un especialista ciego. Usted y yo (y yo también soy un lego) tenemos que defender nuestros derechos. Tenga, tome un cigarrillo.
—No fum… Gracias, aceptaré uno. —El albino empezaba a cobrar simpatía por ese hombre esbelto. Puso los papeles boca arriba y encendió el cigarrillo, aunque con dificultades. Trató de contener la tos—. Veintincinco años —comentó lentamente.
—¿Me contestaría a unas preguntas sobre ese mundo?
—Supongo. Siempre me preguntan sobre eso. ¿Y no sería mejor que se lo preguntara a ellos? Ya deben de tener todo resuelto.
Sopló el humo a la mayor distancia posible.
—Francamente, ni siquiera han empezado, y yo quiero la información sin el añadido de una engorrosa traducción psicológica. Ante todo, ¿qué clase de gente, o qué clase de cosas, son estos robots? No tendrá una foto de alguno, ¿verdad?
—Pues no. No me agrada tomar fotos. Pero no son cosas. Son gente.
—¿De veras? ¿Tienen aspecto de personas?
—Sí…, en general. Externamente al menos. Conseguí algunos estudios microscópicos de la estructura celular. Los tiene el presidente del Consejo. Por dentro son distintos, muy simplificados. Pero uno jamás se enteraría. Son interesantes… y agradables.
—¿Son más simples que las otras formas de vida del planeta?
—Oh, no. Es un planeta muy primitivo. Y… —Se vio interrumpido por una tos espasmódica y apagó el cigarrillo tan disimuladamente como pudo—. Tienen una base protoplasmática. No creo que sepan que son robots.
—No, ya supongo que no. ¿Qué me dice de su nivel científico?
—No sé. Nunca tuve oportunidad de verlo. Y todo era tan diferente… Supongo que se necesitaría un experto para entenderlo.
—¿Tenían máquinas?
El albino se sorprendió.
—Pues claro. Muchas, de todo tipo.
—¿Ciudades grandes?
—¡Sí!
El subsecretario entornó los párpados.
—Y usted les tomó simpatía. ¿Por qué?
Theor Realo reaccionó bruscamente.
—Yo qué sé. Simplemente eran simpáticos. Nos entendíamos. No me fastidiaban. No sé la razón exacta. Quizá sea porque he tenido muchos problemas para relacionarme en mi mundo, y ellos no eran tan complicados como la gente de verdad.
—¿Eran más cordiales?
—No. No lo creo. Nunca me aceptaron del todo. Yo era un forastero, al principio no conocía el idioma…, esas cosas. Pero… —De pronto se le iluminó el rostro—. Pera los entendía mejor. Entendía cómo pensaban. Aunque no sé por qué.
—Ya. Bien… ¿Otro cigarrillo? ¿No? Ahora tengo que dormir. Se está haciendo tarde. ¿Quiere jugar al golf mañana? He preparado un campo pequeño. Servirá. Anímese, el ejercicio le renovará el aire de los pulmones.
Sonrió y se marchó.
—Parece una sentencia de muerte —murmuró para sus adentros, y silbó pensativamente mientras se dirigía a sus aposentos.
Se repitió esa frase cuando se enfrentó al presidente del Consejo al día siguiente, con su faja de funcionario en la cintura. No se sentó.
—¿Otra vez? —dijo el presidente con tono de fastidio.
—¡Otra vez! —asintió el subsecretario—. Pero esta vez se trata de algo urgente. Tal vez deba hacerme cargo de la expedición.
—¿Qué? ¡Imposible! ¡No escucharé semejante proposición!
—Tengo la autorización. —Wynne Murry le mostró un cilindro de metaloide, que se abrió con una presión del pulgar—. Tengo plenos poderes y plena discreción para usarlos. Como puede observar, está firmada por el presidente del Congreso de la Federación…
—De acuerdo… Pero ¿por qué? —Hizo un esfuerzo para respirar normalmente—. Al margen del despotismo arbitrario, ¿hay una razón?
—Y muy buena. Desde el principio hemos considerado esta expedición desde perspectivas distintas. El Departamento dé Ciencia y Tecnología no se interesa en el mundo robótico por mera curiosidad científica, sino porque podría interferir en la paz de la Federación. No creo que usted se haya detenido a pensar en el peligro inherente a ese mundo robótico.
—No veo ninguno. Está totalmente aislado y es absolutamente inofensivo.
—¿Cómo puede saberlo?
—¡Por la naturaleza misma del experimento! —exclamó irritado el presidente del Consejo—. Los planificadores originales buscaron un sistema cerrado. Allí siguen, alejados de las rutas comerciales y en una zona del espacio escasamente poblada. La idea era que los robots se desarrollaran libres de toda interferencia.
Murry sonrió.
—En eso disiento con usted. Mire, el problema es que usted es un teórico. Ve las cosas tal como deberían ser y yo, al ser un hombre práctico, las veo tal como son. No se puede organizar un experimento para que continúe indefinidamente por sí mismo. Se da por sentado que en alguna parte hay por lo menos un observador que introduce modificaciones según lo requieren las circunstancias.
—¿Y bien?
—Pues que los observadores de este experimento, los psicólogos originales de Dorlis, pasaron a la historia con la Primera Confederación y, durante quince mil años, el experimento ha continuado por sí mismo. Pequeños errores se fueron sumando, se acrecentaron e introdujeron factores extraños que indujeron a nuevos errores. Es una progresión geométrica. Y no hubo nadie para detenerla.
—Pura hipótesis.
—Tal vez. Pero usted se interesa sólo por el mundo robótico, y yo tengo que pensar en toda la Federación.
—¿Y qué peligro puede representar el mundo robótico para la Federación? No sé a qué demonios se refiere.
Murry suspiró.
—Lo diré con sencillez, pero no me culpe sí parezco melodramático. Hace siglos que la Federación no tiene guerras internas. ¿Qué ocurrirá si entramos en contacto con estos robots?
—¿Tiene usted miedo de un solo mundo?
—Tal vez. ¿Qué me dice de su ciencia? Los robots pueden hacer cosas extrañas.
—¿Qué ciencia pueden tener? No son superhombres metálicos y eléctricos. Son débiles criaturas de protoplasma, una pobre imitación de los humanos, construidos en torno a un cerebro positrónico regulado por un conjunto de leyes psicológicas humanas simplificadas. Si la palabra «robot» le asusta…
—No, no me asusta, pero he hablado con Theor Realo. Es el único que los ha visto.
El presidente del Consejo lanzó una retahíla de insultos para sus adentros. Ésa era la consecuencia de permitir la intromisión de un anormal, un imbécil, un lego que sólo podía causar daño. Replicó:
—Tenemos la versión de Realo y la hemos evaluado íntegramente con pericia. Le aseguro que no pueden causarnos daño. El experimento es tan teórico que yo no le dedicaría dos días si no fuera por su magnitud. Por lo que vemos, la idea era construir un cerebro positrónico que contuviera modificaciones de uno o dos axiomas fundamentales. No hemos deducido los detalles, pero deben de ser menores, lo mismo que cuando se intentó el primer experimento de esta naturaleza, e incluso los grandes y míticos psicólogos de aquella época tenían que avanzar paso a paso. Esos robots, se lo aseguro, no son superhombres ni bestias. Se lo garantizo como psicólogo.
—¡Lo lamento! Yo también soy psicólogo. Un poco más práctico, me temo. Eso es todo. Pero aun las pequeñas modificaciones… Hablemos del espíritu combativo, por ejemplo. No es el término científico, pero no tengo paciencia para eso. Ya sabe a qué me refiero. Los humanos eran combativos, y ese rasgo se está eliminando de la raza. Un sistema político y económico estable no alienta el derroche de energías propio del combate. No es un factor de supervivencia. Pero supongamos que los robots sí son combativos. Supongamos que, como resultado de un giro erróneo durante los milenios que permanecieron sin ser observados, se hayan vuelto más combativos de lo que se proponían sus creadores. Serían bastante intratables.
—Y supongamos que todas las estrellas de la galaxia entraran en nova al mismo tiempo. Eso sí me preocuparía.
Murry ignoró el sarcasmo del otro.
—Y hay otra cosa. A Theor Realo le gustaban esos robots. Le gustaban más que la gente de verdad. Se sentía cómodo allí, y todos sabemos que ha sido un inadaptado en su propio mundo.
—¿Y adónde nos lleva eso?
—¿No lo comprende? —Wynne Murry enarcó las cejas—. Theor Realo simpatiza con los robots porque es como ellos, evidentemente. Le garantizo que un análisis psíquico completo de Theor Realo mostrará una modificación de varios axiomas fundamentales, los mismos que en los robots. Y Theor Realo trabajó durante un cuarto de siglo para demostrar algo, cuando todos los científicos se habrían desternillado de risa si lo hubieran sabido. Ahí tenemos fanatismo: una perseverancia tenaz, franca, inhumana. ¡Es muy probable que esos robots también sean así!