Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
—No lo afirmaría si no fuera cierto.
—¿O simplemente le encantan los niños guapos? ¿Los encantadores, regordetes, con lindas naricillas y voces de jilguero?
—Los niños son niños, doctor Hoskins —dijo la señorita Fellowes—, y los que no son guapos son precisamente los que pueden necesitar más ayuda.
—Entonces supongo que podemos aceptarla…
—¿Pretende decir que me da el empleo ahora mismo?
Él sonrió brevemente, y durante un momento su ancha cara tuvo un distraído rasgo de encanto.
—Tomo decisiones rápidas —dijo—. Pero de momento la oferta es provisional. Puedo tomar una decisión igualmente rápida para dejarla marchar. ¿Está dispuesta a correr el riesgo?
La señorita Fellowes aferró su bolso y calculó con la máxima rapidez posible. Luego ignoró los cálculos y se dejó llevar por su impulso.
—De acuerdo.
—Magnífico. Vamos a formar Estasis esta noche y creo que será mejor que esté allí para empezar de inmediato. Eso será a las ocho de la noche, y me gustaría que usted estuviera a las siete y media.
—Pero, ¿qué…?
—Magnífico. Magnífico. Eso es todo por ahora.
Tras una señal, una risueña secretaria entró y acompañó fuera a la enfermera.
La señorita Fellowes contempló un instante la cerrada puerta del doctor Hoskins. ¿Qué era Estasis? ¿Qué relación tenía con los niños aquel gran edificio de aspecto de granero, con empleados provistos de placas de identificación, con improvisados pasillos, con un inconfundible ambiente de ingeniería?
Se preguntó si debía volver por la noche o quedarse en casa y dar una lección al arrogante individuo. Pero sabía que iba a volver, aunque sólo fuera por pura frustración. Tenía que averiguar lo de los niños.
La señorita Fellowes volvió a las siete y media y no tuvo que anunciarse. Uno tras otro, hombres y mujeres parecían conocerla y saber su trabajo. Le parecía ir sobre ruedas cuando la llevaron adentro.
El doctor Hoskins estaba allí, pero se limitó a mirarla con aire distante.
—Señorita Fellowes… —murmuró.
Ni siquiera le sugirió que tomara asiento, pero ella arrastró tranquilamente una silla hasta la barandilla y se sentó.
Se hallaban en una galería, contemplando un enorme foso lleno de instrumentos que parecían un cruce entre el tablero de mandos de una nave espacial y el teclado de una computadora. A un lado había separaciones que formaban un piso sin techo, una gigantesca casa de muñecas cuyas habitaciones podían verse desde arriba.
La señorita Fellowes vio una cocina electrónica y un frigorífico en una habitación, y un improvisado lavabo en otra. Y el objeto que distinguió en otra habitación sólo podía ser parte de una cama, de una cama pequeña.
Hoskins estaba hablando con otro hombre, y ambos, junto con la señorita Fellowes, eran los únicos ocupantes de la galería. Hoskins no quiso presentar al desconocido, y la enfermera lo miró furtivamente. Era delgado, y tenía cierto atractivo como hombre de edad madura. Tenía un pequeño bigote y penetrantes ojos, al parecer atareados con todo.
—Ni por un momento fingiré que entiendo todo esto, doctor Hoskins —estaba diciendo—. Es decir, entiendo tanto como puede esperarse de un lego, de un lego razonablemente inteligente. Con todo, si hay algo que entiendo menos, es la cuestión de la selectividad. Usted sólo puede alcanzar cierta distancia. Eso parece lógico, las cosas se hacen más vagas al aumentar la distancia, se requiere más energía… Pero luego me dice que no puede llegar muy cerca. Ésa es la parte enigmática.
—Puedo hacerlo parecer menos paradójico, Deveney, si me permite utilizar una analogía.
(La señorita Fellowes identificó al desconocido en cuanto oyó su nombre, y se impresionó aun sin quererlo. Se trataba obviamente de Candide Deveney, el redactor científico de Telenoticias, que acudía notoriamente al escenario de cualquier importante avance científico. La enfermera incluso reconoció la cara de Deveney, ya que la había visto en la notiplaca cuando se anunció el aterrizaje en Marte… De modo que el doctor Hoskins debía tener algo importante allí.)
—Desde luego, use una analogía —dijo Deveney con aire pesaroso—, si cree que eso servirá de algo.
—Bien, pues. Es imposible leer un libro con caracteres de imprenta ordinarios si se lo sostiene a dos metros de los ojos, pero es posible leerlo a un palmo de distancia. Hasta aquí, cuanto más cerca mejor. Pero si pone el libro a cinco centímetros de sus ojos, vuelve a estar perdido. Existe el hecho de la excesiva proximidad, como ve.
—Hummm —dijo Deveney.
—O considere otro ejemplo. Su hombro derecho está a setenta centímetros de la punta de su dedo índice, y puede apoyar este dedo en su hombro derecho. Su codo derecho está sólo a la mitad de la distancia de la punta de su dedo índice. De acuerdo con la lógica ordinaria, sería más fácil hacer lo mismo, y sin embargo usted no puede poner el dedo índice de su mano derecha en el codo del mismo lado. De nuevo, existe el hecho de la excesiva proximidad.
—¿Puedo usar estas analogías en mi relato? —preguntó Deveney.
—Naturalmente. Me encantaría. He esperado mucho tiempo a que alguien como usted tenga un relato. Le ofreceré cualquier otra cosa que desee. Es hora, por fin, de querer que el mundo mire por encima de nuestro hombro. La gente verá algo.
(A pesar suyo, la señorita Fellowes admiraba la serena certeza del doctor. Había fuerza allí.)
—¿Cuán lejos va a llegar? —dijo Deveney.
—Cuarenta mil años.
La señorita Fellowes contuvo la respiración bruscamente.
¿Años?
Había tensión en el ambiente. Los encargados de los controles apenas se movían. Un hombre hablaba ante un micrófono con suave monotonía, pronunciando breves frases que no tenían sentido para la señorita Fellowes.
Deveney se apoyó en la barandilla de la galería con la mirada fija.
—¿Veremos algo, doctor Hoskins? —preguntó.
—¿Qué? No. Nada hasta que se complete el trabajo. Detectamos de forma indirecta, algo parecido al principio del radar, con la excepción que utilizamos mesones en lugar de radiación. Los mesones buscan retrocediendo en el tiempo en las condiciones apropiadas. Algunos se reflejan, y debemos analizar los reflejos.
—Eso parece difícil.
Hoskins sonrió de nuevo brevemente, como siempre.
—Es el producto final de cincuenta años de investigación, cuarenta de ellos antes de mi entrada en el campo… Sí, es difícil.
El hombre del micrófono alzó una mano.
—Hemos estado fijos en un momento particular de tiempo desde hace semanas. Hemos roto la conexión, la hemos rehecho tras calcular nuestros movimientos en el tiempo, nos hemos asegurado de poder maniobrar el flujo temporal con suficiente precisión. Esto debe dar resultado ahora.
Pero su frente relucía.
Edith Fellowes notó que se había levantado de la silla y estaba en la barandilla de la galería, pero no había nada que ver.
—Ahora —dijo en voz baja el hombre del micrófono.
Hubo un lapso de silencio suficiente para respirar una vez y luego el sonido del chillido de un aterrorizado niño en las habitaciones de la casa de muñecas. ¡Terror! ¡Penetrante terror!
La cabeza de la señorita Fellowes se volvió en la dirección del grito. Un niño estaba involucrado. Lo había olvidado.
El puño de Hoskins golpeó la barandilla, y el doctor, con voz tensa y temblorosa, con voz de triunfo, dijo:
—¡Conseguido!
La señorita Fellowes fue forzada a bajar el corto tramo espiral de escalera por la dura presión de la palma de Hoskins aplicada a sus omoplatos. El doctor no le dio explicaciones.
Los hombres de los controles estaban de pie en aquel momento, sonrientes, fumando, observando a los tres que llegaban a la planta principal. Un zumbido muy tenue surgía de la casa de muñecas.
—Es totalmente seguro entrar en Estasis —dijo Hoskins a Deveney—. Lo he hecho mil veces. Se produce una sensación extraña que dura un momento y no significa nada.
Hoskins cruzó un abierto umbral en muda demostración, y Deveney, con rígida risa y tras respirar con obvia profundidad, le siguió:
—¡Señorita Fellowes! ¡Por favor! —dijo Hoskins.
El doctor torció el dedo índice impacientemente.
La señorita Fellowes asintió y entró muy rígida. Fue como si un escarceo, un hormigueo interno recorriera su cuerpo.
Pero una vez dentro todo pareció normal. Se percibía el olor de la madera nueva de la casa de muñecas y…, y de…, de tierra.
Se había hecho el silencio, ninguna voz por fin, pero había un seco arrastrar de pies y, quizá, una mano que rascaba madera…, y luego un suave gemido.
—¿Dónde está? —preguntó angustiada la señorita Fellowes.
¿Por qué no se preocupaban aquel par de necios?
El niño se hallaba en el dormitorio; o por lo menos, en la habitación que tenía la cama.
Estaba de pie, desnudo, con el pequeño pecho, manchado de barro, subiendo y bajando irregularmente. Un montón de tierra y áspera hierba se extendía en el suelo alrededor de sus descalzos pies morenos. El olor a tierra procedía de allí, igual que el vestigio de algo fétido.
Hoskins siguió la aterrorizada mirada de la enfermera.
—Es imposible arrancar limpiamente a un niño del tiempo, señorita Fellowes —dijo en tono de disgusto—. Hemos tenido que recoger parte de los alrededores por cuestión de seguridad. ¿O habría preferido que el niño llegara aquí con una pierna menos, o con sólo media cabeza?
—¡Por favor! —repuso la señorita Fellowes, abrumada por el asco—. ¿Vamos a quedarnos con los brazos cruzados? La pobre criatura está asustada. Y muy sucia.
Tenía mucha razón. El niño tenía manchas de barro incrustado y grasa, y un arañazo en el muslo, que estaba enrojecido e inflamado.
Cuando Hoskins se aproximó, el niño, que aparentaba tener tres años, se agachó y retrocedió rápidamente. Alzó el labio superior y gruñó sibilantemente, igual que un gato. Con rápido gesto, Hoskins tomó al niño por ambos brazos y lo levantó del suelo, pese a que se revolvía y chillaba.
—Sosténgalo —dijo la señorita Fellowes—. Lo primero que necesita es un baño. Hay que limpiarlo. ¿Tiene lo preciso? Si es así, ordene que lo traigan aquí. Y al principio necesitaré ayuda para agarrar al niño. Luego, por el amor del cielo, ordene que recojan toda esta suciedad.
Ella estaba ya dando órdenes, y se la veía a sus anchas. Y puesto que era una enfermera eficaz, y no una confusa espectadora, la señorita Fellowes examinó al pequeño con ojo clínico…, y dudó durante unos instantes de sobresalto. Lo examinó más allá del barro y los gritos, más allá del agitar de extremidades y el inútil retorcimiento. Vio al niño propiamente dicho.
Era el niño más feo que había visto nunca. Horriblemente feo desde la deforme cabeza hasta las torcidas piernas.
La señorita Fellowes lavó al niño con ayuda de tres hombres, mientras otros iban de un lado a otro intentando limpiar la habitación. La enfermera actuó en silencio y con una sensación de atropello, irritada por el continuo desasosiego y los chillidos del pequeño, y por los indecorosos salpicones de jabonosa agua a que se veía sometida.
El doctor Hoskins había intuido que el niño no sería guapo, pero eso no implicaba ni con mucho que la criatura estaría repulsivamente deformada. Y el hedor del pequeño era tal que el jabón y el agua sólo lo aliviaban muy poco a poco.
La señorita Fellowes sintió el intenso deseo de echar al niño, enjabonado como estaba, en brazos del doctor y marcharse. Pero estaba el orgullo profesional. Ella había aceptado una tarea, al fin y al cabo… Y estaba la mirada de los ojos del doctor, una fría mirada que decía: «¿Sólo niños guapos, señorita Fellowes?»
Hoskins se mantenía apartado, observando fríamente a cierta distancia con un asomo de sonrisa en el semblante. En un momento dado se fijó en los ojos de la enfermera, y pareció divertirse con la indignación de la mujer.
La señorita Fellowes decidió que aguardaría un rato antes de renunciar. Hacerlo al instante sería rebajarse.
Luego, cuando el niño tuvo un soportable tono rosado y olor a perfumado jabón, la enfermera se sintió mejor a pesar de todo. Los chillidos se transformaron en gimoteos de agotamiento, y el niño miró alrededor atentamente; sus ojos se movieron con veloz y asustado recelo de uno a otro de los ocupantes de la habitación. La limpieza acentuaba su delgada desnudez, mientras se estremecía de frío tras el baño.
—¡Traigan una bata para el niño! —dijo vivamente la señorita Fellowes.
Al momento apareció una bata. Todo parecía preparado y sin embargo nada estaba disponible a menos que ella diera la orden; como si deliberadamente dejaran el asunto en sus manos sin ayudarla, para ponerla a prueba.
El reportero, Deveney, se acercó.
—Yo lo sostendré, señorita —dijo—. Usted sola no podrá ponérsela.
—Gracias —dijo ella.
Ciertamente hubo una batalla, pero la bata quedó puesta, y cuando el niño hizo ademán de desgarrarla, la enfermera le dio una brusca palmada en la mano.
El niño enrojeció, pero no lloró. Miró fijamente a la mujer y los torcidos dedos de una de sus manos se deslizaron lentamente por la franela de la prenda, palpando su extrañeza.
La señorita Fellowes, desesperada, pensó: «Bueno, y ahora, ¿qué?»
Todo el mundo parecía estar en animación suspendida, aguardando la reacción de la enfermera…, incluso el niño feo.
—¿Tienen comida? ¿Leche? —preguntó bruscamente.
La tenían. Trajeron una unidad móvil, y en el compartimiento de refrigeración había un litro de leche; había también un calentador y diversos fortificantes en forma de pastillas vitamínicas, jarabe de cobre, cobalto y hierro, y otras cosas que la enfermera no tenía tiempo para examinar. Había varios envases de comida infantil que se auto calentaba.
La señorita Fellowes usó leche, solamente leche para empezar. La unidad de radiaciones calentó el líquido hasta la temperatura apropiada en cuestión de segundos y se desconectó, y la enfermera puso un poco de leche en un plato. Estaba segura del salvajismo del niño. Él no sabría usar una taza.
La señorita Fellowes bajó la cabeza y dijo al pequeño:
—Bebe. Bebe.
Hizo un gesto como si se llevara el plato a la boca. Los ojos del niño siguieron el movimiento, pero nada más.
De pronto, la enfermera recurrió a medidas directas. Tomó con una mano el brazo del niño y metió la otra en la leche. Le mojó los labios con el líquido, y éste cayó goteando por las mejillas y la contraída barbilla.