Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
Y un día la voz de Hoskins sonó de forma inesperada en la casa de muñecas.
—Señorita Fellowes…
La enfermera salió con aire de frialdad, se alisó el uniforme y se detuvo, confusa al encontrarse en presencia de una mujer pálida, delgada y de mediana estatura. Su cabello rubio y su tez conferían aspecto de fragilidad a la desconocida. De pie, detrás de ella, agarrado a su falda, había un niño de cuatro años, de redondeada cara y llamativos ojos.
—Querida —dijo Hoskins—, ésta es la señorita Fellowes, la enfermera que cuida del niño. Señorita Fellowes, le presento a mi esposa.
(¿Su esposa? No era como la había imaginado la señorita Fellowes. Aunque…, ¿por qué no? Un hombre como Hoskins tenía que elegir a una débil criatura como contraste. Si eso era lo que quería…)
La señorita Fellowes pronunció un forzado y prosaico saludo.
—Buenas tardes, señora Hoskins. ¿Es este su…, su pequeño?
(Aquello era una sorpresa. La enfermera había imaginado a Hoskins como marido, pero no como padre, salvo, por supuesto… De pronto, vio la grave mirada del doctor y se ruborizó.)
—Sí, éste es mi hijo, Jerry —dijo Hoskins—. Di «hola» a la señorita Fellowes, Jerry.
(¿No había acentuado un poco la palabra «éste»? ¿Estaba diciendo que su hijo era «éste» y no…?)
Jerry se acurrucó más en los pliegues de la maternal falda y murmuró un «hola». La mirada de la señora Hoskins pasó sobre los hombros de la enfermera, y recorrió la habitación en busca de algo.
—Bien, entremos —dijo Hoskins—. Vamos, querida. Al entrar hay una ligerísima molestia, pero pasajera.
—¿Quiere que entre también Jerry? —preguntó la señorita Fellowes.
—Naturalmente. Será el compañero de juegos de Timmie. Usted dijo que Timmie necesitaba un compañero. ¿O lo ha olvidado?
—Pero… —La enfermera le miró con colosal, sorprendida extrañeza—. ¿Su hijo?
—Bien, ¿y el de quién, si no? —repuso quisquillosamente Hoskins—. ¿No era eso lo que deseaba? Entremos, querida. Entremos.
La señora Hoskins tomó a Jerry en brazos con obvio esfuerzo y, vacilante, cruzó el umbral. Jerry se retorció al entrar; no le gustaba la sensación.
—¿Está aquí la criatura? —preguntó la señora Hoskins, con débil voz—. No la veo.
—¡Timmie! —gritó la señorita Fellowes—. ¡Sal!
Timmie asomó la cabeza por el borde de la puerta y contempló al pequeño que le visitaba. Los músculos de los brazos de la señora Hoskins se tensaron visiblemente.
—Gerald —dijo a su esposo—, ¿estás seguro que no es peligroso?
—Si se refiere a Timmie —dijo al instante la enfermera—, naturalmente que no. Es un pequeño apacible.
—Pero es un sal… salvaje.
(¡Los artículos sobre el niño-mono de los periódicos!)
—No es un salvaje —respondió categóricamente la señorita Fellowes—. Es tan tranquilo y razonable como cualquier niño de cinco años y medio. Muy generoso por su parte, señora Hoskins, aceptar que su hijo juegue con Timmie, pero no debe tener miedo.
—No estoy segura de aceptar —dijo la señora Hoskins, con moderado ardor.
—Ya lo decidimos afuera, querida —dijo Hoskins—. No planteemos más discusiones. Deja a Jerry en el suelo.
La señora Hoskins obedeció, y el niño se apretó a ella, mirando fijamente el par de ojos que le miraban de igual forma en la otra habitación.
—Ven aquí, Timmie —dijo la señorita Fellowes—. No tengas miedo.
Lentamente, Timmie se acercó. Hoskins se agachó para soltar los dedos de Jerry de la falda de su madre.
—Apártate un poco, querida. Que los niños tengan una oportunidad.
Los jovencitos se contemplaron. Aunque era el más joven, Jerry era empero un par de centímetros más alto, y los rasgos grotescos de Timmie, ante el recto cuerpo y la cabeza erguida y bien proporcionada del otro niño, quedaron de pronto casi tan acentuados como en los primeros días.
Los labios de la señorita Fellowes temblaron.
El pequeño Neandertal fue el primero que habló, con un atiplado tono infantil.
—¿Cómo te llamas?
Y Timmie echó la cabeza hacia delante, como si quisiera examinar más atentamente las facciones del otro niño.
Sobresaltado, Jerry respondió con un vigoroso empujón que hizo tambalearse a Timmie. Los dos se pusieron a llorar ruidosamente y la señora Hoskins se apresuró a tomar a su hijo, mientras la señorita Fellowes, con la cara encendida a causa de su reprimido enfado, hizo lo mismo con Timmie y lo consoló.
—El instinto de ambos es de aversión —dijo la señora Hoskins.
—No más aversión que la de dos niños que no simpatizan —dijo cansadamente su esposo—. Ahora deja a Jerry en el suelo y que se acostumbre a la situación. En realidad sería mejor que nos fuéramos. La señorita Fellowes llevará a Jerry a mi despacho dentro de un rato y yo lo mandaré a casa con alguien.
Los dos niños pasaron la hora siguiente muy conscientes el uno del otro. Jerry llamó llorando a su madre, pegó a la señorita Fellowes y, por fin, se dejó consolar con un caramelo. Timmie chupó otro y, al cabo de una hora, la enfermera consiguió que los dos niños jugaran con la misma construcción, aunque en lados opuestos de la habitación.
La señorita Fellowes se sentía agradecida, casi al borde de las lágrimas, cuando llevó a Jerry con su padre.
Pensó formas de dar las gracias a Hoskins, pero la misma formalidad del doctor suponía un rechazo. Quizás él no la perdonaba por haberle hecho sentir como un padre cruel. Quizás el hecho de haber traído a su hijo era una simple tentativa de demostrar que era un buen padre con Timmie y, al mismo tiempo, que no era su padre. ¡Las dos cosas al mismo tiempo! Y de este modo, lo único que pudo decir la enfermera fue:
—Gracias. Muchas gracias.
Y lo único que pudo responder él fue:
—No tiene importancia. No hay de qué.
Aquello se convirtió en una rutina establecida. Dos veces por semana, Jerry acudía a jugar una hora, que con el tiempo fueron dos. Los niños aprendieron los nombres y hábitos respectivos, y jugaron juntos.
Y pese a todo, tras la primera oleada de gratitud, la señorita Fellowes acabó comprendiendo que Jerry no le gustaba. Era más alto, más pesado, y dominaba en todo, forzaba a Timmie a desempeñar un papel totalmente secundario. Lo único que hacía resignarse a la enfermera era el hecho que Timmie, pese a sus dificultades, aguardaba ansiosamente, cada vez con más deleite, las periódicas apariciones de su compañero de juegos.
Era lo único que tenía el pequeño, pensaba pesarosa la señorita Fellowes.
Y en cierta ocasión, mientras contemplaba a los niños, la enfermera pensó: «Los dos hijos de Hoskins, uno de su esposa y otro de Estasis.»
Mientras que ella…
«¡Cielos! —pensó mientras se llevaba los puños a las sienes, avergonzada—. ¡Estoy celosa!»
—Señorita Fellowes —dijo Timmie (con sumo tacto, la enfermera no le permitía que la llamara de otra forma)—, ¿cuándo iré a la escuela?
Miró los ansiosos ojos castaños alzados hacia ella y pasó suavemente la mano por los tupidos rizos del niño. Era la parte más desaliñada del aspecto físico del pequeño, porque la misma enfermera tenía que cortarle el pelo mientras Timmie se removía inquieto bajo las tijeras. La señorita Fellowes no deseaba ayuda profesional, puesto que la torpeza del corte servía para ocultar la hundida parte delantera y la sobresaliente parte trasera del cráneo.
—¿Cuándo has oído hablar de la escuela? —preguntó la enfermera.
—Jerry va a la escuela. Guar-de-ría —lo dijo muy despacio—. Jerry va a muchos sitios. Afuera. ¿Cuándo podré ir afuera, señorita Fellowes?
Un suave dolor se alojó en el corazón de la enfermera. Lógicamente, y ella lo sabía, era imposible evitar que Timmie fuera enterándose de más y más cosas del mundo exterior, que él jamás pisaría.
—¡Caramba! —dijo ella, intentando reflejar alborozo—. ¿Y qué harías en la guardería, Timmie?
—Jerry dice que juegan, tienen películas. Dice que hay muchísimos niños. Dice…, dice… —Un pensamiento, un triunfante alzamiento de ambas manitas con los dedos separados—. Dice que todos éstos.
—¿Te gustaría ver películas? —dijo la señorita Fellowes—. Yo puedo conseguirlas. Muy bonitas. Y también música.
De este modo, Timmie se sintió temporalmente consolado.
El niño devoraba películas en ausencia de Jerry, y la señorita Fellowes le leía libros sencillos de vez en cuando.
Había tanto que explicar incluso en el relato más simple, tantos detalles fuera de la perspectiva de las tres habitaciones… Timmie empezó a tener más sueños en cuanto empezó a conocer el mundo exterior.
Los sueños siempre eran iguales, relacionados con el exterior. El vacilante Timmie se esforzaba en describirlos a la señorita Fellowes. En sueños, estaba afuera, en un «afuera» vacío pero muy grande, con niños y raros e indescriptibles objetos mal digeridos por su pensamiento, resultado de novelescas descripciones no muy bien comprendidas, o de distantes recuerdos del Neandertal medio recordados.
Pero los niños y los objetos se desentendían de él, y aunque él estaba en el mundo, jamás formaba parte del mismo; se encontraba solo, igual que si estuviera en su habitación… Y despertaba llorando.
La señorita Fellowes trataba de restar importancia a los sueños, pero algunas noches, en su piso, también ella lloraba.
Un día, mientras la enfermera leía, Timmie puso su mano bajo la barbilla de la mujer y la alzó suavemente, de tal modo que los ojos de la señorita Fellowes abandonaron el libro y se encontraron con los del niño.
—¿Cómo sabes lo que debes decir, señorita Fellowes?
—¿Ves estas marcas? Ellas me indican lo que debo decir. Estas marcas forman palabras.
El niño las miró mucho tiempo, con curiosidad, tras tomarle el libro de las manos.
—Algunas son iguales.
La enfermera se echó a reír, complacida con aquella muestra de sagacidad.
—Es cierto. ¿Te gustaría que te enseñara a distinguir las marcas?
—Sí. Sería un juego bonito.
La señorita Fellowes no había imaginado que el niño podía aprender a leer. Hasta el mismo momento en que Timmie le leyó un libro, no imaginó que él podía aprender a leer.
Luego, semanas más tarde, la enormidad de lo que había hecho la dejó atónita. Timmie, sentado en su regazo, siguiendo palabra por palabra el texto de un libro infantil, leyendo para ella… ¡Él le leía a ella!
Se puso trabajosamente en pie, asombrada.
—Bien, Timmie, volveré más tarde. Quiero ver al doctor Hoskins.
Excitada, casi frenética, la enfermera creyó tener una respuesta a la infelicidad de Timmie. Si el niño no podía salir y entrar en el mundo, el mundo vendría a las tres habitaciones del niño. El mundo entero en forma de libros, películas y sonido. Había que educarlo hasta el límite de su capacidad. Era lo mínimo que le debía el mundo.
Encontró a Hoskins con un humor curiosamente análogo al de ella: triunfo y gloria, algo así. Las oficinas estaban anormalmente activas, y por un momento la señorita Fellowes pensó que no podría ver al director, mientras permanecía cohibida en el vestíbulo.
Pero él la vio, y una sonrisa se extendió por su ancho rostro.
—Señorita Fellowes, entre.
Habló con rapidez por el intercomunicador y después lo desconectó.
—¿Se ha enterado?… No, claro, es imposible. Lo hemos conseguido. Sí, lo hemos conseguido. Podemos efectuar detección intertemporal de corto alcance.
—¿Pretende decir —repuso la señorita Fellowes, esforzándose en separar su pensamiento de las buenas noticias de las que era portadora— que puede traer al presente a una persona de épocas históricas?
—Eso precisamente. Ahora mismo tenemos determinada la posición de un individuo del siglo catorce. Imagínese. ¡Imagínese! Si supiera cuánto me alegra huir de la eterna concentración en el Mesozoico, sustituir a los paleontólogos por historiadores… Pero usted desea decirme algo, ¿no? Bien, adelante, adelante. Me encuentra de buen humor. Cualquier cosa que quiera la tendrá.
La señorita Fellowes sonrió.
—Me alegro. Porque estoy preguntándome si no podríamos preparar un sistema de enseñanza para Timmie.
—¿Enseñanza? ¿De qué tipo?
—Bien, general. Una escuela. Para que él aprenda…
—Pero, ¿puede aprender?
—Ciertamente, ya está aprendiendo. Sabe leer. Le he enseñado yo misma.
Hoskins permaneció inmóvil, al parecer repentinamente deprimido.
—No lo sé, señorita Fellowes.
—Acaba de decir que cualquier cosa que yo quisiera…
—Lo sé, y no he debido decirlo. Mire, señorita Fellowes, seguramente comprenderá usted que no podemos mantener para siempre el experimento de Timmie…
Ella le miró con repentino horror, sin comprender realmente lo que el doctor había dicho. ¿Qué significaba «no podemos mantener»? En una dolorosa oleada de recuerdos, la enfermera recordó al profesor Ademewski y el espécimen mineral devuelto al cabo de dos semanas.
—Pero estamos hablando de un niño, no de una roca…
—Ni siquiera un niño merece más importancia de la debida, señorita Fellowes —repuso muy nervioso Hoskins—. Ahora que esperamos individuos de épocas históricas, necesitamos espacio en Estasis, todo el espacio disponible.
La enfermera no lo entendió.
—Pero es imposible. Timmie… Timmie…
—Bien, señorita Fellowes, por favor, no se altere. Timmie no se irá ahora mismo, quizá pasen meses. Mientras tanto, haremos todo cuanto podamos.
Ella aún estaba mirándole fijamente.
—Permítame pedir algo para usted, señorita Fellowes.
—No —musitó ella—. No necesito nada.
Se levantó en medio de una especie de pesadilla y se fue. «Timmie —pensó la señorita Fellowes—, no morirás. ¡No morirás!»
Estaba muy bien aferrarse tensamente a la idea que Timmie no moriría, pero, ¿cómo conseguirlo? Durante las primeras semanas, la señorita Fellowes se aferró a la esperanza que la tentativa de traer a un hombre del siglo catorce fracasara por completo. Las teorías de Hoskins podían ser erróneas, o su práctica podía resultar defectuosa. De ese modo, las cosas seguirían como hasta entonces.
Ciertamente, no era esa la esperanza del resto del mundo, y por dicha razón la señorita Fellowes odiaba al mundo. El «Proyecto Edad Media» alcanzó un clímax de ardiente publicidad. Prensa y público anhelaban algo así. Estasis, Inc., carecía del impacto necesario desde hacía tiempo. Otra roca u otro pez antiguo no excitaban a la gente. Pero aquello sí.