Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
—Ahí está el quid de la cuestión, el meollo de todo el asunto. Ha de gustarles forzosamente. Con una preparación especial y bien engranada, con efectos y más efectos de sorpresa en distintos niveles, con sabias pinceladas e impulsos significativos, con intencionados rodeos y giros, y todas las demás cosas de las que nos sentimos tan orgullosos, ¿cómo no atraer a cualquiera? Los ensueños especializados se destinan a gustos especiales. En cambio, El Pensamiento Brillante los produce en tercera persona, de modo que causan un instantáneo impacto en ambos sexos. Como el ensueño que acaba usted de absorber. Apuntan al más bajo denominador común. Acaso nadie se entusiasme con esos sueños, pero tampoco los detestará.
Weill permaneció silencioso durante largo rato, mientras Belanger le contemplaba. Por último, dijo:
—Frank, yo partí de la calidad y a ella me atengo. Quizá tenga usted razón. Tal vez las salas de ensueño signifiquen el futuro. De ser así, las abriremos también, pero presentaremos buen género. A lo mejor, El Pensamiento Brillante subestima a la gente vulgar. Deje que las cosas sigan su curso y no tema. He basado toda mi política en la teoría de que siempre existe un mercado para la calidad. Y en ocasiones, muchacho, le sorprendería descubrir lo extenso que es ese mercado.
—Patrón…
El sonido de la comunicación interior interrumpió a Belanger.
—¿Qué hay, Ruth? —preguntó Weill.
—El señor Hillary, señor —respondió la voz de su secretaria—. Dice que desea verle en seguida. Afirma que es muy importante.
—¿Hillary? —La voz de Weill sonó sorprendida. Luego dijo—: Espere cinco minutos, Ruth, y envíemelo. —Se volvió a Belanger—: Decididamente, hoy no es uno de mis días buenos, Frank. El lugar de un soñador está en su hogar, con su pensador. Hillary, nuestro mejor soñador, debería por lo tanto estar en su casa. ¿Qué supone usted que le ocurre?
Belanger, rumiando aún en su pensamiento la cuestión de la competencia y las salas de ensoñación, replicó brevemente:
—Recíbale y lo descubrirá.
—Dentro de un minuto. Dígame… ¿Cuál fue su último sueño? No he examinado aún el de la semana pasada.
Belanger pareció caer de las nubes y arrugó la nariz.
—No tan bueno.
—¿Por qué no?
—Deshilvanado. Excesivamente entrecortado. No me importan las transiciones bruscas, ya lo sabe, dan animación. Pero ha de haber cierta conexión, aunque sea tan sólo a un nivel profundo.
—¿Un fracaso total?
—Ningún sueño de Hillary es un fracaso total. Sin embargo, pienso que llevará bastante tiempo el editarlo. Lo recortamos un poco y encajamos algunas otras secuencias que nos envió de cuando en cuando… Ya sabe, escenas sueltas. Con todo, no pertenece a la categoría A, aunque pasará.
—¿Le dijo algo de esto a él, Frank?
—¿Cree que me he vuelto loco, patrón? ¿Cree que voy a decirle algo desagradable a un soñador?
En el mismo momento, se abrió la puerta, y la atractiva y joven secretaria de Weill introdujo con una sonrisa a Sherman Hillary en el despacho de su jefe.
Sherman Hillary, de treinta y un años de edad, habría sido reconocido como un soñador por cualquiera. Sus ojos, sin gafas, presentaban el mirar velado de la persona que las necesita o que raras veces se fija en algo mundano. Era de mediana estatura, poco peso, con pelo negro que precisaba un buen corte, débil mentón, tez pálida y expresión turbada.
—Hola, señor Weill —musitó, saludando con la cabeza un tanto avergonzado, en dirección a Belanger.
Weill dijo cordialmente:
—¡Sherman, muchacho, qué buen aspecto tiene! ¿Qué le sucede? ¿Un sueño que se está cocinando en su casa? ¿Alguna preocupación al respecto…? Vamos, tome asiento…
El soñador obedeció, sentándose en el borde de la silla, con las piernas muy juntas, como dispuesto a levantarse al punto obedeciendo a una posible orden.
—Señor Weill, he venido a comunicarle que les dejo.
—¿Que nos deja?
—Sí, señor Weill, no deseo soñar más.
El arrugado rostro de Weill representó más edad que en cualquier otro momento de aquel atareado día.
—¿Y por qué, Sherman?
Los labios del soñador se apretaron con fuerza.
—Porque esto no es vivir, señor Weill —profirió bruscamente—. La vida pasa de largo por mi lado. Al principio, la cosa no iba tan mal. Incluso disponía de tiempo para descansar. Soñaba los atardeceres, los fines de semana en que tenía deseos de hacerlo o en cualquier otro instante en que me sentía dispuesto. Pero ahora, señor Weill, me he convertido en un veterano. Usted me dijo que soy uno de los mejores de la profesión, y la industria espera que mis productos contengan cada vez más sutilezas, que introduzca cambios en los antiguos de buena calidad, como ilusiones flameantes y sátiras artificiosas.
—¿Y quién mejor que usted, Sherman? Su pequeña secuencia de dirección de una orquesta se ha vendido sin interrupción durante diez años.
—De acuerdo, señor Weill, pues ya he cumplido. Lo hecho, hecho está, pero no quiero seguir. Descuido a mi mujer. Mi hijita casi no me conoce. La semana pasada, fuimos a una cena a la que habían invitado a Sarah… y no recuerdo nada de ella. Sarah dice que permanecí sentado todo el tiempo, con la mirada fija y canturreando. Luego lloró durante toda la noche. Estoy cansado de cosas como éstas, señor Weill. Quiero ser una persona normal y vivir en este mundo. Se lo prometí y yo lo deseo también. Por lo tanto, adiós, señor Weill.
Hillary se puso en pie y tendió desmañadamente su mano. Weill la apartó con suma amabilidad.
—Si desea irse y dejarnos, Sherman, no tengo nada que oponer. No obstante, espero que hará usted un favor a un viejo y me permitirá que le explique algo.
—No voy a cambiar de parecer —se obstinó Hillary.
—Ni tampoco pretendo que lo haga —repuso Weill—. Únicamente quiero aclararle algo. Soy viejo ya, como le he dicho. Entré en este negocio antes de que usted naciera. Me gusta hablar sobre él. Por favor, Sherman, muéstrese condescendiente…
Hillary se sentó de nuevo. Se mordió el labio inferior y se miró con aire hosco las uñas.
—¿Sabe usted lo que es un soñador, Sherman? —comenzó Weill—. ¿Sabe lo que significa para la gente vulgar? ¿Sabe lo que supone ser una persona como yo, como Frank Belanger, como Sarah? ¿Tener una mente tullida, incapaz de imaginar, incapaz de construir? Las personas como yo, la gente vulgar, deseamos evadirnos también de nuestra propia vida, aunque sea por poco tiempo. Pero no podemos. Necesitamos ayuda. Antes había libros, obras de teatro, radio, películas, televisión… Puros artificios, pero no importaba. Lo importante era que, por un momento, se estimulaba la imaginación. Pensábamos en bellos amantes y maravillosas princesas. A través de ellos, podíamos ser arrogantes e ingeniosos, fuertes, capaces… En fin, todo lo que no éramos… Ahora bien, la transmisión de la ilusión del soñador a quien la captaba nunca resultaba perfecta. Debía ser traducida en palabras. El mejor soñador del mundo tal vez no fuese capaz de hacerlo. Y el mejor escritor del mundo acaso sólo cifraba en palabras una mínima parte de sus sueños. ¿Comprende? Ahora, en cambio, con la grabación del ensueño, éste queda al alcance de todo el mundo. Usted, Sherman, y un puñado de hombres como usted, suministran esos sueños directa y exactamente. Pasan sin intermediarios de su cerebro al nuestro, con toda su potencia. Sueñan ustedes para cien millones de seres a la vez. Y eso es una gran cosa, muchacho. Proporcionan a todas esas personas un vislumbre de lo que no saben obtener por sí mismos.
—Pero yo ya he cumplido… —balbuceó Hillary. Se puso en pie, lleno de desesperación—. Estoy agotado. No me importa lo que diga. Y si quiere demandarme por ruptura de contrato, hágalo. Tampoco me importa.
—¿Y por qué habría de demandarle? —repuso vivamente Weill, poniéndose de pie a su vez—. Ruth… —llamó por el intercomunicador—, haga el favor de traerme el contrato del señor Hillary.
Quedaron en silenciosa espera. Weill sonreía, tamborileando con los dedos sobre la mesa.
Apareció la secretaria con el contrato. Weill lo tomé y se lo mostró a Hillary.
—Sherman, muchacho, si no desea quedarse conmigo, no le forzaré a hacerlo.
Y de pronto, antes de que Belanger llegara a iniciar siquiera un horrorizado movimiento para detenerle, rompió el contrato en cuatro pedazos y los arrojó a la papelera.
—Solucionado —dijo lacónicamente.
La mano de Hillary se tendió hacia la de Weill para estrecharla, diciendo con voz ronca y grave:
—Siempre me trató usted bien, por lo que le estoy agradecido. Siento mucho que hayan de ser así las cosas.
—Está bien, muchacho, no se preocupe… Está bien.
Sherman Hillary se marchó casi lloroso, farfullando de nuevo su agradecimiento.
—¡Por todos los santos, patrón! ¿Por qué le ha dejado irse? —preguntó aturdido Belanger—. ¿Es que no ha visto el juego? Me parece que ha metido la pata… Seguro que Hillary se va derecho a El Pensamiento Brillante. Le han comprado…
Weill alzó una mano perentoria para atajar la verborrea de su empleado.
—Se equivoca. Se equivoca de medio a medio. Conozco bien a Hillary y ése no es en absoluto su estilo. Además —añadió secamente—, Ruth es una excelente secretaria y sabe lo que ha de traerme cuando le pido el contrato de un soñador… Por lo tanto, rompí sólo una copia. El contrato auténtico continúa a buen recaudo, créame. De todos modos… ¡Vaya día que he pasado! Tuve que discutir con un padre para que me diese la oportunidad de formar un nuevo talento, con un representante del gobierno para evitar la censura, con usted para impedir que adoptara una política fatal y ahora con mi mejor soñador para que no nos abandone. Al padre, probablemente lo conquisté. Al representante del gobierno y a usted, lo ignoro. Tal vez sí o tal vez no. En cuanto a Sherman Hillary, no creo que haya problema alguno. El soñador volverá.
—¿Cómo lo sabe?
Weill sonrió. Sus mejillas se contrajeron hasta convertirse en un a red de finísimas líneas.
—Mire, Frank, muchacho, entiende usted mucho de redactar y editar ensueños. Por eso, se cree que conoce todos los engranajes, herramientas y máquinas del oficio. Pero permítame que le diga algo. La más importante herramienta en el negocio del ensueño, la constituye el propio soñador. Hay que comprenderle a fondo… Y créame que yo les comprendo. Escuche, siendo yo joven —no había cinco ensueños entonces—, conocí a un individuo que escribía guiones para la televisión. Se quejaba con gran amargura de que, cada vez que conocía a alguien y descubrían a qué se dedicaba, le decían: «¿Pero de dónde saca usted todas esas chifladuras…?» Para ellos resultaba de una absoluta imposibilidad incluso imaginárselas. Así pues, ¿qué podía responder mi amigo? Me habló muchas veces de eso. Me confiaba: «¿Cómo contestarles que no lo sé? Cuando me acuesto, la cantidad de ideas que me bullen en el cerebro me impiden el sueño. Cuando me afeito, me corto; cuando hablo, pierdo el hilo de lo que digo, y cuando conduzco…, arriesgo la vida. Y siempre, siempre a causa de las ideas, situaciones y diálogos que se entretejen y se agitan en mi cerebro. No sabría decirle de dónde saco mis ideas. En cambio, tal vez me pueda decir usted de qué truco se vale para no tenerlas. Tal vez así conseguiré por fin un poco de paz…» Ya ve pues por dónde va la cosa. Usted, Frank, puede dejar de trabajar aquí cuando quiera. Y también yo. Para nosotros esto significa nuestro trabajo, no nuestra vida. Las cosas son muy distintas para Sherman Hillary. Vaya donde vaya y haga lo que haga, siempre habrá de soñar. Nosotros no le retenemos contra su voluntad… Nuestro contrato no le encierra tras unos muros de hierro. Es su propio cerebro el que le aprisiona, Frank. Volverá. ¿Qué otra cosa puede hacer?
Belanger se encogió de hombros.
—Si lo que dice es verdad, lo siento por él.
Weill asintió melancólicamente.
—Y yo lo siento por todos ellos. En el curso de los años, he descubierto una cosa; que eso es lo que les corresponde: hacer felices a las personas. A otras personas.
“Profession”
—Mañana es el primero de mayo. ¡Los Juegos Olímpicos! —dijo George Platen, sin poder disimular la ansiedad de su voz.
Se puso boca abajo y espió a su compañero de habitación por encima de los pies de la cama. Pero bueno, ¿acaso él no lo sentía? ¿O es que no le importaba en absoluto?
El rostro de George era delgado, y aún se había hecho más huesudo en el casi año y medio que llevaba en la Residencia. De enjuta figura, la mirada de sus ojos azules era no obstante tan intensa como lo había sido siempre, y en aquel momento parecía un animal acorralado, por el modo en que sus dedos aferraban la colcha.
Su compañero de habitación levantó brevemente la mirada del libro y aprovechó para ajustar el nivel de luminosidad del tramo de pared próximo a su silla. Se llamaba Hali Omani, y era nigeriano. Su piel marrón oscuro y sus macizos rasgos parecían hechos para la calma, y la mención de los Juegos Olímpicos no pareció afectarle. Se limitó a decir:
—Lo sé, George.
George debía mucho a la paciencia y la amabilidad de Hali, cuando éstas eran necesarias; pero a veces, incluso estas cualidades podían resultar excesivas. ¿Acaso era el momento de quedarse quieto como una estatua de ébano?
George se preguntó si también él actuaría de ese modo al cabo de diez años, pero rechazó la idea violentamente. ¡Imposible!
—Creo que has olvidado lo que mayo significa —dijo desafiador.
—Recuerdo perfectamente lo que significa —repuso su compañero—. ¡Nada en absoluto! Eres tú quien lo olvida. Mayo no significa nada para ti, George Platen, ni tampoco para mí, Hali Omani —concluyó suavemente.
—Las naves vienen a buscar reclutas. En junio, millares y millares partirán con millones de nombres y mujeres a bordo, para dirigirse a todos los mundos conocidos… ¿Y dices que eso no significa nada?
—Menos que nada. Y de todos modos, ¿qué pretendes que haga al respecto?
Omani siguió con el dedo un difícil pasaje del libro que estaba leyendo y sus labios se movieron en silencio.
George le observó. «¡Vamos, hombre! —le animó interiormente—. ¡Grita, pégame, haz algo, maldita sea!»
Lo que le ocurría era que no quería sentirse tan solo en su ira. No quería ser el único que se hallase rebosante de resentimiento, el único que sufriese una lenta agonía.
Habían sido mucho mejores aquellas primeras semanas cuando el universo era un cascarón de luz imprecisa y de sonidos, que parecía oprimirle. Estaba mucho mejor antes que Omani hubiese aparecido para devolverle a una vida que no valía la pena vivir.