Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
Shapur rechinó los dientes.
—Debí darme cuenta. Si las reglas de la probabilidad afectasen a los demonios, debiera de haberme desplazado con usted a este nuevo mundo supuesto. Tal como han sucedido las cosas, todo cuanto me queda por decir es que ha perdido los diez años felices que le abonamos. Es un consuelo. Y ya le atraparemos al final. Otro consuelo.
—¿Ah, sí? —replicó Wellby—. ¿De modo que hay consolaciones en el infierno? A través de los diez años que he vivido realmente, ignoré lo que acaso hubiera obtenido. Pero ahora que me trae usted a la memoria el recuerdo de «los diez años que pudieron haber sido», recuerdo también que en la cámara de bronce me dijo que los convenios demoníacos no daban nada que no se obtuviera mediante la laboriosidad y la confianza en… arriba. He sido laborioso y he confiado.
Los ojos de Wellby se posaron sobre la fotografía de su bella esposa y los cuatro hermosos hijos. Luego, paseó la vista por el lujoso despacho, decorado con el mejor gusto.
—Puedo muy bien escapar por completo al infierno. También el decidir esto se halla fuera de su poder —añadió.
Y el demonio, lanzando un horrible chillido, se desvaneció para siempre.
“Kid Stuff”
Pasada la primera punzada de náusea, Jan Prentiss dijo:
—¡Maldita sea…! ¡No eres más que un insecto!
Se trataba de la confirmación de un hecho, no de un insulto. La cosa que se posaba sobre el escritorio de Prentiss respondió:
—Desde luego.
Tenía unos treinta centímetros de longitud. Muy delgado, parecía la diminuta caricatura de un ser humano. Sus articulados brazos y piernas nacían a pares en la parte superior de su cuerpo, las segundas más largas y gruesas que los primeros, extendiéndose a lo largo del cuerpo y plegándose hacia delante en la rodilla.
La criatura se apoyaba sobre estas rodillas, y el extremo de su velloso abdomen asomaba sobre el escritorio de Prentiss.
Este tuvo tiempo sobrado para reparar en todos los detalles, pues el objeto no ponía objeción alguna al examen. Al contrario, se mostraba complacido, como si estuviera acostumbrado a despertar admiración.
—¿Quién eres? —preguntó Prentiss, dudando de su propia racionalidad.
Cinco minutos antes, sentado ante su máquina, trabajaba pausadamente en el cuento que había prometido al editor Horace W. Browne para el número mensual de la Farfetched Fantasy Fiction. Se sentía muy bien, en perfecta forma.
Y de pronto, había vibrado una ráfaga de aire justo a la derecha de la máquina de escribir, remolineando y condensándose luego en el pequeño horror que columpiaba sus negros y relucientes pies al borde de la mesa escritorio.
Prentiss se preguntó distraído cómo iba a contarlo más tarde. Era la primera vez que su profesión afectaba tan crudamente a sus sueños. Tenía que ser un sueño, se dijo.
—Soy un avaloncio —habló el pequeño ser—. En otras palabras, soy de Avalón.
Su diminuto rostro acababa en una boca de tipo mandibular. Los ojos tenían irisaciones de múltiples tonalidades, y sobre cada ojo emergían dos ondeantes antenas de unos siete centímetros y medio de largo. No presentaba muestra alguna de nariz.
Pues claro que no, pensó Prentiss aturdido. Sin duda respira a través de orificios situados en el abdomen. En consecuencia, tal vez hablase con el abdomen. O quizá emplease la telepatía.
—¿Avalón? —repitió estúpidamente, y pensó: «¿Avalón? ¿El país de las hadas en tiempos del rey Arturo?»
—Eso es —dijo la criatura, respondiendo con afabilidad a su pensamiento—. Soy un elfo.
—¡Oh, no!
Prentiss se llevó las manos a la cara, las volvió a apartar y comprobó que el elfo seguía en el mismo sitio, aporreando con los pies el cajón superior del escritorio. Prentiss no era aficionado a la bebida, ni tampoco persona nerviosa. De hecho, sus vecinos le consideraban un tipo muy prosaico. Poseía un vientre respetable, una cantidad de pelo razonable pero no excesiva sobre su cabeza, una esposa cariñosa y un espabilado hijo de diez años. Desde luego, sus vecinos ignoraban que pagaba la hipoteca de su casa escribiendo fantasías de diversos tipos.
Sin embargo, hasta ahora su vicio secreto no le había afectado la mente. Claro que su mujer solía menear la cabeza al referirse a su afición. Opinaba que con eso desperdiciaba y hasta prostituía su talento.
—¿Quién va a leer ese tipo de cosas? —le decía—. Todas esas zarandajas sobre demonios, gnomos, anillos mágicos, duendes, trasgos… ¡Todas esas chiquilladas, si quieres mi sincera opinión…!
—Estás en un completo error —replicaba Prentiss con engallada tiesura—. Las modernas fantasías son muy sofisticadas, elaborados tratamientos de motivos populares. Tras la fachada de la voluble y locuaz irrealidad, subyacen con frecuencia tajantes comentarios sobre el mundo de hoy. La fantasía al estilo moderno constituye esencialmente un alimento para adultos.
Blanche se encogía de hombros. Tales comentarios no suponían nada nuevo para ella.
—Además —añadía él—, gracias a esas fantasías pagamos la hipoteca, no lo olvides.
—Tal vez —replicaba ella—. Pero sería mejor que te dedicaras a las novelas de misterio. Así, al menos, venderías hasta cuatro ediciones e incluso nos permitiríamos confesar a los vecinos lo que haces para vivir.
Prentiss gimió para sus adentros. Si Blanche entrase en aquel momento y le encontrase hablando solo (resultaba demasiado real para un sueño; por fuerza, se trataba de una alucinación)…, se vería obligado a escribir novelas de misterio de por vida…, o a dejar su trabajo.
—Te equivocas por completo —habló el elfo—. No se trata ni de un sueño ni de una alucinación.
—¿Por qué no te marchas entonces?
—Eso me propongo. Este lugar no corresponde a mi ideal de vida. Y tú vendrás conmigo.
—¿Quién, yo? Ni hablar. ¿Quién diablos crees que eres para decirme lo que he de hacer?
—Si piensas que ésa es una manera respetuosa de hablar a un representante de una cultura más antigua, habría mucho que decir respecto a tu educación.
—Tú no representas a una cultura más antigua…
Le hubiera gustado añadir: «No eres más que un producto de mi imaginación». Pero había sido escritor durante demasiado tiempo como para decidirse a utilizar semejante tópico.
—Nosotros, los insectos —adujo glacialmente el elfo—, existíamos medio billón de años antes de que se inventase el primer mamífero. Vimos aparecer a los dinosaurios y los vimos desaparecer. En cuanto a vosotros, los seres humanos… no sois más que unos recién llegados.
Por primera vez, se fijó Prentiss en que en el lugar de donde emergían los miembros del elfo, se advertía un tercer par atrofiado, lo cual intensificaba la «insecticidad» del objeto. La indignación de Prentiss aumentó.
—No necesitas desperdiciar tu compañía con inferiores sociales —dijo.
—No lo haría —replicó el elfo—, pero la necesidad obliga a veces, ya sabes. Se trata de una historia bastante complicada. Sin embargo, cuando la hayas oído, desearás cooperar.
Prentiss se agitó inquieto.
—Mira, no dispongo de mucho tiempo. Blanche…, mi mujer, aparecerá por aquí de un momento a otro. Y se asustará.
—No vendrá. He bloqueado su mente.
—¿Qué?
—Algo completamente inofensivo, te lo aseguro. Pero después de todo, no podíamos permitir que nos molestasen, ¿verdad?
Prentiss volvió a sentarse en su silla, sintiéndose aturdido y desamparado.
El elfo prosiguió:
—Los elfos comenzamos nuestra asociación con vosotros, los seres humanos, inmediatamente después de que se iniciase la última era glacial. Como puedes imaginarte, aquélla fue una época desdichada para nosotros. No disponíamos de caparazones como algunos animales, ni podíamos vivir en madrigueras como hicieron vuestros toscos antecesores. Mantenernos calientes precisaba de increíbles cantidades de energía psíquica.
—¿Increíbles cantidades de qué?
—De energía psíquica. Tú no conoces nada de todo eso. Tu mente es demasiado burda para captar el concepto. Por favor, no interrumpas… La necesidad nos condujo a experimentar con los cerebros de tus congéneres. Imperfectos, pero de gran tamaño. Las células eran ineficaces, casi inútiles, pero había gran número de ellas. Usamos esos cerebros como aparatos de concentración, una especie de lente psíquica, incrementando así la energía disponible que nuestras propias mentes destilaban. Sobrevivimos a dicha era glacial gracias a nuestro ingenio, sin necesidad de retirarnos a los trópicos como en eras glaciales precedentes. Desde luego, nos echamos a perder. Al volver el calor, no abandonamos a los seres humanos. Seguimos utilizándolos para aumentar, en general nuestro nivel de vida. Viajábamos más rápidamente, comíamos mejor, hacíamos más cosas. Perdimos para siempre nuestro antiguo, simple y virtuoso sistema de vida. Y luego, estaba también la leche.
—¿La leche? —exclamó Prentiss—. No veo la relación.
—Un líquido divino. Sólo la probé una vez en mi vida. Pero nuestra poesía clásica habla de ella en tonos superlativos. En los viejos días, los hombres nos abastecían de ella en gran cantidad. Por qué los mamíferos de todas clases eran bendecidos con ella y no los insectos constituye un completo misterio… ¡Qué gran desgracia que los seres humanos nos abandonaran!
—¡Ah! ¿Os abandonaron?
—Hace doscientos años.
—Bien por nosotros.
—No seas mezquino —le reconvino el elfo con severidad—. Fue una asociación útil para ambas partes, hasta que vosotros aprendisteis a manejar las energías físicas en cantidad. Precisamente el tipo de gran hazaña de que vuestras mentes son capaces.
—¿Y qué hay de malo en ello?
—Es difícil de explicar. Era estupendo para nosotros iluminar nuestras fiestas nocturnas con luciérnagas cuya luz sosteníamos gracias a la energía psíquica de dos «hombres de vapor». Pero entonces vosotros, las criaturas humanas, instalasteis la luz eléctrica. Nuestra recepción a través de las antenas que poseemos alcanza a kilómetros de distancia, y vosotros inventasteis el telégrafo, el teléfono y la radio. Nuestros gnomos extraían el mineral con mucha mayor eficacia que los seres humanos, hasta que vosotros descubristeis la dinamita. ¿Me sigues?
—No.
—Seguramente no esperarás que unas criaturas sensitivas y superiores como los elfos, se resignasen a que un grupo de peludos mamíferos les sobrepasase. No hubiera sido tan malo de haber logrado imitar el desarrollo electrónico, pero nuestras energías psíquicas se mostraron insuficientes al respecto. Bueno, acabamos por apartarnos de la realidad. Nos marchitamos, languidecimos y decaímos. Llámalo si quieres complejo de inferioridad, pero desde hace dos siglos fuimos abandonando lentamente al género humano y nos retiramos a centros como Avalón.
Prentiss pensaba a toda velocidad.
—Pongamos las cosas en claro. ¿Podéis manejar nuestras mentes?
—Desde luego.
—¿Puedes hacerme creer que eres invisible? Hipnóticamente, quiero decir…
—Una burda expresión… pero sí.
—Y hace un momento cuando apareciste, alzaste una especie de bloqueo mental, ¿no es eso?
—Responderé a tus pensamientos, más que a tus palabras: no estás durmiendo, no estás loco y no soy ninguna entidad sobrenatural.
—Sólo trataba de asegurarme. Conjeturo pues que puedes leer en mi mente.
—En efecto. Una labor más bien sucia y muy poco agradable, pero lo hago cuando debo hacerlo. Tu nombre es Prentiss y te dedicas a escribir relatos fantásticos. Tienes una larva que, en este momento, se encuentra en el lugar donde las instruyen. Sé mucho sobre ti.
—¿Y dónde se encuentra exactamente Avalón?
—Nunca lo hallarías. —El elfo castañeteó sus mandíbulas dos o tres veces—. Y no especules sobre la posibilidad de prevenir a las autoridades. Te meterían en un manicomio. Sin embargo, por si crees que el conocimiento puede servirte de algo, Avalón se encuentra en medio del Atlántico y resulta totalmente invisible. Desde que inventasteis el barco de vapor, los seres humanos os movéis de modo tan irracional, que nos hemos visto obligados a guarecer toda la isla bajo un escudo psíquico. Desde luego, tienen que producirse incidentes. En cierta ocasión, una nave inmensa y bárbara chocó contra nosotros. Se precisé de toda la energía psíquica de la población entera para dar a la isla la apariencia de un iceberg. «Titanic» creo que era el nombre pintado en la nave. Y en nuestros días, los aviones nos sobrevuelan sin parar y, a veces, algunos de ellos se estrellan en nuestro suelo. En cierta ocasión, recogimos un cargamento de botes de leche. Fue entonces cuando la probé.
—Bien, pero… ¡Maldita sea! ¿Por qué no sigues entonces en Avalón? ¿Por qué lo abandonaste?
—Me lo ordenaron —respondió con enojo el elfo—. ¡Los muy imbéciles!
—¿Cómo dices?
—Ya sabes lo que sucede cuando uno es algo diferente. No soy como el resto de ellos, y los pobres imbéciles, apegados a la tradición, lo tomaron a mal. Pura envidia. Ésa es la verdadera explicación. ¡Envidia!
—¿Y en qué sentido eres diferente?
—Dame esa bombilla. Basta con que la desenrosques. No necesitas una lámpara para leer durante el día.
Prentiss obedeció. Con un estremecimiento de repulsión, depositó el objeto en las pequeñas manos. Cuidadosamente, los dedos del elfo, tan tenues y alargados que parecían zarcillos, abarcaron la base de latón.
El filamento de la bombilla enrojeció poco a poco.
—¡Santo Dios! —exclamó Prentiss.
—Ese es mi gran talento —manifestó con orgullo el elfo—. Ya te he dicho que los elfos nunca habían logrado adaptar la energía psíquica a la electrónica. Yo sí lo he conseguido. Porque no soy un elfo vulgar, sino un mutante. ¡Un superelfo! Correspondo al estadio siguiente de nuestra evolución. Mira, esta luz se debe exclusivamente a la actividad de mi propia mente. Observa lo que ocurre cuando empleo la tuya como foco.
Y al decirlo, el filamento de la bombilla se tornó incandescente hasta resultar penoso para la vista, mientras que una sensación vaga, cosquilleante pero no desagradable, penetraba en el cráneo de Prentiss.
La bombilla se apagó, y el elfo la dejó sobre el escritorio, detrás de la máquina de escribir.
—No lo he intentado todavía —manifestó ufano—, pero creo que puedo también fisionar el uranio.
—Sí, pero…, mantener una bombilla encendida requiere energía. ¿Cómo vas a mantenerla…?