Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
Se detuvo, lleno de cólera. Los circunstantes le miraban fijamente, y Nimmo se agitó desasosegado.
—Bien —prosiguió Araman—. ¿Cuándo comienza? ¿Hace un año? ¿Cinco minutos? ¿Un segundo? ¿No es obvio que el pasado comenzó hace un instante? El pasado muerto es apenas otro nombre para el presente vivo. ¿Qué importa si se enfoca el cronoscopio hacia el pasado de un siglo o de un segundo? ¿No están ustedes contemplando el presente? ¿No empieza él mismo a consumirse?
—¡Maldita sea! —exclamó Nimmo.
—¡Eso es, maldita sea! —le remedó Araman—. Después que Potterley acudió a mí con su historia anteanoche, ¿cómo suponen que les seguí a ustedes dos? Pues me serví del cronoscopio, fijando momentos clave hasta el presente.
—¿Y fue así como supo lo de la caja en el banco? —preguntó Foster.
—Y todos los demás hechos importantes. Y díganme, ¿qué suponen que sucedería si permitiésemos que se pusiera en circulación un cronoscopio casero? Al principio, la gente se limitaría a contemplar su juventud, la de sus padres, y así sucesivamente, pero no pasaría mucho tiempo sin que captasen todas sus posibilidades. El ama de casa olvidaría a su pobre madre fallecida y se pondría a observar a sus vecinos y a su marido en la oficina. El comerciante y el negociante vigilarían a sus competidores, y el patrón a sus empleados. No existiría ya nada privado. Las tertulias y el espionaje tras las cortinas no serían nada en comparación con esto. En todo momento habría alguien contemplando y vigilando a las estrellas del espectáculo. No habría manera de escapar al acecho. Ni siquiera en la oscuridad, puesto que el cronoscopio puede ser ajustado al infrarrojo, y las figuras humanas se verían gracias al calor que desprende el cuerpo. Se verían borrosas, por supuesto, con los contornos oscuros, pero eso incrementaría tal vez la excitación… Incluso los hombres que están al cargo de la máquina ahora se aprovechan a veces, a pesar de la reglamentación en contra…
Nimmo parecía desanimado.
—Siempre queda el recurso de prohibir la fabricación privada…
Araman le atajó con violencia:
—Claro. ¿Pero cree que serviría de algo, que resultaría eficaz? ¿Se puede legislar con éxito contra la bebida, el tabaco, el adulterio o el chismorreo en las esquinas? Y esa mezcolanza de entremetimiento y lascivia se apoderaría de la Humanidad con mayor fuerza que ningún otro vicio. ¡Santo Dios! No hemos sido capaces en mil años de extirpar el tráfico de estupefacientes, y habla usted de legislación contra un artilugio que permite observar al prójimo a su antojo y en cualquier momento y que puede ser construido en un taller casero…
—No publicaré nada —afirmó con súbito impulso Foster.
—Ninguno de nosotros hablará —asintió casi entre sollozos Potterley—. Siento mucho…
Nimmo intervino a su vez:
—Ha dicho que no me había observado por el cronoscopio, Araman.
—No me dio tiempo —respondió Araman en tono cansino—. Las cosas no se mueven a mayor velocidad en el cronoscopio que en la vida real. No se puede acelerar como una película. Pasamos veinticuatro horas enteras intentando captar los incidentes más importantes de los seis últimos meses en que intervinieron Potterley y Foster. No quedó tiempo para más. De todas formas, fue bastante.
—No, no lo fue —repuso Nimmo.
—¿A qué se refiere? —prorrumpió Araman con súbita e infinita alarma en su voz.
—Ya le conté que mi sobrino Jonas me llamó para decirme que había depositado una importante información en la caja de seguridad de un Banco. Actuó como si se encontrara en un apuro. Es mi sobrino, y yo tenía que sacarle del atolladero. Me llevó cierto tiempo. Luego vine aquí para decirle lo que había hecho. También a usted le comuniqué que antes de venir había dispuesto unas cuantas cosas… Sí, se lo dije después que su esbirro me aporreara.
—¿Qué? ¿Qué dispuso usted? ¡Por todos los cielos…!
—Algo muy sencillo. Envié los detalles del cronoscopio portátil a una media docena de mis fuentes regulares de publicidad.
No se pronunció una palabra. Ni un sonido. Ni una respiración. Todos los presentes se hallaban más allá de cualquier demostración.
—¡No me mire de esa manera! —se indignó Nimmo—. ¿No comprende mi punto de vista? Me corresponden los derechos de divulgación. Jonas lo admitirá. Sabía que a él no se le permitiría publicar su descubrimiento científicamente por ningún camino legal. Yo estaba seguro que él planeaba hacerlo por vía ilegal y que por esa razón había depositado sus papeles en la caja de seguridad. Pensé que, si me adelantaba a exponer los detalles, toda la responsabilidad recaería sobre mí. Su carrera quedaría a salvo. Y si a mí me privaban en consecuencia de mi licencia de escritor científico, mi exclusiva sobre los datos cronográficos bastaría para el resto de mi vida. Jonas se pondría furioso, ya lo esperaba, pero le explicaría el motivo y nos repartiríamos los beneficios al cincuenta por ciento… ¡No me mire de ese modo, caramba! ¿Cómo iba yo a saber…?
—Nadie sabía nada —repuso Araman con amargura—, pero todos ustedes dieron por supuesto que el gobierno era estúpidamente burocrático, indigno, tiránico, dado a prohibir la investigación para mandarla al diablo. No se les ocurrió a ninguno que intentábamos proteger a la Humanidad en la medida de nuestras fuerzas.
—Deje de hablar de generalidades —gimió Potterley—. Que nos dé los nombres de las personas a quienes comunicó…
—Demasiado tarde —le interrumpió Nimmo, encogiéndose de hombros—. Ya ha pasado el tiempo suficiente para que la noticia se difundiera. Mis corresponsales se habrán puesto en contacto con buen número de físicos para comprobar mis datos antes de seguir adelante, y ellos se transmitirán las noticias. Y una vez que los científicos encajen los neutrinos con los campos seudo gravitatorios, el cronoscopio casero es cosa hecha. Antes que transcurra la semana, al menos cinco mil personas sabrán construir un pequeño cronoscopio. ¿Y cómo detenerlos a todos? —Sus mofletudas mejillas cedieron—. Supongo que no habrá ningún medio de devolver la efímera nube al interior de la linda y reluciente esfera de uranio…
Araman se puso en pie, dirigiéndose al profesor:
—Se hará todo lo posible, Potterley, pero convengo con Nimmo en que es demasiado tarde. No sé qué clase de mundo tendremos de ahora en adelante. No puedo decirlo. En todo caso, es seguro que el mundo que conocimos ha quedado destruido por completo. Hasta ahora, toda costumbre, todo hábito, hasta el más minúsculo sistema de vida tenía garantizada cierta reserva, cierto aislamiento… Todo eso se ha desvanecido.
Y saludando a cada uno de los presentes de manera ceremoniosa, añadió:
—Han creado entre los tres un nuevo mundo. Les felicito, caballeros. ¡Que el cuerno de la abundancia se derrame sobre sus cabezas, la mía y la de todos…! ¡Y que cada uno de ustedes vaya a asarse en el infierno para siempre! Se levanta el arresto.
“The Foundation of Science Fiction Success”
(Con disculpas para W. S. Gilbert)
Sufragio universal (1955)Para triunfar con límpido brillo en el oficio de la ciencia ficción,
recurre a la jerga de las ciencias (aunque sólo te suene a jerigonza).
Habla del espacio, de galaxias y de falacias teserácticas
en estilo místico y agudo;
el aficionado, aunque no enrienda un bledo, te lo exige
con blanda sonrisa de esperanza.
Y el aficionado dirá
mientras tú por tu espacial senda andarás:
si ese joven vuela por toda la galaxia,
qué tipo de hombre tan imaginativo ha de ser ese tipo de hombre.
No hay misterio en el éxito: desempolva tus libros de historia.
Un imperio que otrora fue romano encaja en la estrellada Vía Láctea.
Con hiperespacial impulso surcará los parsecs,
y armarás una trama sin mayor trajín
si espigas las obras de
Edward Gibbon y de Tucídides el griego.
Y el aficionado dirá
mientras tú por tu reflexiva senda andarás:
si ese joven conoce tanta historia,
qué alto ha de ser su alto cociente de inteligencia.
Borra todo pensamiento lujurioso de la mente cavilosa de tu héroe.
Que cultive la política y la argucia y se ciegue a todo lo demás.
Le basta con haber tenido madre, las demás mujeres sólo estorban,
a pesar de sus joyas y sus lustres.
Sólo lo distraen de sus sueños y le impiden
consagrarse a esa psicohistoria.
Y el aficionado dirá
mientras tú por tu estrecha senda andarás:
si todo es masculino en sus relatos,
qué casto ha de ser ese joven puro y casto.
“Franchise”
Linda, que tenía diez años, era el único miembro de la familia que parecía disfrutar al levantarse.
Norman Muller podía oírla ahora a través de su propio coma drogado y malsano. Finalmente había logrado dormirse una hora antes, pero con un sueño más semejante al agotamiento que al verdadero sueño.
La pequeña estaba ahora al lado de su cama, sacudiéndole.
—¡Papaíto! ¡Papaíto, despierta! ¡Despierta!
—Está bien, Linda —dijo.
—¡Pero papaíto, hay más policías por ahí que nunca! ¡Con coches y todo!
Norman Muller cedió. Se incorporó con la vista nublada, ayudándose con los codos. Nacía el día. Fuera, el amanecer se abría paso desganadamente, como germen de un miserable gris…, tan miserablemente gris como él se sentía. Oyó la voz de Sarah, su mujer, que se ajetreaba en la cocina preparando el desayuno. Su suegro, Matthew, carraspeaba con estrépito en el cuarto de baño. Sin duda, el agente Handley estaba listo y esperándole.
Había llegado el día.
¡El día de las elecciones!
Para empezar, había sido un año igual a cualquier otro. Acaso un poco peor, puesto que se trataba de un año presidencial, pero no peor en definitiva que otros años presidenciales.
Los políticos hablaban del electorado y del vasto cerebro electrónico que tenían a su servicio. La prensa analizaba la situación mediante ordenadores industriales (el
New York Times
y el
Post-Dispatch
de San Luis poseían cada uno el suyo propio) y aparecían repletos de pequeños indicios sobre lo que iban a ser los días venideros. Comentadores y articulistas ponían de relieve la situación crucial, en feliz contradicción mutua.
La primera sospecha de que las cosas no ocurrirían como en años anteriores se puso de manifiesto cuando Sarah Muller dijo a su marido en la noche del 4 de octubre (un mes antes del día de las elecciones):
—Cantwell Johnson afirma que Indiana será decisivo este año. Y ya es el cuarto en decirlo. Piénsalo, esta vez se trata de nuestro estado.
Matthew Hortenweiler asomó su mofletudo rostro por detrás del periódico que estaba leyendo, posó una dura mirada en su hija y gruñó:
—A esos tipos les pagan por decir mentiras. No les escuches.
—Pero ya son cuatro, padre —insistió Sarah con mansedumbre—. Y todos dicen que Indiana.
—Indiana es un estado clave, Matthew —apoyó Norman, tan mansamente como su mujer—, a causa del Acta Hawkins-Smith y todo ese embrollo de Indianápolis. Es…
El arrugado rostro de Matthew se contrajo de manera alarmante. Carraspeó:
—Nadie habla de Bloomington o del condado de Monroe, ¿no es eso?
—Pues… —empezó Norman.
Linda, cuya carita de puntiaguda barbilla había estado girando de uno a otro interlocutor, le interrumpió vivamente:
—¿Vas a votar este año, papi?
Norman sonrió con afabilidad y respondió:
—No creo, cariño.
Mas ello acontecía en la creciente excitación del mes de octubre de un año de elecciones presidenciales, y Sarah había llevado una vida tranquila, animada por sueños respecto a sus familiares. Dijo con anhelante vehemencia:
—¿No sería magnífico?
—¿Que yo votase?
Norman Muller lucía un pequeño bigote rubio, que le había prestado un aire elegante a los juveniles ojos de Sarah, pero que, al ir encaneciendo poco a poco, había derivado en una simple falta de distinción. Su frente estaba surcada por líneas profundas, nacidas de la inseguridad, y en general su alma de empleado nunca se había sentido seducida por el pensamiento de haber nacido grande o de alcanzar la grandeza en ninguna circunstancia. Tenía mujer, un trabajo y una hija. Y excepto en momentos extraordinarios de júbilo o depresión, se inclinaba a considerar su situación como un inadecuado pacto concertado con la vida.
Así pues, se sentía un tanto embarazado y bastante intranquilo ante la dirección que tomaban los pensamientos de su mujer.
—Realmente, querida —dijo—, hay doscientos millones de seres en el país, y en lances como éste creo que no deberíamos desperdiciar nuestro tiempo haciendo cábalas sobre el particular.
—Mira, Norman —respondió su mujer—, no son doscientos millones, lo sabes muy bien. En primer lugar, sólo son elegibles los varones entre los veinte y los sesenta años, por lo cual la probabilidad se reduce a uno por cincuenta millones. Por otra parte, si realmente es Indiana…
—Entonces será poco más o menos de uno por millón y cuarto. No apostarías a un caballo de carreras contra esa ventaja, ¿no es así? Anda, vamos a cenar.
Matthew murmuró tras su periódico:
—¡Malditas estupideces!
Linda volvió a preguntar:
—¿Vas a votar este año, papi?
Norman meneó la cabeza y todos se dirigieron al comedor.
Hacia el 20 de octubre, la excitación de Sarah había aumentado considerablemente. A la hora del café, anunció que la señora Schultz, que tenía un primo secretario de un miembro de la asamblea, le había contado que «todo el papel» estaba por Indiana.
—Dijo que el presidente Villers pronunciaría incluso un discurso en Indianápolis.
Norman Muller, que había soportado un día de mucho trajín en el almacén, descartó las palabras de su mujer con un fruncimiento de cejas.
—Si Villers pronuncia un discurso en Indiana —dijo Matthew Hortenweiler, crónicamente insatisfecho de Washington—, eso significa que piensa que Multivac conquistará Arizona. El cabeza de bellota ése no tendría redaños para ir más allá.
Sarah, que ignoraba a su padre siempre que le resultaba decentemente posible, se lamentó:
—No sé por qué no anuncian el estado tan pronto como pueden, y luego el condado, etcétera. De esa manera, la gente que fuese quedando eliminada descansaría tranquila.