Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
Tal vez no hubiese ya más preguntas. Tal vez hubiese acabado de modo definitivo.
Y si todo había terminado, ahora vendrían los desfiles de antorchas y las invitaciones para hablar en toda clase de solemnidades. ¡El Votante del Año!
Él, Norman Muller, un vulgar empleado de un almacén de Bloomington, Indiana, un hombre que no había nacido grande ni había realizado jamás acto alguno de grandeza, se hallaría en la extraordinaria situación de impulsar a otro a la grandeza.
Los historiadores hablarían con serenidad de la Elección Muller del año 2008. Ése sería su nombre, la Elección Muller.
La publicidad, el puesto mejor, el chorro de dinero que tanto interesaba a Sarah, ocupaban sólo un rincón de su mente. Todo ello sería bienvenido, desde luego. No lo rechazaba. Pero, por el momento, era otra cosa lo que comenzaba a preocuparle.
Se agitaba en él un latente patriotismo. Al fin y al cabo, representaba a todo el electorado. Era el punto focal de todos ellos. En su propia persona, y durante aquel día, se encarnaba todo Estados Unidos…
Se abrió la puerta, despertando su atención y despabilándole por completo. Durante unos instantes, sintió que se le encogía el estómago. ¡Que no le hicieran más preguntas!
Pero Paulson sonreía.
—Hemos terminado, señor Muller.
—¿No más preguntas, señor?
—No hay ninguna necesidad. Todo ha quedado completamente claro. Será usted escoltado hasta su casa y volverá a ser un ciudadano particular…, en la medida en que el público lo permita.
—Gracias, muchas gracias. —Norman se sonrojó—. Me preguntaba… ¿Quién ha sido elegido?
Paulson meneó la cabeza.
—Tendrá que esperar al anuncio oficial. El reglamento se muestra muy severo al respecto. No podemos decírselo ni siquiera a usted. Supongo que lo comprende…
—Desde luego.
Norman parecía embarazado.
—El servicio secreto tendrá dispuestos los papeles necesarios para que los firme usted.
—Sí.
De pronto, Norman se sintió orgulloso, lleno de energía. Ufano y arrogante. En este mundo imperfecto, el pueblo soberano de la primera y mayor Democracia Electrónica habla ejercido una vez más, a través de Norman Muller (a través de él), su libre derecho al sufragio universal.
“The Brazen Locked Room (Gimmicks Three)”
—Vamos, vamos —dijo Shapur con bastante cortesía, considerando que se trataba de un demonio—. Está usted desperdiciando mi tiempo. Y el suyo propio también, podría añadir, puesto que sólo le queda media hora.
Y su rabo se enroscó.
—¿No es desmaterialización? —preguntó caviloso Isidore Wellby.
—Ya le he dicho que no.
Por centésima vez, Wellby miró el bronce que le rodeaba por todas partes sin solución de continuidad. El demonio se había permitido el impío placer (¿de qué otra clase iba a ser?) de señalar que el piso, el techo y las cuatro paredes carecían de rasgos diferenciales, y estaban formados todos ellos por planchas de bronce de sesenta centímetros soldadas sin unión.
Era la última estancia cerrada, y Wellby disponía sólo de otra media hora para salir de ella. El demonio le contemplaba con expresión de concentrada anticipación.
Isidore Wellby había firmado diez años antes, que se cumplían aquel día.
—Pagamos de antemano —insistió Shapur en tono persuasivo—. Diez años de todo cuanto desee, dentro de lo razonable. Al final, pasará a ser un demonio. Uno de los nuestros, con un nuevo nombre de demoníaca potencia y todos los privilegios que eso incluye. Apenas se dará cuenta de que está condenado. De todos modos, aunque no firme, tal vez acabe igual en el fuego, por el simple curso de los acontecimientos. Nunca se sabe… Fíjese en mí. No lo hago tan mal. Firmé, disfruté de mis diez años, y aquí estoy. No lo hago tan mal.
—En ese caso, si puedo terminar por condenarme, ¿por qué se muestra tan ansioso de que firme? —preguntó Wellby.
—No resulta fácil reclutar directivos para el infierno —respondió el demonio con un franco encogimiento de hombros, que intensificó el débil olor a bióxido sulfúrico que se advertía en el aire—. Todo el mundo especula para llegar al cielo. Una pobre especulación, pero así es. Yo creo que usted es demasiado sensible para eso. Pero entretanto nos encontramos con más almas condenadas de las que somos capaces de atender y una creciente penuria en el plano administrativo.
Wellby, que acababa de ser licenciado del ejército con muy poco entre las manos, a excepción de una cojera y la carta de despedida de una muchacha a la que en cierto modo amaba aún, se pinchó el dedo y suspiró.
Lógicamente, leyó primero el pequeño impreso. Tras la firma con su sangre, se depositaría en su cuenta cierta cantidad de poder demoníaco. No sabía en detalle cómo se manejaban aquellos poderes, ni siquiera la naturaleza de los mismos. Sin embargo, vería colmados sus deseos de tal modo que parecerían el producto de mecanismos perfectamente normales.
Desde luego, no se cumpliría ningún deseo que interfiriese con los designios superiores y con los propósitos de la historia humana. Wellby enarcó las cejas ante esta cláusula.
Shapur carraspeó.
—Una precaución que nos ha sido impuesta por… ¡ejem!… arriba. Sea razonable. La limitación no le supondrá obstáculo alguno.
—Parece también una cláusula trampa.
—Algo de eso, sí. Después de todo, hemos de comprobar sus aptitudes para el puesto. Como ve, se establece que, al finalizar sus diez años, habrá de ejecutar una tarea para nosotros, una labor que sus poderes demoníacos le harán perfectamente posible realizar. No le diremos aún la naturaleza de esa tarea, pero dispondrá de diez años para estudiar sus poderes. Considere toda la cuestión como un examen de ingreso.
—Y si no paso la prueba, ¿qué?
—En tal caso —respondió el demonio—, será usted una vulgar alma condenada. —Y como al fin y al cabo era demonio, sus ojos fulguraron humeantes ante la idea, y sus ganchudos dedos se retorcieron como si los sintiera ya profundamente clavados en las partes vitales de su interlocutor. No obstante, añadió con suavidad—: ¡Oh, vamos! La prueba será sencilla. Preferimos tenerle como directivo que como un alma más en nuestras manos.
A Wellby, sumido en melancólicos pensamientos sobre su inasequible amada, le importaba muy poco por el momento lo que sucedería al cabo de diez años. Firmó.
Los diez años pasaron rápidamente. Como el demonio había predicho, Isidore Wellby se mostró razonable y las cosas marcharon bien. Aceptó un trabajo y, como aparecía siempre en el momento adecuado y en el lugar oportuno y siempre decía la palabra apropiada al hombre apropiado, alcanzó pronto un puesto de gran autoridad.
Las inversiones que hacía resultaban invariablemente beneficiosas. Y lo más gratificante era que su chica volvió a él con el arrepentimiento más sincero y la más satisfactoria adoración.
Su casamiento fue feliz y bendecido con cuatro criaturas, dos varones y dos hembras, todos ellos inteligentes y con un comportamiento razonable. Al final de los diez años, se hallaba en la cúspide de su autoridad, reputación y riqueza, en tanto que su mujer, al madurar, se había vuelto todavía más bella.
Y a los diez años (en el día justo, naturalmente) de establecer el pacto, se despertó para encontrarse, no en su dormitorio, sino en una horrible cámara de bronce de la más espantosa solidez, sin más compañía que la de un ávido demonio.
—Todo lo que tiene que hacer es salir de aquí y se convertirá en uno de los nuestros —le explicó Shapur—. Lo conseguirá con facilidad empleando con lógica sus poderes demoníacos, siempre que sepa cómo manejarlos. A estas alturas, debería saberlo.
—Mi mujer y mis pequeños se inquietarán mucho por mi desaparición —dijo Wellby, con un comienzo de arrepentimiento.
—Hallarán su cadáver —manifestó el demonio en tono de consuelo—. Habrá muerto al parecer de un ataque al corazón. Celebrarán unos funerales magníficos. El sacerdote anunciará su subida al cielo, y nosotros no le desilusionaremos, como tampoco a quienes le estén escuchando. Vamos, Wellby, dispone usted de tiempo hasta el mediodía.
Wellby, que se había acorazado en su inconsciente durante los diez años para este momento, se sintió menos asaltado por el pánico de lo que podía haberlo estado. Miró inquisitivo a su alrededor.
—¿Está herméticamente cerrada esta habitación? ¿No hay aberturas secretas?
—Ninguna en paredes, piso o techo —dijo el demonio con deleite profesional ante su obra—. Ni tampoco en las intersecciones de cualquiera de las superficies. ¿Va a renunciar?
—No, no. Déme tan sólo tiempo.
Wellby meditó intensamente. No había señal alguna de cierre en la estancia. Sin embargo, se notaba como una corriente de aire. Tal vez penetrase por desmaterialización a través de las paredes. Acaso también el demonio había entrado así. Cabía en lo posible que él, Wellby, pudiera desmaterializarse para salir. Lo preguntó.
El demonio le respondió con una risita entre sus dientes afilados.
—La desmaterialización no forma parte de sus poderes. Ni tampoco la empleé yo para entrar.
—¿Está seguro?
—La cámara es de mi propia creación —manifestó petulante el demonio—. La construí especialmente para usted.
—¿Y penetró desde el exterior?
—Así fue.
—¿Y yo también podría hacerlo con los poderes demoníacos que poseo?
—En efecto. Mire, seamos precisos. No puede moverse a través de la materia, pero sí en cualquier dimensión, por un simple esfuerzo de su voluntad. Arriba y abajo, a derecha e izquierda, oblicuamente, etcétera, mas no atravesar la materia en modo alguno.
Wellby siguió cavilando, mientras Shapur le señalaba la suma e inconmovible solidez de las paredes de bronce, del piso y del techo, y su inquebrantable acabado.
A Wellby le pareció obvio que Shapur, por mucho que creyera en la necesidad de reclutar directivos, estaba pura y simplemente conteniendo su demoníaco placer ante la posibilidad de ver en sus garras una vulgar alma condenada, para jugar con ella al gato y al ratón.
—Cuando menos —dijo Wellby, con afligido intento de aferrarse a la filosofía—, me quedará el consuelo de pensar en los diez felices años de que disfruté. Seguro que eso significará un alivio y un consuelo hasta para un alma condenada en el infierno.
—En absoluto —denegó el demonio—. ¿Qué clase de infierno sería si se permitiesen consolaciones? Todo cuanto uno obtiene en la Tierra por pacto con el diablo, como en su caso (o el mío), es punto por punto lo mismo que se habría logrado sin tal pacto, de haber trabajado con laboriosidad y plena confianza en… arriba. Eso es lo que transforma tales convenios en algo tan auténticamente demoníaco.
Y el demonio rió con una especie de regocijado aullido.
Wellby exclamó lleno de indignación:
—¿Quiere decir que mi mujer hubiese vuelto a mí aunque no hubiese firmado el contrato?
—Cabe en lo posible —respondió Shapur—. Todo cuanto sucede es por voluntad de… arriba. Ni siquiera nosotros podemos cambiar eso.
El pesar de aquel momento debió de agudizar los sentidos de Wellby, pues fue entonces cuando se desvaneció, dejando la habitación vacía, excepto por la presencia de un sorprendido demonio. Y la sorpresa de éste se tomó furia cuando reparó en el contrato con Wellby que había estado sosteniendo en su mano hasta aquel momento para la acción final, en un sentido o en otro.
Diez años (día por día, claro) después de que Isidore Wellby hubiera firmado su pacto con Shapur, el demonio penetró en su despacho y le dijo con el mayor enojo:
—¡Mire aquí…!
Wellby alzó la vista de su trabajo, asombrado.
—¿Quién es usted?
—Sabe demasiado bien quién soy.
Y miró al hombre con ojos duros y penetrantes.
—En absoluto —respondió Wellby.
—Creo que dice la verdad, pero le refrescaré la memoria.
Y así lo hizo en el acto, detallando los acontecimientos de los últimos diez años.
—¡Ah, sí! —dijo Wellby—. Puedo explicarlo, desde luego, ¿pero está seguro de que no seremos interrumpidos?
—No, no lo seremos —respondió ceñudo el demonio.
—Bueno, pues me hallaba en aquella cámara cerrada de bronce y…
—No me interesa eso. Lo que quiero es saber…
—¡Por favor! Déjeme que lo cuente a mi modo.
El demonio contrajo las mandíbulas y exhaló tal cantidad de bióxido sulfúrico que Wellby tosió y adoptó una expresión de sufrimiento.
—Si quisiera apartarse un poco… —rogó—. Gracias… Así, pues, me hallaba en aquella cámara cerrada de bronce y recuerdo que usted me exponía la ausencia de toda solución de continuidad en las cuatro pareces, el piso y el techo. Y se me ocurrió preguntarme por qué especificaba eso. ¿Qué más había, aparte de las paredes, el piso y el techo? Definía usted un espacio tridimensional, completamente circunscrito. Y eso era, en efecto. Tridimensional. La habitación no estaba incluida en la cuarta dimensión. No existía de forma indefinida en el pasado. Dijo que la había creado para mí. Pensé entonces que, si uno se trasladaba al pasado, llegaría a un punto en el tiempo, en el que no existía la cámara y, por lo tanto, se hallaría fuera de la misma. Más aún, usted había dicho que podía moverme en cualquier dimensión, y el tiempo se considera sin la menor duda una dimensión. En todo caso, tan pronto como decidí moverme hacia el pasado, me retrotraje a tremenda velocidad, y de repente el bronce desapareció.
Shapur clamó acongojado.
—Ya me lo imagino. No podría haber escapado de otra manera. Es ese contrato suyo lo que me preocupa. No se ha convertido en una vulgar alma condenada. De acuerdo, eso forma parte del juego. Pero al menos debe ser uno de los nuestros, un ejecutivo. Para eso se le pagó. Si no lo entrego abajo, me veré en un enorme lío.
Wellby se encogió de hombros.
—Lo siento por usted, desde luego, pero no puedo ayudarle. Debió de haber creado la cámara de bronce inmediatamente después de que yo estampara mi firma en el documento. Como no fue así, al salir de ella me encontré justo en el momento en que establecíamos nuestro convenio. Allí estaba usted de nuevo y allí estaba yo. Usted empujando el contrato hacia mí, y una pluma con la que me había de pinchar el dedo. Sin duda, al retroceder en el tiempo, el futuro se borró de mi recuerdo, pero no del todo al parecer. Al tenderme usted el contrato, me sentí inquieto. No recordé el futuro, pero me sentí inquieto. Por lo tanto, no firmé. Le devolví el contrato en blanco.