Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
—Si hicieran algo por el estilo —opinó Norman—, los políticos seguirían como buitres los anuncios. Y cuando la cosa se redujera a un municipio, habría un congresista o dos en cada esquina.
Matthew entornó los ojos y se frotó con rabia su cabello ralo y gris.
—Son buitres de todos modos. Escuchad…
—Vamos, padre… —murmuró Sarah.
La voz de Matthew se alzó sin tropiezos sobre su protesta:
—Mirad, yo andaba por allí cuando entronizaron a Multivac. Él terminaría con los partidismos políticos, dijeron. No más dinero electoral despilfarrado en las campañas. No habría otro don nadie introducido a presión y a bombo y platillo de publicidad en el Congreso o la Casa Blanca. ¿Y qué sucede? Pues que hay más campaña que nunca, sólo que ahora la hacen en secreto. Envían tipos a Indiana a causa del Acta Hawkins-Smith y otros a California para el caso de que la situación de Joe Hammer se convierta en crucial. Lo que yo digo es que se han de eliminar todas esas insensateces. ¡Hay que volver al bueno y viejo…!
Linda preguntó de súbito:
—¿No quieres que papi vote este año, abuelito?
Matthew miró a la chiquilla.
—No lo entenderías. —Se volvió a Norman y Sarah—. En un tiempo, yo voté también. Me dirigía sin rodeos a la urna, depositaba mi papeleta y votaba. Nada más que eso. Me limitaba a decirme: ese tipo es mi hombre y voto por él. Así debería ser.
Linda dijo, llena de excitación:
—¿Votaste, abuelo? ¿Lo hiciste de verdad?
Sarah se inclinó hacia ella con presteza, tratando de paliar lo que muy bien podía convertirse en una historia incongruente, trascendiendo al vecindario.
—No es eso, Linda. El abuelito no quiso decir realmente votar. Todo el mundo hacía esa especie de votación cuando tu abuelo era niño, y también él, pero no se trataba realmente de votar.
Matthew rugió:
—No sucedió cuando era niño. Tenía ya veintidós años, y voté por Langley. Fue una auténtica votación. Quizá mi voto no contase mucho, pero era tan bueno como el de cualquiera. Como el de cualquiera —recalcó—. Y sin ningún Multivac para…
Norman intervino entonces:
—Está bien, Linda, ya es hora de acostarte. Y deja de hacer preguntas sobre las votaciones. Cuando seas mayorcita, lo comprenderás todo.
La besó con antiséptica amabilidad, y ella se puso en marcha, renuente, bajo la tutela materna, con la promesa de ver el visor desde la cama hasta las nueve y cuarto, si se prestaba primero al ritual del baño.
—Abuelito —dijo Linda.
Y se quedó ante él con la mandíbula caída y las manos a la espalda, hasta que el periódico del viejo se apartó y asomaron las espesas cejas y unos ojos anidados entre finas arrugas. Era el viernes 31 de octubre.
Linda se aproximó y posó ambos antebrazos sobre una de las rodillas del viejo, de manera que éste tuvo que dejar a un lado el periódico.
—Abuelito —volvió a la carga la pequeña—, ¿de verdad que votaste alguna vez?
—Ya me oíste decir que sí, ¿no es cierto? ¿No irás a creer que cuento bolas?
—Nooo… Pero mamá dice que todo el mundo votaba entonces.
—Pues claro que lo hacían.
—¿Cómo podían hacerlo? ¿Cómo podía votar todo el mundo?
Matthew miró gravemente a su nieta y luego la alzó, sentándola sobre sus rodillas. Por último, moderando el tono de su voz, dijo:
—Mira, Linda, hasta hace unos cuarenta años, todo el mundo votaba. Pongamos que deseábamos decidir quién había de ser el nuevo presidente de los Estados Unidos… Demócratas y republicanos nombraban a su respectivo candidato, y cada uno decía cuál de los dos quería. Una vez pasado el día de las elecciones, se hacía el recuento de votos de las personas que deseaban al candidato demócrata y las que deseaban al republicano. Y el que había recibido más votos se llevaba la palma. ¿Lo ves?
Linda asintió.
—¿Cómo sabía la gente por quién votar? —preguntó—. ¿Se lo decía Multivac?
Las cejas de Matthew se fruncieron, y adoptó un aspecto severo.
—Se basaban tan sólo en su propio criterio, pequeña.
La niña se apartó un tanto del viejo, y éste volvió a bajar la voz:
—No estoy enojado contigo, Linda. Pero mira, a veces llevaba toda la noche contar…, sí, hacer el recuento de lo que opinaban unos y otros, a quién habían votado. Todo el mundo se impacientaba. Por ello se inventaron máquinas especiales, capaces de comparar los primeros votos con los de los mismos lugares en años anteriores. De esta manera, la máquina preveía cómo se presentaba la votación en su conjunto y quién sería elegido. ¿Lo entiendes?
—Como Multivac —asintió ella.
—Los primeros ordenadores eran mucho más pequeños que Multivac. Pero las máquinas fueron aumentando de tamaño y, al mismo tiempo, iban siendo capaces de indicar cómo iría la elección a partir de menos y menos votos. Por fin, construyeron Multivac, que puede preverlo a partir de un solo votante.
Linda sonrió al llegar a la parte familiar de la historia y exclamó:
—¡Qué bonito!
Matthew frunció de nuevo el entrecejo.
—No, no tiene nada de bonito. No quiero que una máquina decida lo que yo hubiera votado sólo porque un chunguista de Milwaukee dice que está en contra de que se suban las tarifas. A mí tal vez me hubiese dado por votar a ciegas sólo por gusto. O acaso me hubiese negado a votar en absoluto. Y tal vez…
Pero Linda se había escurrido de sus rodillas y se batía en retirada.
En la puerta tropezó con su madre, quien llevaba aún puesto el abrigo. Ni siquiera había tenido tiempo de quitarse el sombrero.
—Apártate un poco, Linda —ordenó, jadeante aún—. No me cierres el paso.
Al ver a Matthew, dijo, mientras se quitaba el sombrero y se alisaba el pelo:
—Vengo de casa de Agatha.
Matthew miró a su hija con aire desaprobador y, desdeñando la información, se limitó a gruñir y recoger el periódico.
Sarah se desabrochó el abrigo y continuó:
—¿A que no sabes lo que me ha dicho?
Matthew alisó el periódico con un crujido, para proseguir la lectura interrumpida por su nieta.
—Ni lo sé ni me importa.
—¡Vamos, padre…!
Pero Sarah no tenía tiempo para enfadarse. Necesitaba comunicar a alguien las noticias, y Matthew era el único receptor a mano a quien confiarlas.
—Joe, el marido de Agatha, es policía, ya sabes, y dice que anoche llegó a Bloomington todo un cargamento de agentes de la secreta.
—No creo que anden tras de mí.
—¿Es que no te das cuenta, padre? Agentes de la secreta… Y casi ha llegado el momento de las elecciones. ¡En Bloomington!
—Acaso anden en busca de algún ladrón de bancos.
—No ha habido un robo en ningún banco de la ciudad hace muchos años… ¡Padre, eres imposible!
Y Sarah abandonó la habitación.
Tampoco Norman Muller recibió las noticias con mayor excitación, al menos perceptible.
—Bueno, Sarah, ¿y cómo sabía Joe, el marido de Agatha, que se trataba de agentes de la secreta? —preguntó con calma—. No creo que anduviesen por ahí con el carnet pegado en la frente.
Pero a la tarde siguiente, cuando ya noviembre tenía un día, Sarah anunció triunfalmente:
—Todo Bloomington espera que sea alguien de la localidad el votante. Así lo publica el News, y también lo dijeron por la radio.
Norman se agitó desasosegado. No podía negarlo, y su corazón desfallecía. Si Bloomington iba a ser alcanzado por el rayo de Multivac, ello supondría periodistas, espectaculares transmisiones por video, turistas y toda clase de…, de perturbaciones. Norman apreciaba la tranquila rutina de su vida, y la distante y alborotada agitación de los políticos se estaba aproximando de un modo que resultaba incómodo.
—Un simple rumor —rechazó—. Nada más.
—Pues espera y verás. No tienes más que esperar.
Según se desarrollaron las cosas, el compás de espera fue extraordinariamente corto. El timbre de la puerta, sonó con insistencia. Cuando Norman Muller la abrió, se vio frente a un hombre de elevada estatura y rostro grave.
—¿Qué desea? —preguntó Norman.
—¿Es usted Norman Muller?
—Sí.
Su voz sonó singularmente opaca. No resultaba difícil averiguar, por el porte del desconocido, que representaba a la autoridad. Y la naturaleza de su súbita visita era tan manifiesta como inimaginable le pareciese hasta unos momentos antes.
El hombre mostró su documentación, penetró en la casa, cerró la puerta tras de sí y dijo con acento oficial:
—Señor Norman Muller, en nombre del presidente de los Estados Unidos, tengo el honor de informarle que ha sido usted elegido para representar al electorado norteamericano el martes día 4 de noviembre del año 2008.
Con gran dificultad, Norman Muller logró caminar sin ayuda hasta su butaca, en la cual se sentó con el rostro pálido y casi sin sentido, mientras Sarah traía agua, le frotaba asustada las manos y le cuchicheaba apretando los dientes:
—No vayas a desmayarte ahora, Norman. Elegirán a otro…
Cuando por fin logró recuperar el uso de la palabra, Norman murmuró a su vez:
—Lo siento, señor.
—¡Bah! No tiene importancia —le tranquilizó el visitante. Todo rastro de formalidad oficial parecía haberse desvanecido tras la notificación, dejando sólo un hombre abierto y más bien amistoso—. Es la sexta vez que me corresponde comunicarlo al interesado y he visto toda clase de reacciones. Ninguna de ellas se ajustó a la que vieron en el video. Saben a lo que me refiero, ¿verdad? Un aire de consagración y entrega, y un personaje que dice: «Será para mí un gran privilegio servir a mi país…» Toda esa serie de cosas…
El agente rió para alentarles. La risa con que Sarah le acompañó tuvo un acento de aguda histeria. El agente prosiguió:
—Permaneceré con ustedes durante algún tiempo. Mi nombre es Phil Handley. Les agradeceré que me llamen Phil. Señor Muller, no podrá abandonar la casa hasta el día de las elecciones. Usted, señora, informará al almacén de que su marido está enfermo. Puede salir a hacer la compra, pero habrá de despacharla con la mayor brevedad posible. Y desde luego, guardará una absoluta reserva sobre el particular. ¿De acuerdo, señora Muller?
—Sí, señor. Ni una palabra —confirmó Sarah, con un vigoroso asentimiento de cabeza.
—Perfecto, señora Muller. —Handley adoptó un tono muy grave al añadir—: Tenga en cuenta que esto no es un juego. Por lo tanto, salga sólo en caso de que le sea absolutamente preciso y, cuando lo haga, la seguirán. Lo siento, pero estamos obligados a actuar así.
—¿Seguirme?
—Nadie lo advertirá… No se preocupe. Y será sólo durante un par de días, hasta que se haga el anuncio formal a la nación. En cuanto a su hija…
—Está en la cama —se apresuró a decir Sarah.
—Bien. Se le dirá que soy un pariente o amigo de la familia. Si descubre la verdad, habrá de permanecer encerrada en casa. Y en todo caso, su padre será mejor que no salga.
—No le gustará nada —dudó Sarah.
—No queda más remedio. Y ahora, puesto que nadie más vive con ustedes…
—Al parecer, está muy bien informado sobre nosotros —murmuró Norman.
—Bastante —convino Handley—. De todos modos, éstas son por el momento mis instrucciones. Intentaré, por mi parte, cooperar en la medida de lo posible y no causarles molestias. El gobierno pagará mi mantenimiento, así que no supondré ningún gasto para ustedes. Cada noche, seré relevado por alguien que se instalará en esta habitación. No habrá problemas de acomodo para dormir. Y ahora, señor Muller…
—¿Sí, señor?
—Llámeme Phil —repitió el agente—. Estos dos días preliminares antes del anuncio formal servirán para que se acostumbre a ver su posición. Preferimos que se enfrente a Multivac en un estado mental lo más normal posible. Descanse tranquilo e intente tomarse todo esto como si se tratase de su trabajo diario. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —respondió Norman. De pronto, denegó violentamente con la cabeza—. ¡Pero yo no deseo esa responsabilidad! ¿Por qué yo?
—Muy bien, vayamos al grano. Multivac sopesa toda clase de factores conocidos, billones de ellos. Pero existe un factor desconocido, y creo que seguirá siéndolo por mucho tiempo. Dicho factor es el módulo de reacción de la mente humana. Todos los norteamericanos están sometidos a la presión moldeadora de lo que los otros norteamericanos hacen y dicen, de las cosas que a él se le hacen y de las que él hace a los demás. Cualquier norteamericano puede ser llevado ante Multivac para determinar la tendencia de todas las demás mentes del país. En un momento dado, algunos norteamericanos resultan mejores que otros a tal fin. Eso depende de los acontecimientos del año. Multivac le seleccionó a usted como al más representativo del actual. No el más despejado, ni el más fuerte, ni el más dichoso, sino el más representativo. Y no vamos a dudar de Multivac, ¿no es así?
—¿Y no podría equivocarse? —preguntó Norman.
Sarah, que escuchaba impaciente, le interrumpió:
—No le haga caso, señor. Está nervioso… En realidad, es muy instruido y ha seguido siempre las cuestiones políticas de cerca.
—Multivac toma las decisiones, señora Muller —respondió Handley—. Y él eligió a su esposo.
—¿Pero seguro que lo sabe todo? —insistió Norman tercamente—. ¿No podría haber cometido un error?
—Pues sí. No hay motivo para no ser franco. En 1993, el votante seleccionado murió de un ataque dos horas antes del instante fijado para notificarle su elección. Multivac no predijo aquello. Le era imposible. Un votante puede ser mentalmente inestable, moralmente improcedente, incluso desleal. Multivac no puede conocerlo todo sobre todos, si no se le proporcionan los datos. Por eso, siempre se seleccionan algunos candidatos más. No creo que tengamos que recurrir a ninguno de ellos en esta ocasión. Usted está en buen estado de salud, señor Muller, y ha sido investigado a fondo. Sirve.
Norman ocultó el rostro entre las manos y se quedó inmóvil.
—Mañana por la mañana se encontrará perfectamente bien —intervino Sarah—. Tiene que acostumbrarse a la idea, eso es todo.
—Desde luego —asintió Handley.
En la intimidad del dormitorio, Sarah Muller se expresó de distinta y más enérgica manera. El estribillo de su perorata era el siguiente:
—Compórtate como es debido, Norman. Parece como si intentaras lanzar por la borda la suerte de tu vida.
Norman musitó desesperado: