Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
Por consiguiente, quedó muy sorprendido cuando el segundo Discípulo, en lugar de utilizar el enorme puntero para señalar una pregunta sobre la pizarra, lo cogía por el otro extremo y lo bajaba sobre su cabeza.
¡Las luces se apagaron!
Cuando volvió en sí se hallaba debajo de la cinta, en el mismo fondo de la cueva. Lo habían atado, y el Discípulo Rebelde y otros tres estaban hablando de él.
—No ha podido ser persuadido —iba diciendo el Discípulo-. Crumley debe haberle administrado doble tratamiento, o algo así.
—Será el último doble tratamiento que Crumley pueda dar —aseguró el hombrecillo obeso.
—Esperemos que así sea. ¿Qué tal va?
—Muy bien. Muy bien, de veras. Nos teleportamos a la Sección Cuatro hace unas dos horas. Ha sido un milagro perfecto.
El Discípulo estaba contento.
—¡Magnífico! ¿Cómo van en la Cuatro?
El hombrecillo obeso cloqueó con los labios.
—Pues, la verdad, no muy animados. Por alguna razón, están sufriendo efectos raros, por allá. Los milagros sólo suceden. Incluso los crumleyitas corrientes son capaces de hacerlos, y a veces… simplemente suceden. Es extremadamente molesto.
—Humm, eso es malo. Si hay demasiados problemas, Crumley comenzará a sospechar. Si investiga primero allá, es capaz de reconvertirlos a todos en un periquete, antes de venir aquí. Entonces, sin el apoyo de aquéllos, quizá no seamos bastante fuertes para hacerle frente.
—Di, ahora —interpuso aprensivamente el obeso— que ni siquiera
ahora
lo somos bastante fuertes, lo sabes. Nada de esto saldrá mal.
—Somos bastante fuertes —replicó el Discípulo en tono severo— para debilitarle el tiempo suficiente para conseguir un nuevo dios, y luego…
—Un nuevo dios, ¿eh? —dijo otro. Y movió la
cabeza
con aire enterado.
—Claro —respondió el Discípulo—. Un dios nuevo, creado por nosotros, puede ser destruido por nosotros. Estará completamente dominado y entonces, en lugar de esta tiranía de un único hombre, podemos tener una especie de… er… concejo.
Hubo sonrisas generalizadas y todo el mundo parecía satisfecho.
—Pero discutiremos eso más tarde, en otro momento —continuó el Discípulo, vivamente—. Vamos a Creer sólo un poco. Crumley no es estúpido, ya sabéis, y no queremos que observe ningún debilitamiento. Vamos, pues. Todos juntos.
Cerraron los ojos, se concentraron un poco y los abrieron de nuevo con un suspiro.
—Bien —dijo el hombrecillo obeso—,
eso
ha terminado. Será mejor que regrese.
Desde debajo de la cinta, Cullen le observaba. Al flexionar las rodillas y levantar los ojos, se parecía singularmente a una gallina a punto de volar a un árbol. El parecido se acentuó no poco cuando extendió los brazos, dio un saltito y se alejó revoloteando.
Cullen pudo seguir el vuelo con sólo fijarse en los ojos de los tres que quedaban. Se movían hacia arriba, cada vez más, siguiendo al obeso hasta la misma cima de la cueva, al parecer. Había un aire de auto-satisfacción en aquellos ojos. Estaban muy dichosos por sus milagro.
Después, se marcharon todos y dejaron a Cullen con su santa indignación. Estaba impactado hasta lo más profundo de su ser por haber asistido a aquella pecaminosa rebelión, aquella apostasía, aquella… aquella… No había palabras para ello, ni siquiera cuando intentó con el gaélico.
Imagine, intentar la creación un dios que estuviera bajo el control de sus creadores. Era una herejía antropomórfica (¡vaya!, ¿dónde había oído esta palabra?) y minaba las raíces de toda religión. ¿Se quedaría tendido allí, observando que algo minaba las raíces de todas las religiones? ¿Consentiría que mister Crumley (ojalá nadase por mares de éxtasis) fuera depuesto?
¡Jamás!
Pero las cuerdas pensaban de otra manera, de modo que tuvo que quedarse.
Y entonces se produjo una interrupción en sus pensamientos. Llegaba un sonido bajo, retumbante…, un sonido que habría sido una voz, de no haber tenido un tono tan increíblemente bajo. Encerraba una amenaza que pedía una atención inmediata. La consiguió de Cullen, que temblaba en sus ataduras; de los demás en la cueva, que temblaban más intensamente todavía al no estar limitados por sogas; de la misma cinta, que se detuvo con una sacudida y tembló tremendamente.
El Discípulo Rebelde cayó de rodillas y tembló más que ninguno de los demás.
La voz llegó de nuevo, esta vez hablando un lenguaje inteligible:
—¿DONDE ESTA ESE HOLGAZÁN, CRUMLEY? —rugió.
No aguardó una respuesta. Una nube de sombras se condensó en el centro de la sala y escupió un relámpago negro contra la cinta. Del punto donde había caído el relámpago se levantó una mota de fuego que se propagaba lentamente. Por donde pasaba, la cinta dejaba de salir. Estaba lejos de Cullen, pero había seres humanos más cerca, entre los cuales se armó un tremendo barullo de fugas.
Cullen tenía muchísimas ganas de unirse a los demás, pero por desgracia el Discípulo que le había atado había pertenecido, evidentemente, a los
boy scouts
. Los sacudones, contorsiones y tirones no tenían el menor efecto sobre las tenaces sogas, de modo que volvió al gaélico y a los deseos. Deseaba escapar. Deseaba no estar atado. Deseaba encontrarse lejos de aquella llama devoradora. Deseaba infinidad de cosas, algunas no publicables, pero principalmente ésas.
Y con ellas, sintió una ligera presión deslizante y a sus pies había una desordenada pila de fibras de cáñamo. Evidentemente, las fuerzas liberadas por la rebelión estaban escapando fuera de control allí lo mismo que en la Sección Cuatro. ¿Qué había dicho el hombrecillo obeso? «Los milagros están sólo sucediendo. Hasta los crumleyitas corrientes son capaces de hacerlos,
y a
veces… simplemente suceden.»
Pero ¿por qué perder tiempo? Corrió hacia la pared de roca y bramó el deseo de que se disolviera en la nada. Aulló varias veces con modificaciones gaélicas, pero la pared ni siquiera se ablandó un poco. Cullen miraba desorbitado, y entonces vio el agujero. Estaba en el costado diametralmente opuesto de la cueva a la posición de Cullen en el fondo, y a unas tres vueltas de la cinta hacia arriba. La espiral superior pasaba por debajo exactamente de él.
De alguna manera dio el salto que le permitió sujetarse del reborde inferior de la espiral, se retorció hasta ubicarse encima y echó a correr con un salto. El fuego de la desintegración estaba muy lejos detrás de él, pero iba ganando ventaja. Corrió cinta arriba hasta la tercera vuelta, sin tomarse el tiempo de sentirse mareado por causa de la forma circular. Pero cuando llegó allá, el agujero grande, negro y atractivo estaba tan sólo un poco más alto de lo que él era
capaz
de saltar.
Cullen se recostó contra la pared, jadeando. La mota de fuego se había convertido ahora en dos, que se arrastraban en ambas direcciones desde una brecha de unos veinte pies en la cinta. Todos los de la cueva, unas doscientas personas, estaban en movimiento, y todos hacían alguna clase de ruido.
De alguna manera, la visión le estimuló. Le dio nervio para realizar nuevos esfuerzos para meterse dentro del agujero. Alocadamente, intentó trepar por la pared escarpada, pero no lo consiguió.
Y entonces mister Crumley asomó la
cabeza
por el agujero y dijo:
—¡Oh, mi divina compasión, qué desorden tan perfecto! ¡Dios me libre! ¡Suba aquí, Cullen! ¿Por qué se queda ahí abajo?
Una gran paz descendió sobre Cullen.
—Salve, mister Crumley —gritó—. Ojalá huela usted la esencia de rosas eternamente.
Crumley parecía complacido.
—Gracias, Cullen.
Agitó la mano, y el Conductor se encontró a su lado… una simple cuestión de levitación. Una vez más, en lo íntimo de su alma, Cullen decidió que ahí había un
dios.
—Y ahora —dijo mister Crumley—, hemos de correr, correr, correr. Con la rebelión de los Discípulos, he perdido la mayor parte de mi poder, y mi coche del metro está atascado a mitad de camino. Necesitaré la ayuda de usted. ¡Corra!
Cullen no tuvo tiempo de admirar el diminuto metro al final del túnel. Saltó fuera del andén, pisándole los talones a Crumley, y voló unos cien pies tubo abajo hacia donde se hallaba el coche parado. Flotó por la puerta abierta con la gracia de un bailarín. Mister Crumley se había encargado de que así fuera.
—Cullen —le dijo—, arranque esta cosa y llévela otra vez hacia la línea normal. Y tenga cuidado;
él
me está esperando.
—¿Quién?
—Él, el nuevo dios. Imagine aquellos tontos —no, idiotas— pensando que podrían crear un dios gobernable, cuando la esencia de la divinidad está en ser ingobernable. Naturalmente, cuando hicieron un dios para destruirme a mí, crearon un Destructor, y destruirá todo lo creado por mí que tenga a la vista, incluso mis Discípulos.
Cullen trabajó prestamente. Sabía cómo arrancar coche 30.990; y cualquier Conductor lo sabría. Corrió hasta el otro extremo del coche por la palanca de control, la movió y regresó a toda velocidad. Era todo lo que necesitaba. Había corriente en el raíl; las luces estaban encendidas; y no había ninguna señal de detención entre él y el País de Dios.
Mister Crumley se tendió en un asiento.
—Guarde un silencio total. Es posible que a usted le deje pasar. Yo voy a desaparecer, y quizá él no advierta mi presencia. En todo caso, a usted no le hará ningún daño…
confío
. ¡Dios me libre! Desde que todo esto comenzó en la Sección Cuatro, las cosas están hechas un lío.
Pasaron ocho estaciones antes de que sucediera nada y entonces llegaron a la del Círculo de Utopía, y… bien, no
sucedió
nada realmente. Fue sólo una impresión… la impresión de estar, por unos segundos, rodeado de gente que le miraba con virulenta hostilidad. No eran personas exactamente, sino una persona. Tampoco era una persona, sino un ojo enorme, vigilando, vigilando, vigilando.
Pero la impresión pasó, y casi inmediatamente Cullen vio un rótulo blanco y negro en el costado del túnel: «Flatbush Avenue» Pisó el freno precipitadamente, porque allí había un convoy aguardando. Pero los controles no funcionaron como debían, y el coche siguió adelante hasta que estuvo en contacto con los otros delante. Con un suave chasquido, quedó enganchado y el 30.990 fue solamente el último vagón del tren.
Había sido obra de mister Crumley, naturalmente. Estaba de pie, detrás de él, observando.
—No le ha alcanzado, ¿verdad que no? No… ya veo que no.
—¿Corremos más peligros? —preguntó Cullen, ansioso.
—No lo creo —respondió tristemente mister Crumley—. Después de que haya destruido toda mi creación, no habrá nada que destruir y, privado de función, simplemente dejará de existir. He ahí el resultado de este trabajo repugnante y sucio. Estoy disgustado con los seres humanos.
—No diga eso —exclamó Cullen.
—Lo diré —replicó Crumley con furia—. Los seres humanos no están en condiciones de tener un dios. Causan demasiados problemas y preocupaciones. Le harían salir canas a cualquier dios que se respete, y supongo que usted piensa que un dios canoso se ve muy digno. ¡Al diablo todos los humanos! Pueden pasarse sin mí. Desde ahora en adelante, me iré a África y lo intentaré con los chimpancés. Apuesto a que serán un material mucho mejor.
—Pero espere —gimió Cullen—. ¿Y yo? Yo
creo
en usted.
—Oh, Dios mío, de nada serviría. ¡Vamos! Retorne a la normalidad.
La mano de mister Crumley acarició el aire, y Cullen, convertido una vez más en un buen Irlandés Temeroso de Dios, soltó un bramido en el gaélico más puro y arremetió contra él.
—¡Vaya, tú malandrín blasfemo…!
Pero no había ningún mister Crumley. Había sólo un Despachador, preguntándole con muy poca cortesía —en inglés—, qué requetediablos le estaba ocurriendo.
“Shah Guido G.”
Una vez al año, Philo Plat visitaba el escenario de su crimen. Era una forma de penitencia. Cada aniversario trepaba hasta la desnuda cresta y extendía la mirada por los kilómetros y kilómetros de metal aplastado, hormigón y huesos.
Era una zona desolada. Las arrugadas masas de metal seguían inmaculadas, sin oxidarse, con unos desordenados dientes levantados en ira fútil. Revueltos por allí había los esqueletos de los millares de personas de todas las edades y ambos sexos que habían perecido. Las calaveras volvían hacia él las cuencas de unos ojos sin ojos, sin vista, desgarradas de maldiciones.
El hedor había desaparecido hacia tiempo del desierto, y nada ni nadie perturbaba las madrigueras de los lagartos. Nadie se acercaba al vallado cementerio donde lo que quedaba de aquellos cuerpos yacía en el desgarrado cráter excavado por aquella ultima caída.
Sólo venía Plat. Año tras año, y siempre, como para apartar tantos Ojos Malignos, traía su medalla de oro. Mientras él permanecía plantado en la lumbre, la medalla colgaba fieramente de su cuello. Tenía inscrita una solemne leyenda: «¡Al Libertador!»
Esta vez Fulton estaba con él. En los días anteriores al choque, cuando había Superiores e Inferiores, Fulton perteneció a estos últimos.
—Me sorprende que te empeñes en venir, Philo —decía Fulton.
Plat respondió:
—Debo. Ya sabes que el ruido del choque se oyó desde centenares de kilómetros; los sismógrafos de todo el mundo lo registraron. Mi nave se encontraba casi encima; las vibraciones del impacto me alcanzaron y me lanzaron a muchos kilómetros. Y sin embargo, el único sonido que recuerdo es aquel terrible alarido de cuando Atlantis inició la caída.
—Había que hacerlo.
—¡Palabras! —suspiró Plat—. Había niños y personas inocentes.
—Nadie es inocente.
—Tampoco lo soy yo. ¿Había de ser yo el verdugo?
—Alguien había de serlo. —Fulton se mantenía firme—. Piensa en el mundo de ahora, veinticinco años después. La democracia reinstaurada, la educación nuevamente para todos, la cultura al alcance de las masas y la ciencia progresando una vez más. Dos expediciones han aterrizado ya en Marte.
—Lo sé, lo sé. Pero aquello también era una cultura. Lo llamaban Atlantis porque era una isla que gobernaba el mundo. Una isla en el cielo, no en el mar. Era una ciudad y un mundo, todo al mismo tiempo, Fulton. Tú no has visto su bóveda de cristal ni sus magníficos edificios. Era una joya única, fabricada con piedra y metal. Era un sueño.