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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

Cuentos completos (307 page)

BOOK: Cuentos completos
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Philo Plat contemplaba la alegre algazara desde cierta distancia. Las plazas del centro de Atlantis eran negros hormigueros de gente. Era un factor favorable. Por su parte, había logrado marcharse de allí sólo con grandes dificultades. Y no demasiado pronto, pues la División de Ondas había hendido ya el firmamento con sus naves.

Las guerreras maniobraban con dificultad, situándose en una posición definitiva sobre el enorme y elevado campo de aterrizaje de Atlantis, que tenía capacidad suficiente para acomodar a la vez a todas sus naves.

Ahora los cruceros descendían verticalmente, en formación de desfile. Plat volvió la vista con gesto rápido hacia la ciudad propiamente dicha. El populacho estaba mucho más quieto, contemplando la no programada demostración, y hasta le pareció que no había visto nunca a tantos Superiores en la Isla Celeste a un mismo tiempo. Por un momento, un último recelo inundó su mente. Había tiempo aún para un aviso.

Pero mientras elaboraba este pensamiento sabia ya que no lo había. Los cruceros descendían a gran velocidad. Tenía que darse prisa, si quería escapar en su pequeño artificio. Con el estómago revuelto por la náusea, se preguntaba, mientras empuñaba los mandos, si sus amigos de la Superficie habrían recibido el mensaje que les dirigiera el día anterior, y si, en caso de haberlo recibido, le habrían dado crédito. Si no actuaban con gran presteza, los Superiores todavía podrían recuperarse, después del primer golpe, por muy devastador que hubiera sido.

Estaba ya en el aire cuando las Ondas aterrizaron: siete mil quinientas naves como gotas de lluvia cubriendo el campo de aviación lo mismo que una red descendente. Plat hizo ganar altura a la suya, sin dejar de observar…

¡Atlantis se quedó a oscuras! Era como una vela sobre la cual hubiera descendido súbitamente una encogida mano. En un instante iluminaba la noche con vivo esplendor en ochenta kilómetros a la redonda, y el siguiente era una negrura sobre el fondo de oscuridad.

Para Plat, los millares de gritos se confundieron en un agudo, perdido alarido de miedo. Huyó, pero las vibraciones del impacto al chocar Atlantis contra la Tierra alcanzaron su nave y la despidieron muy lejos.

Ya nunca más dejaría de oir aquel alarido.

Fulton miraba fijamente a Plat.

—¿Se lo has contado a alguien alguna vez?

Plat movió la cabeza negativamente.

También la mente de Fulton retrocedió un cuarto de siglo.

—Recibimos tu mensaje, por supuesto. Tal como esperabas, nos costó trabajo darle crédito. Muchos temían una trampa, incluso después de haber recibido el informe de la Caída. Pero… bueno, todo eso es historia. Los Superiores que quedaban, los que se hallaban en la Superficie, estaban desmoralizados, y antes de que pudieran recobrarse, se acabó con ellos…

—Pero, dime —el técnico se había vuelto hacia Plat con súbita y profunda curiosidad—, ¿qué hiciste concretamente? Siempre supusimos que habías saboteado las centrales de energía.

—Lo sé. La verdad es mucho menos romántica, Fulton. El mundo preferiría creer el mito que se ha forjado. Déjalo que crea.

—¿Y yo? ¿Puedo saber la verdad?

—Si quieres. Como te he dicho, los Superiores edificaron y edificaron hasta la saturación. Los rayos de energía antigravitación tenían que soportar un peso de edificios, armas y concha envolvente que se doblaba y triplicaba a medida que pasaban los años. Toda petición que los técnicos hicieran solicitando motores mayores o más nuevos era rechazada, porque los Superiores preferían tener espacio y dinero para sus mansiones y, por el momento, se disponía de fuerza suficiente. Como te decía, los técnicos habían llegado ya a un punto en que la construcción hasta de un solo edificio les inquietaba. Les Interrogué y averigüé exactamente qué escaso margen de seguridad quedaba. Sólo esperaban haber terminado el nuevo teatro para presentar otra petición. Sin embargo, no advertían que, a petición mía, Atlantis tendría que sostener aquel peso adicional de una división de Ondas con sus naves correspondientes. ¡Siete mil quinientas naves completamente equipadas! Cuando las Ondas aterrizaron, por un total que ascendería a las dos mil toneladas, el suministro de energía antigravedad resultó tremendamente insuficiente. Los motores fallaron y Atlantis quedó reducida a la condición de una gran pena que se hallaba a dieciséis kilómetros del suelo. ¿Qué podía hacer un pedrusco semejante sino caer?

Plat se levantó. Los dos hombres regresaron a la nave.

Fulton soltó una carcajada ronca.

¿Sabes?, hay una fatalidad en los nombres.

—¿Qué quieres decir?

—Pues, que una vez más en la historia, Atlantis se hundió bajo las Ondas.

Juventud (1952)

“Youth”

1

Unos guijarros golpearon contra los cristales de la ventana, y el jovencito dormido se agitó en su sueño. Cuando el repiqueteo volvió a sonar se despertó.

Incorporándose, se sentó en la cama, muy tieso, y pasaron unos segundos antes de que pudiera reconocer el lugar extraño en que se encontraba. No estaba en su casa, sino en el campo: hacía más frío, y por la ventana se veía todo verde.

—¡Flaco!

La voz sonó velada y apremiante. El jovencito se levantó de un salto y se acercó a la ventana.

Flaco no era su verdadero nombre, pero al nuevo amigo le había bastado una ojeada a su endeble figura para decirle: —Tú eres Flaco. Yo soy Rojo.

Tampoco se llamaba Rojo, pero aquel mote le iba perfectamente. Ambos se habían hecho amigos en seguida, con la rápida y total entrega de quienes aún no han entrado en la adolescencia, antes de que las primeras manchas de la edad adulta hagan su aparición.

—¡Hola, Rojo! —gritó Flaco, saludándole, aún medio dormido.

Rojo prosiguió con un susurro:

—¡No grites! ¿Quieres despertar a alguien?

Flaco advirtió entonces que el sol apenas asomaba por las bajas colinas del este, que las sombras eran alargadas y que la hierba estaba húmeda.

—¿Qué sucede? —preguntó Flaco, en un susurro. Rojo le indicó por señas que saliese.

Flaco se vistió rápidamente, contento de limitar su aseo matinal a cuatro gotas de agua tibia en la cara. Dejó que el aire se la secase mientras corría afuera, y la hierba empapada de rocío le mojaba los pies.

—¡No hagas ruido! —dijo Rojo—. Si mamá despierta, o papá, o el tuyo, o alguien del servicio, empezarán con el Venid-en-seguida-si-no-queréis-pillar-un-resfriado.

Imitó tan bien el tono, que Flaco no pudo contener la risa. Nunca había tenido un amigo tan divertido como Rojo. —¿Sales todos los días tan temprano? Es como si todo el mundo te perteneciese, ¿eh, Rojo? No hay nadie por ahí.

Se sentía orgulloso de que su amigo le hubiese permitido entrar en su mundo privado.

Rojo le miró de soslayo.

—Hace horas que estoy levantado. ¿No lo oíste, anoche? —¿Qué cosa? —El trueno. —¿Hubo truenos?

Flaco estaba sorprendido. Nunca podía dormir cuando tronaba.

—Solo uno. Pero cuando me acerqué a la ventana, no llovía. El cielo estaba estrellado y tenía un color grisáceo. ¿Comprendes?

Flaco nunca lo había visto de aquella manera, pero asintió. —Entonces se me ocurrió salir —dijo Rojo.

Ambos caminaban por la orilla herbosa de la carretera de cemento que dividía el paisaje y desaparecía entre las colinas. Aquella carretera era tan antigua, que el padre de Rojo ignoraba en qué año se había construido, pero no tenía ni una grieta ni una resquebrajadura.

—¿Eres capaz de guardar un secreto? —le preguntó Rojo. —Claro. ¿Qué clase de secreto?

—Uno. Quizá te lo diga.

Rojo rompió el largo tallo de un helecho que crecía al margen de la carretera, le arrancó las hojas y luego lo blandió como una fusta. Por unos momentos se sintió a lomos de un brioso caballo que se encabritaba bajo su látigo. Luego se cansó del juego, tiró el tallo y guardó el caballo en un rincón de su imaginación para utilizarlo más tarde.

—Vendrá un circo —dijo.

—Eso no es ningún secreto —dijo Flaco—. Además, ya lo sabía. Mi padre lo dijo antes de venir aquí…

—Eso no es el secreto. ¡Vaya secreto! ¿Has visto alguna vez un circo?

—Claro. Por supuesto. —¿Te gusta?

—Es lo que más me gusta. Rojo volvía a mirarle de reojo.

—¿Has pensado alguna vez en si te gustaría estar en un circo? Quiero decir para siempre.

Flaco reflexionó.

—Creo que no. Prefiero ser astrónomo, como mi padre quiere que lo sea. —¡Bah! ¡Astrónomo! —exclamó Rojo.

Flaco sintió que las puertas de aquel mundo nuevo y privado se cerraban ante él, y de pronto la astronomía le pareció una ciencia muerta.

—Sí, un circo sería más divertido —dijo, conciliador. 

—Lo dices por decir. 

—No, lo digo en serio. 

Rojo adoptó un tono serio:

—Supongamos que se te presenta la ocasión de irte ahora mismo con un circo. ¿Qué harías?

—Pues… yo…

—¿Ves? —dijo Rojo, con una risa burlona. Flaco se molestó.

Pues me iría. —¡Anda ya! —Ponme a prueba. Rojo se volvió hacia él, con expresión de sorpresa. —¿De veras? ¿Estarías dispuesto a venir conmigo? —¿Qué quieres decir? — preguntó Flaco, retrocediendo. —Tengo algo que hará que nos acepten en el circo. Quizás algún día podamos tener un circo propio. Podremos convertirnos en el mayor circo del mundo. Es decir, si quieres venir conmigo. De lo contrario… Bien, creo que también podría hacerlo yo solo, pero he pensado en darte una oportunidad a ti…

El mundo era extraño y radiante y Flaco dijo:

—Claro, Rojo. ¡Cuenta conmigo! ¿De qué se trata? Dímelo. —A ver si lo adivinas. ¿Qué es lo más importante en los circos?

Flaco empezó a pensar, tratando de dar con la respuesta exacta. —¿Acróbatas?

—¡Santo cielo! No daría ni cinco pasos para ver un acróbata. —Pues no lo sé.

—¡Animales! ¡Eso es! ¿Cuál es la mejor atracción? Incluso en la pista central los mejores números son los de los animales. —¿Tú crees?

—¡Claro! Pregúntalo a cualquiera. De todos modos, yo he encontrado dos animales esta mañana.

—¿Y los tienes?

—Claro. éste es el secreto. No lo dirás a nadie, ¿eh? —Por supuesto que no.

—De acuerdo. Los tengo en el establo. ¿Quieres verlos? Estaban frente al establo; la enorme puerta abierta dejaba ver un negro agujero. Demasiado negro. Y ambos se dirigían hacia él. Flaco se detuvo.

—¿Son grandes? —preguntó con falsa indiferencia.

—¿Crees que jugaría con ellos si lo fuesen? Son inofensivos. Los tengo en una jaula.

Ya en el establo, Flaco vio una gran jaula suspendida en un gancho del techo. Estaba cubierta con una gruesa lona.

—En esta jaula teníamos pájaros —dijo Rojo—. De todos modos, de ahí no pueden escaparse. Ven, subamos al desván. —Hay un agujero en la lona —señaló Flaco.

Rojo frunció el ceño.

—¿Quién lo habrá hecho? —dijo Rojo, y levantando una punta de lona, atisbó al interior—: Aún están ahí.

—La lona parece quemada —insistió Flaco. —¿Quieres verlos o no?

Flaco dijo que sí, aunque no estaba muy seguro de que lo desease. ¿Y si fueran…?

Pero Rojo ya había quitado la lona y allí estaban. Eran dos, como había dicho Rojo, pequeños y más bien repugnantes. Cuando levantaron la lona se movieron con rapidez, colocándose cerca de los jóvenes. Rojo los tocó con el dedo.

—¡Cuidado! —dijo Flaco, angustiado.

—Son inofensivos —aseguró Rojo—. ¿Verdad que no has visto nada parecido?

—No.

—¿No crees que un circo daría lo que fuese por tenerlos? —Quizá sean demasiado pequeños para un circo.

La observación disgustó a Rojo. Soltó la jaula, que se balanceó como un péndulo. —¿Vas a echarte atrás? —No. Sólo…

—No son demasiado pequeños, no te preocupes. A mí me preocupa otra cosa.

—¿Cuál?

—Pues… que tengo que mantenerlos hasta que venga el circo y averiguar lo que comen.

La jaula se balanceaba y los pequeños seres prisioneros en ella se aferraban a los barrotes, haciendo extraños y rápidos gestos en dirección a los dos jóvenes… Como si fuesen inteligentes…

2

El astrónomo entró en el comedor, representando a conciencia su papel de invitado. —¿Dónde están los muchachos? —preguntó—. Mi hijo no está en su habitación. El industrial sonrió.

—Hace varias horas que están fuera. De todos modos, desayunaron hace un rato, así que no debemos preocuparnos. ¡La juventud, doctor! —Juventud…

Aquella palabra pareció deprimir al astrónomo. Ambos desayunaron en silencio. —¿Cree de veras que vendrán? El día parece tan normal… —observó el industrial. Vendrán —dijo el astrónomo.

La conversación no prosperó. Al cabo de un rato, el industrial añadió:

—Le ruego que me perdone, pero no puedo imaginármelo realizando una broma tan complicada. ¿De veras habló con ellos? —De la misma manera que habló con usted. Bueno, es un decir. Pueden proyectar pensamientos a otro sujeto, ¿lo sabía?

—Eso es lo que deduje después de leer su carta. ¿Y cómo lo hacen?

—No sé qué responderle. Yo se lo pregunté y, como era de esperar, me contestaron con evasivas. O tal vez no les entendí. Al parecer, poseen un proyector para enfocar el pensamiento, pero es preciso que tanto el proyector como el receptor presten suma atención, de una manera consciente. Pasó algún tiempo antes de que me diera cuenta de que querían comunicarse conmigo. Estos proyectores mentales pueden formar parte de los avances científicos que nos proporcionarán.

—Es posible —dijo el industrial—. Sin embargo, piense usted en los cambios que esto introduciría en la sociedad. ¡Un proyector de pensamientos!

—¿Y por qué no? El cambio sería beneficioso para nosotros. —No lo creo.

—Los cambios sólo se rechazan en la vejez —dijo el astrónomo—, y las razas pueden ser tan viejas como los individuos. El industrial señaló hacia la ventana.

—¿Ve usted esa carretera? Fue construida antes de las guerras. No sé exactamente cuándo. Está en tan buenas condiciones como cuando la construyeron. Probablemente nosotros no podríamos hacerla igual. Cuando construyeron esta carretera, la raza era joven.

—¿Y eso qué demuestra? Que no temían las innovaciones. —Ojalá las hubiesen temido. ¿Qué fue de la sociedad anterior a las guerras? ¡Fue destruida, doctor! ¿De qué le sirvió la juventud y las innovaciones? Ahora vivimos mejor. Hay paz en el mundo y va adelante, poco a poco. La raza no va a ninguna parte, pero tampoco hay adonde ir. Ellos nos lo demostraron. Me refiero a los hombres que construyeron la carretera. Estoy dispuesto a hablar con nuestros visitantes, si vienen. Ya lo he dicho. Aunque creo que lo único que les voy a pedir es que se marchen. —No es cierto que la raza no vaya a ninguna parte —dijo el astrónomo acalorado—. Se dirige hacia su destrucción final. Todos los años asisten menos estudiantes a mi universidad. Cada vez se trabaja menos y se escriben menos libros. Los viejos toman apaciblemente el sol, pero cada hora que pasa les aproxima a la muerte.

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