Cuentos completos (311 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

BOOK: Cuentos completos
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—Yo sólo… empezó Rojo. —No era… —añadió Flaco.

El industrial les mandó callar.

—¡Ya habéis causado bastantes desaguisados por hoy! ¡Ahora a casa! Y no digáis ni una palabra a nadie. ¡Ni una palabra! No me interesan vuestros comentarios. Cuando todo esto se haya solucionado, ya los escucharé. En cuanto a ti, Rojo, ya me ocuparé de aplicarte un buen correctivo. —Y volviéndose a su esposa, dijo—:

Sean cuales sean esos animales, haré que los maten. —Y añadió en voz baja, cuando los chicos ya no podían oírle—: Vamos, vamos. A los chicos no les ha pasado nada y, después de todo, lo que han hecho no es tan horrible…

El astrónomo habló como si le costase pronunciar las palabras:

—Perdone, señora, pero…, ¿podría describirme esos animales?

Ella movió negativamente la cabeza. Se había quedado sin habla.

—¿No podría decirme tan sólo si…?

—Disculpe —dijo el industrial, en son de excusa—, pero yo me ocuparé de ella. ¿Me permite?

—Un momento, por favor. Su esposa ha dicho que nunca había visto animales como éstos. ¿No encuentra raro hallar animales tan insólitos en esta región?

—Lo siento, pero no me parece el momento más indicado para discutir eso. —¿Y si esos animales tan raros… hubiesen aterrizado aquí anoche? El industrial retrocedió un paso atrás, apartándose de su esposa. —¿Qué quiere decir?

—¡Lo mejor será ir corriendo al establo, señor!

El industrial le miró con desconfianza, dio media vuelta y de pronto echó a correr. El astrónomo salió detrás de él, y a sus espaldas se alzó un chillido penetrante de la mujer.

11

El industrial miró sorprendido al astrónomo, y luego volvió a mirar. —¿Son ésos?

—Sí, son ésos —dijo el astrónomo—. Sin duda les parecemos tan extraños y repulsivos como ellos a nosotros.

—¿Qué dicen?

—Que están muy incómodos, cansados y hasta un poco mareados, pero que no tienen lesiones de importancia y que los chicos los han tratado bien.

—¡Qué los han tratado bien! ¿Después de apoderarse de ellos para meterlos en una jaula y darles hierba y carne cruda para comer? Dígame, ¿qué debo hacer para comunicarme con ellos?

—Tal vez necesite cierto tiempo. Piense en ellos. Intente escuchar lo que le digan. Lo conseguirá, tal vez ahora mismo.

El industrial lo intentó. Su rostro se contrajo por el esfuerzo de pensar una y otra vez:

«Los muchachos ignoraban vuestra identidad.» De pronto, el pensamiento ajeno inundó su mente:

«Nos dimos perfecta cuenta de ello, y como sabíamos que no querían hacemos daño y que nos consideraban animales, no intentamos atacarlos.» ¿Atacarlos?, pensó el industrial.

«Si, atacarles.» raptó telepáticamente—. Estamos armados. Uno de los pequeños y repugnantes seres empuño un objeto metálico y abrió un orificio en la parte alta de la jaula y otro en el techo del establo: ambos estaban ribeteados por madera chamuscada.

—Confiamos en que no será un desperfecto muy difícil de arreglar., pensaron los dos seres.

Al industrial le costaba coordinar sus pensamientos.

—¿Y con un arma en su poder, se dejaron apresar y enjaular? No lo entiendo — preguntó al astrónomo.

Un suave pensamiento le respondió:

«No queremos hacer daño a los jóvenes de las especies inteligentes.»

12

Era ya de noche. El industrial se había olvidado por completo de la cena. —¿Cree que la astronave podrá elevarse?

—Si ellos lo dicen —repuso el astrónomo—, habrá que creerlo. No creo que tarden mucho en volver.

—Y cuando vuelvan —dijo el industrial con energía— yo mantendré puntualmente mi parte del acuerdo. Es más, usaré todas mis influencias para que el mundo los acepte. Me equivoqué del todo, doctor. Unos seres que no hacen daño a unos niños a pesar del trato que recibieron son admirables. Aunque… casi siento tener que decirlo…

—¿Decir qué?

—Pienso en nuestros hijos. Casi me siento orgulloso. ¿Se imagina? Se apoderaron de esos seres, intentaron darles de comer y los mantuvieron ocultos: ¡Se necesita valor para hacer eso! Rojo me dijo que pensaban ganarse la vida en un circo, exhibiéndolos.

—¡Juventud! —exclamó el astrónomo.

13

—¿Despegamos ya? —preguntó el Mercader. —Dentro de media hora —contestó el Explorador.

El viaje de vuelta iba a ser muy solitario: los otros diecisiete miembros de la tripulación habían muerto, y sus cenizas quedarían en un planeta extraño. Ellos tendrían que regresar con una nave averiada, y el peso de la maniobra recaería por completo en el Explorador.

—Tuvimos ojo comercial al no hacer daño a los pequeños —observó el Mercader—. Obtendremos unas condiciones inmejorables. «¡Bah, negocios!», pensó el Explorador.

—Todos han salido a despedimos comentó el Mercader—. ¿No crees que están demasiado cerca? Sería una lástima abrasar a alguno con los chorros de los cohetes. —No les ocurrirá nada. —Son asquerosos, ¿no crees? —Pero por dentro son agradables. Sus pensamientos son amistosos. —¿Quién lo diría al verlos? En especial ese joven, el que nos capturó… —Sí, Rojo.

—¡Vaya nombre para un monstruo! Me da risa. Y lamenta que nos marchemos. Aunque no logro averiguar el motivo. Parece como si le estropeásemos un propósito, algo que no acabo de comprender…

—Con un circo —dijo el Explorador. —¿Cómo? ¿Ese monstruo desvergonzado?

—¿Y por qué no? ¿Qué harías tú si le encontraras vagando por nuestro planeta, durmiendo en un campo de la Tierra, con sus tentáculos rojos, sus seis patas, sus seudópodos y todo eso?

Rojo vio cómo se iba la nave. Sus tentáculos rojos, que le habían valido su apodo, temblaron de pena ante la oportunidad que se le escapaba. Y los ojos que tenía en los extremos de los tentáculos se llenaron de cristales amarillentos, que eran el equivalente de las lágrimas en la Tierra.

Button, button (1953)

“Button, Button”

Fue el esmoquin lo que me engañó, y durante un par de segundos no le reconocí. Para mí era tan sólo un posible cliente, el primero al que hubiera olido el rastro en una semana… y estaba precioso.

Hasta vistiendo un esmoquin a las nueve cuarenta y cinco de la mañana estaba hermoso. Quince centímetros de huesuda muñeca y veinticinco de nudosa mano continuaban el camino allí donde la manga ya no seguía; el final de los calcetines y la botamanga de los pantalones no se unían del todo; y sin embargo, estaba hermoso.

Luego le miré a la cara, y dejó de ser un posible cliente. Era mi tío Otto. Se acabó la hermosura. Como de costumbre, el semblante de tío Otto tenía la expresión de un sabueso que acabara de recibir un puntapié en el trasero de parte de su mejor amigo.

No reaccioné de una manera excesivamente original.

—¡Tío Otto! —exclamé.

También usted le reconocería, si hubiese visto aquella cara. Cuando apareció en la cubierta del Time, hace unos cinco años —fue por el 1957 o el l958, doscientos cuatro lectores, exactamente, escribieron diciendo que jamás olvidarían aquel semblante. La mayoría añadía comentarios relativos a pesadillas. Si quieren saber el nombre completo de tío Otto, es el de Otto Schlemmelmayer. Pero no saquen conclusiones precipitadas. Es hermano de mi madre. Yo me llamo Smith.

—Harry, hijo mío —exclamó él. Y soltó un gemido.

Muy interesante, pero nada ilustrativo. Yo pregunté:

—¿Y por qué el esmoquin?

—Es de alquiler —respondió.

—De acuerdo. Pero ¿por qué lo lleva por la mañana?

—¿Es ya la mañana? —miró vagamente a su alrededor; luego fue hasta la ventana y miró fuera.

Mi tío Otto Schlemmelmayer es así.

Le aseguré que sí, que había llegado ya la mañana y él, haciendo un esfuerzo, dedujo que se había pasado la noche entera andando por las calles de la ciudad.

Luego apartó un puñado de dedos de la frente para decir:

—Pero es que estaba tan trastornado, Harry. En el banquete…

Los dedos revolotearon por un minuto; luego se doblaron en un cuarto de puño y descendieron, abriendo hoyos en la superficie de mi mesa escritorio.

—Pero ¡se acabó! Desde hoy, haré las cosas a mi manera.

Una afirmación que tío Otto venía repitiendo desde los comienzos del asunto del «Efecto Schlemmelmayer». Quizá esto le sorprenda a usted. Quizá crea usted que mi tío debía la fama al Efecto Schlemmelmayer. Bien, todo depende de cómo se mire.

Descubrió el Efecto allá por el 1952, y es muy probable que usted esté tan bien enterado como yo mismo. En pocas palabras, ideó un relé de germanio de tal naturaleza que reaccionaba ante las ondas del pensamiento, o en todo caso ante los campos electromagnéticos de las células cerebrales. Y trabajó años y años para convertir dicho relé en una flauta, de modo que no tocara música bajo ninguna presión que no fuera la del pensamiento. Aquello era su amor, su vida; aquello iba a revolucionar la música. Todo el mundo sabría tocar aquella flauta; no se necesitaría habilidad alguna…, sólo el pensamiento.

Luego, hace unos cinco años, un sujeto joven de Consolidated Arms, un tal Stephen Wheland, modificó el Efecto Schlemmelmayer y lo invirtió. Ideó un campo de ondas supersónicas capaces de activar el cerebro por medio de un relé de germanio, freírlo, y matar una rata a seis metros de distancia. Según descubrieron más tarde, también podía matar hombres.

Visto lo cual, Wheland obtuvo una gratificación de diez mil dólares y un ascenso, mientras que los mayores accionistas de Consolidated Arms se pusieron a ganar millones, cuando el gobierno compró las patentes y cursó pedidos.

¿Y tío Otto? Salió en la cubierta del Time.

Después de lo cual, todo el que se hallara cerca de su persona, digamos a un radio de unos cuantos kilómetros, comprendía que tenía una queja. Unos pensaban que se debía al hecho de no haber recibido dinero alguno; otros a que su gran descubrimiento se hubiera convertido en un instrumento de guerra y matanza.

¡Tonterías! ¡Era por la flauta! He ahí la auténtica tachuela en el sillón de su vida. ¡Pobre tío Otto! Estaba enamorado de su flauta. La llevaba siempre consigo, dispuesto a mostrar sus virtudes. El instrumento reposaba dentro de un estuche especial, en el respaldo de la silla, cuando comía, y en la cabecera de la cama cuando dormía. Las mañanas de los domingos, los laboratorios de física de la Universidad resultaban odiosos por culpa de la flauta de tío Otto, cuyos sonidos, bajo un control mental imperfecto, se abrían un desafinado paso por alguna llorosa canción popular alemana.

El problema estaba en que ningún fabricante quería aventurarse con ella. Apenas se revelaba la existencia de dicho instrumento, el Sindicato de Músicos amenazaba con silenciar hasta la última semicorchea del país; las diversas industrias de objetos de entretenimiento ponían firmes a sus cabilderos y los sacaban formados en escuadras de asalto para entrar en acción inmediatamente; y hasta el anciano Pietro Faraníni se puso la batuta detrás de la oreja e hizo apasionadas declaraciones a los periódicos sobre la inminente defunción del arte.

Tío Otto no se sobrepuso jamás.

—Ayer tuve las últimas esperanzas —me estaba diciendo. La Consolidated informa a mi que un banquete en honor mío querrán dar. ¿Quién sabe?, me digo. Acaso querrán mi flauta comprar.

Cuando está nervioso, tío Otto suele desviarse de la ordenación de las palabras según el estilo inglés para volver al alemán.

El cuadro me intrigó.

—¡Qué idea! —grité—. Un millar de flautas gigantes escondidas en puntos clave de los territorios enemigos bramando canciones de propaganda comercial bastante desafinadas como para…

—¡Silencio! ¡Silencio! —Tío Otto abatió la palma de la mano contra mi mesa escritorio como un tiro de pistola, y el calendario de plástico, asustado, dio un salto y cayó muerto. —¿También de ti guasitas? ¿Dónde está tu respeto?

—Lo siento, tío Otto.

—Entonces, escucha. Yo asistí al banquete y pronunciaron discursos sobre el Efecto Schlemmelmayer y sobre cómo reforzaba la energía mental. Luego, cuando yo pensaba que anunciarían que mi flauta comprarían, ¡ellos me dan esto!

Tío Otto sacó una moneda que lucía como oro y que parecía ser de dos mil dólares y la tiró contra mí. Yo me agaché.

Si la moneda hubiera dado contra la ventana, habría caído fuera y acaso hubiese perforado el cráneo de un transeúnte; pero dio contra la pared. La recogí. Por el peso, se adivinaba en seguida que no era de oro, sino solamente dorada. En una cara decía: «Premio Elias Bancroft Sudford», en letras grandes, y «al doctor Otto Schlemmelmayer por sus contribuciones a la ciencia», en letras pequeñas. En la otra cara había un perfil, que, evidentemente, no era el de mi tío Otto. En realidad no se parecía a ninguna variedad canina, sino más bien a un cerdo.

—¡Ese —dijo tío Otto— es Elias Bancroft Sudford, presidente de Consolidated Arms! —Y continuó—: De modo que cuando vi que eso era todo, me levanté muy cortés y les dije: «¡Caballeros, ojalá revienten!» Y me marché.

—Luego ha andado por las calles toda la noche —completé yo por su cuenta—, y ha venido aquí sin cambiarse de ropa siquiera. Todavía luce el esmoquin.

Tío Otto estiró un brazo y fijó la mirada en las prendas que le cubrían.

—¿Un esmoquin? —repitió.

—¡Un esmoquin! —insistí.

Sus largas, carrilludas mejillas se cubrieron de manchas encarnadas, y rugió:

—¡Yo he venido aquí por un asunto de importancia trascendentalísima, y tú te empeñas en nada más que de los esmoquin hablar! ¡Mi propio sobrino!

Dejé que la llama se apagara por sí misma. Tío Otto es el miembro brillante de la familia; de modo que, aparte de procurar evitar que se caiga a una cloaca o que salga de paseo por las ventanas, los otros, pobres imbéciles, procuramos no molestarle.

—¿Y en qué puedo servirle, tío? —pregunté, tratando de dar un tono profesional a mis palabras, de introducir en ellas la relación abogado-cliente.

El aguardó, en una pausa impresionante, y dijo:

—Necesito dinero.

Inevitable, había de equivocarse de casa. Respondí:

—Tío, en estos momentos no tengo…

—No el tuyo —puntualizó.

Me sentí mejor.

—Tengo un Efecto Schlemmelmayer nuevo, y mucho mejor. Este yo no en científicos periódicos lo publico. La mi bocaza grande cerrada mantengo. Ello enteramente mío propio es. —Mientras hablaba, con el huesudo índice, iba dirigiendo una orquesta fantasma.

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