Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
Smmith, que había guardado un incómodo silencio, dijo:
—No veo a dónde quieres llegar.
—Vamos, Smith, tú no eres tonto. ¿No es evidente que nos estaban controlando mentalmente?
Su compañero torció la boca en una mueca entre burlona y dubitativa.
—¿De nuevo con tus teorías psiónicas?
—Sí. Los hechos son los hechos. Ya te dije que mis corazonadas podían constituir una forma de telepatía rudimentaria.
—¿Eso también es un hecho? No lo creías hace un par de días.
—Pero ahora sí. Mira, soy mejor receptor que tú, así que a mí me afectó más que a ti. Ahora que ya ha terminado entiendo lo que sucedió porque recibí más, ¿comprendes?
—No —rezongó Smith.
—Pues escucha. Tu dices que los visores Gamow fueron el néctar que nos instigó a la polinización. Lo has dicho tú.
—De acuerdo.
—Bien, y ¿de dónde procedían? Eran productos terrícolas; incluso leímos el nombre del fabricante y el modelo, letra por letra. Ahora bien, si ningún ser humano ha visitado ese cúmulo, ¿cómo llegaron allí los visores? Ninguno de nosotros pensó en ello entonces, y tú pareces no pensar en ello ahora.
—Bueno…
—¿Qué hiciste con los visores en cuanto subimos a la nave, Smith? Me los quitaste. Lo recuerdo perfectamente.
—Los guardé en la caja de caudales —contestó Smith a la defensiva.
—¿Los has tocado desde entonces?
—No.
—¿Y yo?
—Tampoco, que yo sepa.
—Tienes mi palabra de que no los he tocado. ¿Por qué no abres la caja de caudales?
Smith fue despacio hasta la caja, cuya combinación respondía a sus huellas dactilares. Metió la mano dentro sin mirar y, con expresión demudada, lanzó un grito, examinó el interior y sacó el contenido.
Había cuatro piedras de diversos colores, todas rectangulares.
—Usaron nuestras emociones para guiarnos —murmuró Chouns, pronunciando cuidadosamente cada palabra—. Nos hicieron creer que los motores hiperatómicos estaban averiados para que así tuviéramos que ir a uno de los planetas, supongo que no importaba a cuál; y nos hicieron creer que lo que teníamos en la mano eran instrumentos de precisión, para que nos trasladáramos al otro planeta.
—¿Quiénes? —gruñó Smith—. ¿Las bestias con cola, o las serpientes? ¿O ambos?
—Ninguno de los dos. Fueron las plantas.
—¿Las plantas? ¿Las flores?
—Por supuesto. Vimos dos especies de animales cuidando la misma especie de planta. A1 ser animales, dimos por sentado que ellos eran los amos. ¿Pero por qué hemos de suponer eso? Eran las plantas las que recibían los cuidados.
—En la Tierra también cuidamos de las plantas, Chouns.
—Y nos las comemos.
—Tal vez esas criaturas se coman sus plantas.
—Digamos que sé que no se las comen. Nos manipularon bastante bien. Recordarás el empeño que yo tenía en encontrar un claro donde posar la nave.
—Yo no sentí esa necesidad.
—Porque tú no manejabas los controles; no se preocuparon de ti. Recuerda que no reparamos en el polen, aunque estábamos cubiertos de él, hasta que llegamos al segundo planeta. Y allí nos lo sacudimos de encima siguiendo una orden.
Jamás he oído nada tan descabellado.
—¿Por qué es descabellado? No asociamos la inteligencia con las plantas porque las plantas no tienen sistema nervioso, pero éstas quizá lo tenían. ¿Recuerdas esos brotes carnosos en el tallo? Además, las plantas no tienen libertad de movimientos, pero no la necesitan si desarrollan poderes psiónicos y utilizan animales móviles para que las cuiden, las fertilicen, las rieguen, las polinicen y demás. Se ocupan de ellas con sincera devoción y son felices así porque las plantas hacen que se sientan felices.
—Lo lamento por ti —murmuró Smith—. Si intentas contar toda esta historia en la Tierra, lo lamento por ti.
—No me hago ilusiones, pero es mi deber tratar de prevenir a la Tierra. Ya has visto lo que hacen con los animales.
—Según tu versión, los esclavizan.
—Peor que eso. Las criaturas con cola o las serpenteantes, o tanto unas como otras, debieron de ser tan civilizadas como para dominar el viaje espacial; de lo contrario, las plantas no se encontrarían en ambos planetas. Pero cuando las plantas desarrollaron poderes psiónicos (tal vez una raza mutante) eso se terminó. Los animales en fase atómica son peligrosos, así que les hicieron olvidar, los redujeron a lo que son. Maldita sea, Smith, esas plantas son las criaturas más peligrosas del universo. Es preciso informar a la Tierra porque otros terrícolas podrían entrar en el cúmulo.
Smith se echó a reír.
—¿Sabes? Estás totalmente chalado. Si esas plantas nos dominaban, ¿por qué nos dejaron escapar para que avisemos a los demás?
Chouns hizo una pausa y contestó:
—No lo sé.
Smith recobró el buen humor.
—Debo confesar que por un momento me convenciste.
Chouns se rascó la cabeza. ¿Por qué los habían liberado? ¿Y por qué sentía ese insistente apremio de avisar a la Tierra acerca de una especie con la cual otros terrícolas quizá no establecieran contacto durante milenios?
Pensó desesperadamente y vislumbró algo, pero se le escapó. Tuvo la sensación de que le había sido arrebatado ese pensamiento, pero esa sensación también desapareció.
Sólo sabía que debían continuar viaje a toda velocidad, que tenían que darse prisa.
Así, tras un sinfín de años, habían vuelto las condiciones favorables. Las protoesporas de dos especies de la planta madre se encontraron y se mezclaron, fusionándose en la ropa, en el pelo y en la nave de los nuevos animales. Casi de inmediato se formaron las esporas híbridas; las esporas que tenían capacidad y potencialidad para adaptarse a un nuevo planeta.
Estas esporas aguardaban en silencio en la nave que —merced a la influencia de la planta madre sobre la mente de las criaturas de a bordo— las llevaba a toda velocidad hacia un mundo nuevo y maduro, donde las criaturas móviles atenderían sus necesidades.
Aguardaban con paciencia vegetal (una paciencia invencible, que ningún animal puede conocer) la llegada a un mundo nuevo; cada una de ellas, a su manera diminuta, un explorador…
“Let's Get Together”
La paz había durado un siglo y la gente se olvidó de cómo era la falta de paz. No habrían sabido reaccionar si se hubieran enterado de que por fin llegaba una especie de guerra.
Elias Lynn, jefe de la Oficina de Robótica, no supo cómo reaccionar cuando se enteró. La Oficina de Robótica tenía su jefatura en Cheyenne, según un criterio de descentralización que llevaba en práctica un siglo, y Lynn estudió con escepticismo al joven funcionario de Seguridad de Washington que le había llevado la noticia.
Ellas Lynn era un hombre corpulento y campechano, con ojos azules y saltones. La mirada fija de esos ojos incomodaba a muchas personas, pero el funcionario de Seguridad ni se inmutó.
Lynn decidió que su primera reacción debía ser la incredulidad. ¡Y lo era, qué diablos! ¿Cómo podía creerse aquello?
—¿Es segura esta información? —preguntó, inclinándose en la silla.
El funcionario de Seguridad, que se había presentado como Ralph G. Breckenridge y había mostrado sus credenciales, tenía la blandura de la juventud: labios carnosos, mejillas mofletudas, que se ruborizaban fácilmente, y ojos límpidos. Su atuendo no era adecuado. para Cheyenne, pero iba bien con el ambiente de aire acondicionado de Washington, donde seguía estando la sede central de Seguridad.
—No hay ninguna duda —respondió Breckenridge, sonrojándose.
—Supongo que ustedes lo saben todo sobre Ellos —dijo Lynn, sin poder reprimir el tono irónico.
No se dio cuenta del énfasis que había puesto en el pronombre que aludía al enemigo, como equivalente de una mayúscula. Era un hábito cultural de su generación y de la precedente. Nadie decía «Este», «rojos», «soviéticos» ni «rusos», ya que hubiera resultado demasiado confuso, pues algunos de Ellos no eran del Este ni rojos ni soviéticos ni mucho menos rusos. Parecía mucho más simple —y mucho más preciso— decir Nosotros y Ellos.
Quienes viajaban venían comentando que Ellos hacían lo mismo a la inversa. Al otro lado, Ellos era Nosotros (en el idioma correspondiente) y Nosotros era Ellos.
Nadie pensaba en esas cosas. Era natural y espontáneo. Ni siquiera se trataba de odio. A1 principio se llamó Guerra Fría, pero era ya tan sólo un juego, un juego benévolo, con reglas tácitas y una cierta decencia.
—¿Por qué iban a querer Ellos alterar la situación? —preguntó Lynn bruscamente.
Se levantó y miró el mapa del mundo colgado de la pared, dividido en dos regiones delimitadas por bordes de un color tenue. Una parte irregular a la izquierda del mapa se encontraba bordeada de verde. La parte más pequeña, pero igualmente irregular de la derecha estaba bordeada de rosa. Nosotros y Ellos.
El mapa no se había alterado mucho en un siglo. La pérdida de Formosa y la conquista de Alemania Oriental, ochenta años atrás, constituían los últimos cambios territoriales de importancia.
Pero sí se había producido un cambio significativo en los colores. Dos generaciones antes, el territorio de Ellos era de color rojo sangre; el de Nosotros, de color blanco inmaculado. Ahora los colores eran más neutros. Lynn había visto los mapas de Ellos y ocurría lo mismo.
—No harían eso —decidió Lynn.
—Lo están haciendo —dijo Breckenridge—, y será mejor que se vaya usted acostumbrando. Por supuesto, comprendo que no es agradable pensar que Ellos nos superan tanto en robótica.
Sus ojos permanecían límpidos, pero las palabras eran incisivas, y Lynn se estremeció con su impacto.
Desde luego, eso explicaba por qué un jefe de Robótica se enteraba tan tarde y por medio de un funcionario de Seguridad. Había perdido prestigio a ojos del Gobierno; si Robótica había fallado en la lucha, Lynn no podía esperar la menor misericordia política.
—Aunque lo que usted afirma sea cierto —se defendió Lynn—, Ellos no nos superan tanto. Nosotros podemos construir robots humanoides.
—¿Lo hemos hecho?
—Sí, en efecto. Hemos construido algunos modelos experimentales.
—Ellos ya lo hicieron hace diez años. Y llevan diez años de progreso.
Lynn estaba consternado. Se preguntó si su incredulidad era resultado del orgullo herido y del temor por su empleo y su reputación. Se sintió avergonzado ante esa posibilidad, pero aun así debía actuar a la defensiva.
—Mire, joven, el equilibrio entre Ellos y Nosotros nunca ha sido perfecto en todos sus detalles. Siempre nos llevaron la delantera en uno u otro aspecto, y Nosotros en algún otro. Si ahora nos llevan la delantera en robótica, es porque le han consagrado mayores esfuerzos que Nosotros. Y eso significa que en alguna otra rama Nosotros nos hemos esforzado más que Ellos. Quizá signifique que estamos más adelantados en investigación de campos de fuerza o en hiperatómica.
Lynn se sintió turbado ante su propia declaración. Lo que decía era cierto, pero ése era el gran peligro que amenazaba al mundo. El mundo dependía de que el equilibrio fuera lo más perfecto posible. Si la balanza se inclinaba demasiado en una u otra dirección…
Casi al principio de lo que fue la Guerra Fría, ambos bandos desarrollaron armas termonucleares, lo que hizo impensable la idea de una guerra. La competencia pasó de lo militar a lo económico y lo psicológico, y se mantuvo allí.
Pero cada bando siempre procuraba romper el equilibrio, desarrollar una defensa para todo tipo de ofensiva para la que no hubiera defensa; algo que posibilitara la guerra. Y no porque ambos bandos ansiaran la guerra, sino porque los dos temían que el otro realizara primero ese descubrimiento decisivo.
A lo largo de cien años, cada uno de los bandos mantuvo pareja la lucha. Durante cien años se conservó la paz, mientras iban apareciendo, como subproductos de una investigación continua, los campos de fuerza, la energía solar, el control de los insectos y los robots. Los dos bandos comenzaron a aventurarse en el campo de la mentálica, que era el nombre que se le dio a la bioquímica y la biofísica del pensamiento, y ambos tenían puestos de avanzada en la Luna y en Marte. La humanidad progresaba a grandes pasos por obra del reclutamiento forzoso.
Incluso era necesario para ambos bandos comportarse de un modo decente y humanitario entre sí, pues la crueldad y la tiranía podían granjearle amigos al bando contrario.
Era imposible que se hubiera roto el equilibrio con el estallido de una guerra.
—Quiero consultar a uno de mis hombres. Necesito su opinión.
—¿Es de fiar?
Lynn hizo una mueca de disgusto.
—¡Cielo santo! ¿A quién de la Oficina de Robótica no han investigado a fondo ustedes hasta el aburrimiento? Sí, garantizo que es de fiar. Si no se puede confiar en un hombre como Humphrey Carl Laszlo, entonces no estamos en condiciones de hacer frente a ese ataque que usted afirma que Ellos han lanzado, hagamos lo que hagamos.
—He oído hablar de Laszlo.
—Bien, ¿y lo aprueba?
—Sí.
—De acuerdo entonces. Le haré pasar y nos enteraremos de qué opina sobre la posibilidad de que una fuerza de robots invada Estados Unidos.
—No exactamente —murmuró Breckenridge—. Sigue usted sin aceptar la realidad. De lo que tiene que enterarse es de qué opina sobre que una fuerza de robots haya invadido ya, de hecho, Estados Unidos.
Laszlo era nieto de un húngaro que había escapado atravesando lo que entonces se llamaba Telón de Acero y eso lo eximía de toda sospecha. Era corpulento y calvo y mostraba una expresión pendenciera en su rostro desafiante, pero tenía el acento exquisito de Harvard y hablaba con voz muy queda.
Para Lynn, que después de pasarse años en administración sabía que ya no era experto en las diversas fases de la robótica moderna, Laszlo suponía un cómodo depósito de conocimientos. La mera presencia de ese hombre lo tranquilizaba.
—¿Qué opinas? —le preguntó.
Laszlo contorsionó el rostro en un gesto feroz.
—¿De que Ellos estén tan adelantados? Totalmente increíble. Significaría que han producido humanoides que no se pueden diferenciar de los seres humanos a poca distancia. Significaría un considerable avance en robomentálica.
—Usted está comprometido personalmente —observó fríamente Breckenridge—. Dejando de lado el orgullo profesional, ¿por qué es imposible que Ellos estén tan adelantados?