Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
Laszlo se encogió de hombros.
—Le aseguro que estoy muy familiarizado con todos sus textos sobre robótica. Sé aproximadamente en qué punto se encuentran.
—Usted sabe aproximadamente en qué punto quieren Ellos que usted piense que se encuentran —le corrigió Breckenridge—. ¿Ha ido alguna vez al otro lado?
—No.
—¿Y usted, señor Lynn?
—No, tampoco.
—¿Alguien de Robótica ha ido al otro lado en los últimos veinticinco años? —preguntó Breckenridge, con el aplomo de quien conoce ya la respuesta.
Durante varios segundos hubo una atmósfera de concentrada reflexión. El ancho rostro de Laszlo manifestó cierta inquietud.
—Hace mucho tiempo que Ellos no organizan una conferencia sobre robótica —manifestó.
—Veinticinco años —dijo Breckenridge—. ¿No es significativo? —Tal vez —admitió de mala gana Laszlo—. Pero lo que me molesta es otra cosa, que ninguno de Ellos ha asistido jamás a nuestras conferencias sobre robótica, que yo recuerde.
—¿Fueron invitados?
—Desde luego —intervino Lynn, con aire de preocupación.
—¿Se niegan a asistir a conferencias científicas de otro tipo que organicemos Nosotros? —\5preguntó Brecrenridge.
—No lo sé —respondió Laszlo, paseando de un lado a otro—. No he oído hablar de ningún caso. ¿Y usted, jefe?
—No —dijo Lynn.
—¿No dirían ustedes que es como si Ellos no quisieran ponerse en la situación de tener que corresponder a la invitación? ¿O como si temieran que sus hombres hablaran demasiado?
Eso parecía, en efecto, y Lynn tuvo la abrumadora convicción de que Seguridad estaba en lo cierto.
¿Por qué otra razón no se establecían contactos sobre robótica? Durante años, los investigadores se estuvieron desplazando en ambas direcciones y de uno en uno, desde los días de Eisenhower y Khruschev. Había buenos motivos para ello: una honesta apreciación del carácter supranacional de la ciencia; impulsos de amistad, que resultaban difíciles de erradicar de los individuos; el deseo de someterse a una perspectiva nueva e interesante, y lograr que los otros saludaran como nuevas e interesantes las ideas trilladas propias.
Los Gobiernos mismos deseaban que la situación continuara. Siempre existía la posibilidad de que, sonsacando todo lo posible y callando lo máximo posible, el intercambio resultara favorable.
Pero no ocurría así en el campo de la robótica.
Un pequeño detalle. Más aún, un detalle que conocían desde siempre. Lynn pensó con tristeza que se habían arrellanado en la complacencia.
Como el otro bando no hacía nada públicamente en robótica, lo tentador era recostarse en la certeza de la superioridad. ¿Por qué no había parecido posible, y ni siquiera probable, que Ellos ocultaran mejores naipes, una carta de triunfo para el momento apropiado?
Era evidente que Laszlo había llegado a las mismas conclusiones, pues preguntó:
—¿Qué podemos hacer?
—¿Hacer? —repitió Lynn.
Le costaba pensar en nada, salvo en el total horror que le causaba esa nueva convicción. En alguna parte de Estados Unidos había diez robots humanoides, cada cual portando un fragmento de una bomba CT.
¡CT! La carrera por el puro horror en materia de bombas había finalizado allí. ¡CT! ¡Conversión Total! El Sol ya no servía como sinónimo. La conversión total hacía que el Sol pareciera una simple vela de cumpleaños.
Los humanoides, cada uno de ellos inofensivo por separado, podían, por el mero hecho de reunirse, superar la masa crítica y…
Lynn se levantó con esfuerzo. Sus prominentes ojeras, que por lo general le conferían a su feo rostro un aire amenazador, aparecían más visibles que nunca.
—Tendremos que hallar modos de distinguir a un humanoide de un humano para localizar a los humanoides.
—¿En cuánto tiempo? —murmuró Laszlo.
—¡Como mínimo, cinco minutos antes de que se reúnan! —gritó Lynn—. Y no tengo ni idea de cuándo se van a reunir.
Breckenridge dio su aprobación con un movimiento de cabeza.
—Me alegro de que esté usted de nuestra parte. He de llevarle a Washington a una reunión.
Lynn enarcó las cejas:
—De acuerdo.
Se preguntó si lo habrían reemplazado de haber tardado más en dejarse convencer y si asistiría a la reunión de Washington un nuevo jefe de la Oficina de Robótica. De pronto, deseó fervientemente que pasara precisamente eso.
Allí se encontraban el ayudante primero del Presidente, el ministro de Ciencias, el ministro de Seguridad, Lynn y Breckenridge. Cinco hombres sentados alrededor de una mesa en las mazmorras de una fortaleza subterránea cercana a Washington.
El ayudante presidencial Jeffreys era un hombre imponente y apuesto, de cabello cano y mandíbula prominente, fuerte, reflexivo y tan diplomático como debía serlo un ayudante del Presidente.
—A mi juicio, nos enfrentamos a tres preguntas —manifestó—. Primera, ¿cuándo se reunirán los humanoides? Segunda, ¿dónde se reunirán? Y tercera, ¿cómo los detendremos antes de que se reúnan?
Amberley, el ministro de Ciencias, asintió repetida y convulsivamente con la cabeza. Había sido decano de la Facultad de Ingeniería del Noroeste antes de ocupar ese cargo. Era delgado, anguloso y muy nervioso. Su dedo índice no paraba de trazar lentamente círculos sobre la mesa.
—En cuanto a cuándo se reunirán —dijo—, es evidente que tardarán un tiempo.
—¿Por qué lo dice? —preguntó Lynn.
—Hace por lo menos un mes que se encuentran en Estados Unidos. Eso afirma Seguridad.
Lynn se volvió automáticamente hacia Breckenridge, y Macalaster, el ministro de Seguridad, interceptó esa mirada y salió en defensa del funcionario de su Ministerio:
—La información es fiable. No se deje engañar por la aparente juventud de Breckenridge, señor Lynn. En parte nos resulta valioso por eso. En realidad, tiene treinta y cuatro años y hace diez que trabaja en el Ministerio. Estuvo en Moscú durante casi un año y sin él no sabríamos nada sobre este terrible peligro. De ese modo obtuvimos la mayoría de los detalles.
—Pero no los decisivos —objetó Lynn.
Macalaster sonrió con frialdad. Su barbilla gruesa y sus ojos cejijuntos eran bien conocidos, pero no se sabía casi nada más sobre él.
—Todos tenemos limitaciones humanas, señor Lynn —observó—. El agente Breckenridge ha conseguido muchísimo.
—Digamos que contamos con algo de tiempo —intervino el ayudante del Presidente—. Si hubieran necesitado actuar de inmediato lo habrían hecho ya. Parece bastante probable que están esperando un momento específico. Si conocieramos el lugar, tal vez el momento nos sería evidente.
—Si piensan atacar un blanco con una CT, querrán provocar el mayor daño posible, así que sospecho que ese blanco es una ciudad importante. En cualquier caso, una metrópoli es el único blanco digno de una C.T. Creo que existen cuatro posibilidades: Washington, como centro administrativo; Nueva York como centro financiero; y Detroit y Pittsburgh, como principales centros industriales.
—Yo voto por Nueva York —declaró Malacaster, de Seguridad—. La administración y la industria están tan descentralizadas que la destrucción de una ciudad no impediría una represalia inmediata.
—Entonces, ¿por qué Nueva York? —preguntó Amberley, de Ciencias, quizá con más brusquedad de la que se proponía—. Las finanzas también están descentralizadas.
—Por una cuestión de moral. Tal vez pretenden quebrantar nuestra voluntad de resistencia, inducir a una rendición por el puro horror del primer golpe. La mayor destrucción de vidas humanas se daría en el área metropolitana de Nueva York…
—Vaya sangre fría —masculló Lynn.
—En efecto —asintió Malacaster—, pero serán capaces de ello si piensan que significará lograr la victoria final de un solo golpe. ¿Acaso nosotros no…?
El ayudante del Presidente se alisó su cabello blanco.
—Supongamos lo peor. Supongamos que Nueva York resultara destruida en algún momento del invierno, preferiblemente al cabo de una tormenta fuerte, cuando las comunicaciones se hallan en peor estado y la desorganización de los servicios públicos y del suministro alimentario en las zonas marginales está en su momento más preocupante. ¿Cómo los detenemos?
—Hallar diez hombres entre doscientos veinte millones… —murmuró Amberley—. Es una pequeñísima aguja en un inmenso pajar.
—Se equivoca —replicó Jeffreys, meneando la cabeza—. Son diez humanoides entre doscientos veinte millones de humanos.
—No veo la diferencia —insistió el ministro de Ciencias—. No sabemos si un humanoide se puede distinguir de un humano a simple vista. Tal vez no se pueda.
Miró a Lynn. Todos miraron a Lynn.
—En Cheyenne no hemos podido fabricar ninguno que pasara por humano a la luz del día —dijo muy serio Lynn.
—Pero Ellos sí han podido —hizo notar el ministro de Seguridad—, y no sólo físicamente. Estamos seguros de ello. Disponen de procedimientos metálicos tan avanzados que pueden copiar el patrón microelectrónico del cerebro y grabarlo en las sendas positrónicas del robot.
Lynn lo miró perplejo.
—¿Insinúa usted que Ellos pueden crear replicantes de seres humanos, con personalidad y memoria?
—Así es.
—¿De seres humanos específicos?
—Correcto.
—¿Esto también se basa en los hallazgos del agente Breckenridge?
—Sí. Las pruebas son irrefutables.
Lynn reflexionó un instante.
—Es decir que en Estados Unidos hay diez hombres que no son hombres, sino humanoides —dijo al fin—. Pero Ellos tendrían que haber contado con originales. No podrían ser orientales, que resultarían fáciles de localizar, así que tienen que ser europeos del Este. ¿Cómo los habrían introducido en este país? Dada la precisión de la red de radar en todas las fronteras del mundo, ¿cómo se podría introducir un individuo, humano o humanoide, sin que lo supiéramos?
—No es imposible —manifestó Macalaster—. Hay ciertas filtraciones lícitas en la frontera; empresarios, pilotos e incluso turistas. Ambos lados los vigilan, por supuesto, pero diez de ellos pudieron ser secuestrados y utilizados como modelos para los humanoides. Luego, habrían enviado a los humanoides en su lugar y, como nosotros no esperábamos esa sustitución, pasaron inadvertidos. Si eran norteamericanos no tendrían dificultades para entrar en el país. Es así de simple.
—¿Y ni siquiera sus amigos y sus parientes habrían notado la diferencia?
—Debemos suponer que no. Créame, hemos estado pendientes de todo informe que implicara un ataque repentino de amnesia o un cambio inquietante de personalidad. Hemos investigado a miles de personas.
Amberley se miró las yemas de los dedos al decir:
—Creo que las medidas comunes no darán resultado. El ataque debe provenir de la Oficina de Robótica, y depende del jefe de esa oficina.
De nuevo las miradas confluyeron en Lynn.
Lynn sintió que lo invadía el resentimiento. Tuvo la impresión de que la reunión estaba destinada a eso. No había solución para el problema, ninguna sugerencia significativa. Era una artimaña oficial, una artimaña de hombres que temían la derrota y deseaban que la responsabilidad recayera clara e inequívocamente en otra persona.
Pero había algo de justo en todo ello. Robótica había bajado la guardia. Y Lynn no era sólo Lynn; era Lynn de Robótica y suya tenía que ser la responsabilidad.
—Haré lo que pueda —dijo.
Pasó la noche en vela y, a la mañana siguiente, se sentía cansado en cuerpo y alma cuando solicitó y consiguió otra entrevista con el ayudante presidencial Jeffreys. Breckenridge estaba presente y, aunque Lynn hubiera preferido un encuentro en privado, comprendía que era una situación justa, pues Breckenridge había logrado ser influyente en el Gobierno como consecuencia de su brillante labor de espionaje. Bien, y ¿por qué no?
—Estoy pensando en la posibilidad de que el enemigo haya sembrado una falsa alarma —dijo Lynn.
—¿En qué sentido?
—Por impaciente que a veces se ponga el público, y por mucho que en ocasiones los legisladores encuentren conveniente hablar de ello, el Gobierno al menos reconoce que el equilibrio mundial es beneficioso, y Ellos también lo reconocen seguramente. Diez humanoides con una bomba CT es un modo trivial de romper ese equilibrio.
—La destrucción de quince millones de seres humanos no es trivial.
—Lo es desde el punto de vista del poder mundial. No nos desmoralizaría hasta el punto de firmar la rendición ni nos dejaría inutilizados hasta el extremo de convencernos de que no podemos ganar. Habría una guerra a muerte a escala planetaria, algo que ambos bandos han eludido con éxito durante mucho tiempo. Y Ellos sólo habrían logrado que combatiéramos con una ciudad menos. No es suficiente.
—¿Que sugiere usted? —preguntó fríamente Jeffreys—. ¿Que Ellos no tienen diez humanoides en nuestro país? ¿Que no hay una bomba CT esperando a ser montada?
—Concederé que esas cosas existen, pero quizá por una razón más importante que el mero estallido de una bomba.
—¿Como cuál?
—Es posible que la destrucción física resultante de la reunión de los humanoides no sea lo peor que pueda ocurrirnos. ¿Qué me dice de la destrucción moral e intelectual que se deriva de su mera presencia? Con el debido respeto al agente Breckenridge, es posible que Ellos deseen que tengamos conocimiento de los humanoides, los cuales quizá no estén destinados a reunirse, sino a permanecer separados para mantenernos en constante preocupación.
—¿Por qué?
—Dígame, ¿qué medidas se han tomado contra los humanoides? Supongo que Seguridad está revisando las fichas de todos los ciudadanos que han cruzado la frontera o se han aproximado a ella lo suficiente como para posibilitar un secuestro. Por lo que ayer dijo Macalaster, sé que están investigando casos psiquiátricos sospechosos. ¿Qué más?
—Se están instalando pequeños aparatos de rayos X en lugares clave de las grandes ciudades —le informó Jeffreys—. En los estadios, por ejemplo…
—¿Donde diez humanoides podrían mezclarse con los cien mil espectadores de un partido de fútbol o de aeropolo?
—Exacto.
—¿Y en salas de conciertos y en iglesias?
—Tenemos que empezar por alguna parte. No podemos hacerlo todo de golpe.
—Particularmente, porque hay que evitar el pánico, ¿verdad? No conviene que el público advierta que en cualquier momento una ciudad cualquiera puede esfumarse junto con todos sus habitantes.