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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

Cuentos completos (154 page)

BOOK: Cuentos completos
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—Es obvio. ¿A dónde quiere llegar?

—Una parte cada vez mayor de nuestro esfuerzo nacional se desviará hacia ese desagradable problema al que Amberley denominó hallar una pequeñísima aguja en un inmenso pajar. Nos perseguiremos la cola furiosamente, mientras Ellos progresan en sus investigaciones hasta un punto en el que no podamos alcanzarlos, en que debamos rendirnos sin siquiera chascar los dedos en represalia. Y, además, esta noticia se difundirá según vaya participando más gente en las medidas de precaución, y más gente empezará a adivinar qué ocurre. ¿Y entonces qué? El pánico podría hacernos más daño que una bomba CT.

—En nombre del cielo —exclamó el ayudante presidencial—, ¿qué sugiere que hagamos?

—Nada. No caer en la trampa. Vivir como hemos vivido y apostar a que Ellos no se atreverán a romper el equilibrio por llevar de ventaja una sola bomba.

—¡Imposible! ¡Totalmente imposible! Nuestro bienestar descansa en mis manos y no puedo permitirme el lujo de no hacer nada. Quizás estoy de acuerdo con usted en que las máquinas de rayos X en los estadios deportivos constituyen una medida superficial que no resultará efectiva, pero hay que tomarla para que, después, la gente no llegue a la amarga conclusión de que entregamos nuestro país en aras de un sutil razonamiento que nos indujo a no actuar. De hecho, nuestra contraofensiva va a ser muy activa, por el contrario.

—¿En qué sentido?

El ayudante presidencial miró a Breckenridge. El joven funcionario de Seguridad, que había permanecido callado hasta ese momento, dijo:

—No tiene sentido hablar de una posible ruptura del equilibrio en el futuro cuando el equilibrio está roto ahora. No importa si esos humanoides van o no van a estallar. Quizá sólo sean un señuelo para distraernos, como dice usted. Pero lo cierto es que llevamos un cuarto de siglo de retraso en robótica y eso puede ser fatal. ¿Qué otros avances en robótica nos sorprenderán si estalla una guerra? La única respuesta es encauzar todas nuestras fuerzas de inmediato, ahora mismo, hacia un programa relámpago de investigación en robótica, y el primer problema que hay que solucionar es hallar a los humanoides. Considérelo un ejercicio de robótica, si quiere, o llámelo impedir la muerte de quince millones de hombres, mujeres y niños.

Lynn movió la cabeza en sentido negativo.

—No puede hacerlo. Les estaría siguiendo el juego. Ellos quieren llevarnos hacia un callejón sin salida para tener la libertad de avanzar en las demás direcciones.

—Eso supone usted —replicó Jeffreys con impaciencia—. Breckenridge ha cursado esta propuesta a través de los canales indicados y el Gobierno la ha aprobado, así que comenzaremos con una conferencia multicientífica.

—¿Multicientífica?

—Hemos confeccionado una lista de todos los científicos importantes de cada rama de las ciencias naturales —le explicó Breckenridge—. Irán todos a Cheyenne. Habrá un solo punto en el orden del día: Cómo lograr progresos en robótica. El principal subapartado será: Cómo desarrollar un aparato receptor de los campos electromagnéticos de la corteza cerebral, que sea lo suficientemente delicado como para distinguir entre un cerebro humano protoplasmático y un cerebro humanoide positrónico.

—Esperábamos que usted quisiera dirigir esa conferencia —dijo Jeffreys.

—No se me ha consultado.

—Evidentemente no nos sobraba tiempo. ¿Acepta el cargo?

Lynn sonrió. De nuevo era una cuestión de responsabilidad. La responsabilidad debía recaer sobre Lynn de Robótica. Tenía la sensación de que sería Breckenridge quien realmente llevaría la voz cantante. Pero ¿qué podía hacer?

—Acepto —contestó.

Breckenridge y Lynn regresaron juntos a Cheyenne, donde esa noche Laszlo escuchó con hosco recelo la descripción que le hizo Lynn de los acontecimientos venideros.

—Mientras usted no estaba, jefe, sometí cinco modelos experimentales de estructura humanoide a los procedimientos de verificación. Nuestros hombres trabajan doce horas al día, en tres turnos superpuestos. Si hemos de organizar una conferencia, estaremos atestados de gente y la burocracia será infernal. El trabajo se detendrá.

—Sólo será transitorio. Ganará más de lo que pierda.

Laszlo frunció el ceño.

—Un grupo de astrofísicos y geoquímicos no nos ayudará en robótica.

—La perspectiva de otros especialistas puede ser útil.

—¿Está seguro? ¿Cómo sabemos que existe un modo de detectar ondas cerebrales y, en tal caso, que hay un modo de distinguir al humano del humanoide por el patrón ondulatorio? ¿Quién ha montado este proyecto?

—Yo —respondió Breckenridge.

—¿Usted? ¿Es usted experto en robótica?

—He estudiado robótica —contestó serenamente el funcionario de Seguridad.

—No es lo mismo.

—He tenido acceso a textos sobre robótica rusa, en ruso. Información ultrasecreta y mucho más avanzada que toda la que poseen ustedes.

—En eso tiene razón, Laszlo.

—Partiendo de ese material —continuó Breckenridge—,sugerí esta línea de investigación. Cabe suponer que, al copiar el patrón electromagnético de una mente humana específica en un cerebro positrónico específico, no se pueda conseguir un duplicado exacto. Por lo pronto, el más complejo cerebro positrónico, con la pequeñez suficiente para caber en un cráneo humano, es cientos de veces menos complejo que el cerebro humano. No puede captar todos los matices, por lo tanto, y tiene que haber un modo de sacar partido de ese detalle.

Laszlo quedó impresionado a su pesar, y Lynn sonrió amargamente. No costaba mucho enfurecerse con Breckenridge y la inminente intrusión de varios cientos de científicos de otras especialidades, pero el problema era estimulante. Al menos, les quedaba ese consuelo.

La idea se le ocurrió sin sobresaltos.

Lynn se encontró con que no tenía nada que hacer salvo permanecer en su despacho, en un puesto ejecutivo que era meramente nominal. Tal vez eso contribuyó. Tuvo tiempo para pensar, para imaginar a científicos creativos de medio mundo convergiendo en Cheyenne.

Era Breckenridge quien, con fría eficiencia, manejaba los preparativos. Había sido esa especie de seguridad al decir: «Reunámonos y venceremos.»

Reunámonos.

Se le ocurrió tan sin sobresaltos que un testigo sólo hubiera visto que, en ese momento, Lynn parpadeaba dos veces, pero nada más.

Hizo lo que tenía que hacer con un distanciamiento que lo mantuvo sereno cuando lo más lógico era volverse loco.

Buscó a Breckenridge en su improvisado cuartel general. El funcionario estaba a solas y tenía el ceño fruncido.

—¿Algún problema?

—Creo que ninguno —contestó Lynn, con un cierto cansancio—. He decretado la ley marcial.

—¿Qué?

—Como jefe de división, puedo hacerlo si considero que la situación lo requiere. Dentro del ámbito de mi división puedo ser un dictador. Es una de las ventajas de la descentralización.

—Anule esa orden de inmediato. —Breckenridge avanzó un paso—. Cuando Washington se entere de esto, significará su deshonra.

—Ya estoy deshonrado, de cualquier modo. ¿Cree que no me doy cuenta de que me han preparado el papel del mayor villano de la historia estadounidense, el del hombre que permitió que Ellos rompieran el equilibrio? No tengo nada que perder, y tal vez mucho que ganar. —Soltó una risa histérica—. Qué buen objetivo será la división de Robótica, ¿eh, Breckenridge? Sólo unos cuantos miles de hombres eliminados por una bomba CT, capaz de arrasar ochocientos kilómetros cuadrados en un microsegundo. Pero quinientos de esos hombres serán nuestros más importantes científicos. Nos encontraríamos entonces en la peculiar situación de tener que elegir entre entrar en guerra, cuando acaban de reventarnos los sesos, o rendirnos. Creo que nos rendiríamos.

—Pero eso es imposible, Lynn. ¿Me oye? ¿Me entiende? ¿Cómo podrían los humanoides burlar nuestras medidas de seguridad? ¿Cómo podrían reunirse?

—¡Se están reuniendo ya! Los estamos ayudando. Les estamos ordenando que se reúnan. Nuestros científicos viajan al otro lado, Breckenridge. Viajan regularmente. Usted mismo comentó que era extraño que ningún especialista en robótica lo hiciera. Pues bien, diez de esos científicos aún están allí y serán reemplazados por diez humanoides que vendrán a Cheyenne.

—Es una conjetura ridícula.

—Yo creo que es buena, Breckenridge. Pero no hubiera funcionado a menos que, al enterarnos de que los humanoides estaban en Estados Unidos, organizáramos la conferencia. Es una gran coincidencia que usted trajera la noticia de los humanoides, sugiriese la conferencia y el orden del día, esté a cargo del espectáculo y sepa exactamente qué científicos han sido invitados. ¿Se ha asegurado de que en la lista figuren esos diez?

—¡Doctor Lynn! —exclamó Breckenridge fuera de sí, disponiéndose a abalanzarse sobre él.

—No se mueva. Llevo una pistola. Aguardaremos a que los científicos lleguen uno a uno y uno a uno los examinaremos con rayos X. Uno a uno. Comprobaremos su radiactividad. No dejaremos que dos de ellos se reúnan sin registrarlos antes y, si los quinientos pasan la prueba, le entregaré mi pistola y me rendiré a usted. Sólo que sospecho que encontraremos a esos diez humanoides. Siéntese, Breckenridge. —Ambos se sentaron—. Esperaremos, y, cuando esté cansado, Laszlo me reemplazará. Esperaremos.

El profesor Manuel Jiménez, del Instituto de Estudios Avanzados de Buenos Aires, estalló en un avión a reacción estratosférico que volaba a cinco mil metros de altura sobre el valle del Amazonas. Fue una simple explosión química, pero suficiente para destruir el avión.

El profesor Herman Liebowitz, del MIT, estalló en un monorrail, matando a veinte personas e hiriendo a otras cien.

Del mismo modo, el profesor Auguste Marin, del Instituto Nucleónico de Montreal, y otros siete científicos más perecieron en diferentes etapas de su viaje a Cheyenne.

Laszlo entró corriendo y muy excitado dio la noticia. Hacía sólo dos horas que Lynn estaba allí sentado, encañonando a Breckenridge con la pistola.

—Pensé que estaba chiflado, jefe, pero tenía usted razón. Eran humanoides. Tenían que serlo. —Se volvió hacia Breckenridge, con los ojos cargados de odio—. Sólo que alguien los avisó. Él los avisó, y ahora no queda ninguno intacto. No podemos estudiar a ninguno.

—¡Por Dios! —exclamó Lynn, y con gran celeridad apuntó el arma hacia Breckenridge y disparó. El cuello del agente voló hecho pedazos, el torso se desprendió y la cabeza cayó, chocó contra el suelo y echó a rodar—. No había caído en la cuenta. Creí que era un traidor, nada más.

Y Laszlo se quedó paralizado, con la boca abierta e incapaz momentáneamente de decir una palabra.

—Claro que los avisó —añadió Lynn—. ¿Pero cómo podía hacerlo sentado en esa silla, a menos que estuviera equipado con un transmisor de radio? ¿No lo entiendes? Breckenridge estuvo en Moscú, y el verdadero Breckenridge todavía sigue allí. ¡Por Dios, eran once!

—¿Por qué no estalló?

—Supongo que esperaba a tener la certeza de que los otros habían recibido el mensaje y estaban destruidos. Cielos, cuando entraste con la noticia tener la certeza de que los otros habían recibido el mensaje y estaban destruidos. Cielos, cuando entraste con la noticia y comprendí la verdad, me apresuré a disparar. Dios sabrá por cuántos segundos me adelanté a él.

—Al menos tendremos uno para estudiar —dijo Laszlo, con voz trémula.

Se agachó y metió los dedos en el pegajoso fluido que brotaba por los mutilados bordes del cuello del cuerpo decapitado.

No era sangre, sino aceite de calidad superior para máquinas.

Paté de hígado (1956)

“Pâté de Foie Gras”

No podría revelar mi verdadero nombre aunque quisiera, y en estas circunstancias no quiero revelarlo.

No soy buen escritor, así que le pedí a Isaac Asimov que se encargara de redactar esto por mí. Lo escogí a él por varias razones. Primero, porque es bioquímico, así que comprende de qué hablo, al menos en parte. Segundo, porque sabe escribir, o al menos —lo cual no necesariamente significa lo mismo— ha publicado bastante.

No fui el primero que tuvo el honor de conocer a la Gallina. El primero fue un algodonero de Tejas llamado lan Angus MacGregor, que era el dueño antes de que el ave pasara a manos del Gobierno.

En el verano de 1955, MacGregor envió cartas al Ministerio de Agricultura, solicitando información sobre la incubación de huevos de gallina. El Ministerio le remitió todos los folletos disponibles sobre el tema, pero MacGregor se limitó a enviar cartas aún más apasionadas, en las que abundaban las referencias a su «amigo», el diputado local.

Mi conexión con el asunto es que trabajo en el Ministerio de Agricultura. Como ya iba a asistir a una convención en San Antonio en julio de 1955, mi jefe me pidió que pasara por la finca de MacGregor y viera en qué podía ayudarlo. Somos funcionarios públicos, y, además, habíamos recibido una carta del diputado de MacGregor.

El 17 de julio de 1955 conocí a la Gallina.

Primero conocí a MacGregor. Era un cincuentón alto, de rostro arrugado y suspicaz. Revisé toda la información que él había recibido y le pregunté cortésmente que si podía ver sus gallinas.

—No son gallinas, amigo. Es una sola gallina.

—¿Puedo ver a esa única gallina?

—Mejor será que no.

—Entonces, no puedo ayudarlo más. Si es una sola gallina, pues eso es que le pasa algo. ¿Por qué se preocupa por una gallina? Cómasela.

Me levanté y cogí mi sombrero.

—¡Espere! —Me quedé mirándolo mientras él apretaba los labios, entrecerraba los ojos y libraba una callada lucha consigo mismo—. Acompáñeme.

Lo acompañé hasta un corral, rodeado de alambre de espinos cerrado con llave, que albergaba una gallina: la Gallina.

—Ésta es la Gallina —dijo, y lo pronunció de tal manera que hasta pude oír la mayúscula.

La miré. Parecía como cualquier otra gallina gorda, oronda y malhumorada.

—Y éste es uno de sus huevos —añadió MacGregor—. Estuvo en la incubadora. No pasa nada.

Lo sacó del espacioso bolsillo del mono. Había una tensión extraña en la forma en que lo sostenía.

Fruncí el ceño. Algo no iba bien en ese huevo. Era más pequeño y más esférico de lo normal.

—Cójalo —me ofreció MacGregor.

Lo cogí. O lo intenté. Usé la fuerza indicada para un huevo de ese tamaño, y se quedó donde estaba. Tuve que esforzarme más para levantarlo.

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