Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
—Francamente, no sé lo que estoy diciendo.
—¿Quién, en la Tierra, sería capaz de construir algo así?
—Eso, ¿quién, en la Tierra?
Yo hice el siguiente descubrimiento. Parecía un bolígrafo rechoncho que flotaba en el aire. Sólo lo vi por el rabillo del ojo. Era un bolígrafo.
En gravedad nula las cosas escapan de los bolsillos y flotan. No hay forma de tenerlas en su sitio a menos que estén confinadas físicamente. Bolígrafos, monedas y cualquier otro objeto que encuentre una abertura es de esperar que floten hacia donde las corrientes de aire y la inercia los lleven.
De manera que mi mente registró «bolígrafo», lo busqué a tientas distraídamente y, como es lógico, mis dedos no se cerraron sobre el objeto. El simple gesto de estirar el brazo crea una corriente de aire que aleja lo que se busca. Hay que deslizar una mano por detrás y luego atrapar el objeto con la otra. Asir cualquier objeto pequeño en el aire es una maniobra a dos manos.
Me volví para mirar el objeto y presté más atención en su recuperación, antes de darme cuenta que mi bolígrafo estaba seguro en su bolsillo. Lo palpé; estaba allí.
—¿Has perdido un boli, Joe? —pregunté.
—No.
—¿Algo parecido? ¿Una llave? ¿Un cigarrillo?
—No fumo, ya lo sabes.
Una respuesta estúpida.
—¿Nada? —dije exasperada—. Estoy viendo cosas.
—Bueno, nadie dice que estés equilibrada.
—Mira, Joe. Allí. Allí.
Se abalanzó hacia el objeto. Yo podría haberle dicho que no iba a lograr gran cosa.
Para entonces nuestro fisgoneo por la computadora parecía haberlo agitado todo. Veíamos cosas en cualquier parte que mirábamos. Flotaban en las corrientes de aire.
Detuve una al final. O mejor dicho, la cosa se detuvo sola, porque estaba en el traje de Joe, a la altura del codo. La arranqué y grité. Joe dio un brinco de terror y casi me hizo perder el objeto de un manotazo.
—¡Mira! —exclamé.
Había un círculo brillante en el traje de Joe, justo donde yo había tomado el objeto. Éste había empezado a abrirse camino comiéndose el material.
—Dámelo —dijo Joe.
Lo tomó cautelosamente y lo apretó contra la pared para mantenerlo fijo. Después lo descortezó, levantando con suavidad el delgadísimo metal.
Dentro había algo que semejaba una línea de ceniza de cigarrillo. Captaba la luz y fulguraba, sin embargo, como metal ligeramente tramado.
También tenía cierta humedad. Se retorcía lentamente, dando la sensación que uno de sus extremos buscaba algo a ciegas.
El extremo tomó contacto con la pared y se aferró a ella. El dedo de Joe lo apartó. Hacer tal cosa parecía requerir cierto esfuerzo. Joe se frotó el pulgar.
—Parece grasiento.
El gusano metálico -no sé de qué otro modo llamarlo- dio la impresión de estar agotado después que Joe lo tocara. No volvió a moverse.
Yo me retorcía, y volvía la cabeza intentando contemplarme.
—Joe —dije—, por el amor de Dios, ¿se me ha pegado alguno?
—No veo ninguno —contestó.
—Bueno, mírame. Tienes que mirarme, Joe, y yo te miraré también. Si nuestros trajes están rotos no podemos regresar a la nave.
—En ese caso, no dejes de moverte.
¡Qué sensación tan espeluznante, estar rodeada de cosas ansiosas por disolverte el traje! Cuando aparecía alguna, intentábamos atraparla y apartarnos de su camino al mismo tiempo, por lo que la situación era casi imposible. Un objeto más bien grande se deslizó cerca de mi pierna y traté de pisarlo, lo cual fue una tontería, porque si llego a alcanzarlo tal vez se me hubiera pegado. De todos modos, la corriente de aire que ocasioné lo condujo a la pared, y allí se quedó.
Joe estiró el brazo para atraparlo…, con demasiada rapidez. El resto de su cuerpo rebotó, mientras él daba un salto mortal y uno de sus pies golpeaba el muro cerca del cilindro. Cuando por fin Joe logró afianzarse, el objeto seguía allí.
—No lo aplasté, ¿eh?
—No, no lo hiciste —repliqué—. Has fallado por un decímetro. No se escapará.
Yo tenía una mano en cada extremo de la cosa. Era el doble de larga que el otro cilindro. En realidad era como dos cilindros unidos por la base, con un estrechamiento en el punto de unión.
—Acto de reproducción —dijo Joe mientras levantaba el metal. En esta ocasión lo que había dentro era una línea de polvo. Dos líneas. Una a cada lado de la constricción—. No cuesta mucho matarlos. —Se tranquilizó claramente—. Creo que estamos a salvo.
—Parecen vivos —dije de mala gana.
—Creo que es más que eso. Son virus…, o el equivalente.
—¿Qué estás diciendo?
—Por supuesto, soy técnico en computadoras y no virólogo…, pero tengo entendido que los virus de la Tierra, o de allí «abajo», como tú dirías, están formados por una molécula de ácido nucleico envuelta en una vaina proteica.
»Cuando un virus invade una célula, se las arregla para abrir un agujero en la membrana celular mediante el uso de cierta enzima apropiada, y el ácido nucleico se desliza al interior, dejando fuera la vaina proteica. Dentro de la célula encuentra el material para fabricarse una nueva vaina. De hecho, logra formar réplicas de sí mismo y produce una nueva vaina proteica por cada réplica. En cuanto ha despojado por completo a la célula, ésta se disuelve, y en lugar del solitario virus invasor existen varios cientos de virus hermanos. ¿Te resulta familiar?
—Sí. Muy familiar. Es lo que está ocurriendo aquí. Pero, ¿de dónde ha salido esto, Joe?
—Es obvio que ni de la Tierra ni de una colonia terrestre. De algún otro sitio, supongo. Flotan por el espacio hasta que encuentran algo apropiado que les permita multiplicarse. Buscan objetos grandes de metal elaborado. No creo que sean capaces de olfatear minerales metalíferos.
—Pero grandes objetos metálicos con componentes de silicio puro y algunos otros materiales igual de suculentos sólo son producto de una vida inteligente —opiné.
—Exacto —dijo Joe—. Lo que significa que poseemos la mejor prueba confirmando que la vida inteligente es común al Universo, ya que objetos como este satélite tienen que abundar bastante, o no podrían mantener a estos virus. Y eso también significa que la vida inteligente es antigua, quizá de diez mil millones de años, y lo suficientemente desarrollada para permitir una especie de evolución metálica, la creación de una vida metal/silicio/grasa, igual que nosotros hemos formado una vida ácido nucleico/proteínas/agua. Es tiempo suficiente para que evolucione un parásito de artefactos espaciales.
—Das a entender que siempre que una forma de vida inteligente crea una cultura espacial, no tarda en verse sometida a una infección parásita.
—Exacto. Y debe ser controlada. Por fortuna, estos seres son fáciles de matar, en especial ahora que se están formando. Posteriormente, cuando estén preparados para irse de Computadora Dos, supongo que agrandarán y espesarán sus vainas, estabilizarán el interior y se dispondrán a flotar, como un equivalente de las esporas, un millón de años antes de encontrar otro hogar. Podría no ser tan fácil matarlos en ese momento.
—¿Cómo vas a matarlos?
—Ya lo he hecho. Sólo toqué al primero, que buscaba instintivamente metal para iniciar la producción de una nueva vaina, ya que yo había roto la primera al abrirla, y ese toque lo mató. No toqué al segundo, pero di una patada a la pared en sus cercanías y la vibración del metal convirtió sus entrañas en polvo metálico. Así que no podrán hacer nada, ni a nosotros ni a lo que queda de la computadora, si hacemos que vibren…, ¡ahora mismo!
Joe no tenía más que explicar, aunque ya se había explicado demasiado, ¿no? Se puso los guantes poco a poco y golpeó la pared con una mano. Salió despedido y soltó una patada en cuanto volvió a aproximarse al muro.
—¡Haz lo mismo! —gritó.
Lo intenté, y durante un rato no descansamos. No saben lo difícil que es golpear una pared en gravedad cero; al menos hacerlo adrede y con la suficiente fuerza para que vibre. Unas veces acertábamos, otras no, o simplemente lográbamos un golpe de refilón que nos despedía dando vueltas pero que apenas producía sonido. Enseguida nos encontramos jadeando por el cansancio y la irritación.
Pero nos habíamos aclimatado (al menos yo), y las náuseas no volvieron. Volvimos a la tarea y finalmente recogimos más virus. En todos los casos no había más que polvo en el interior. Era evidente que estaban adaptados a objetos espaciales vacíos y automáticos, que, como las modernas computadoras, carecían de vibración. Eso es lo que posibilitaba, supongo, el desarrollar las estructuras metálicas, sumamente raquíticas en su composición, que poseían la suficiente inestabilidad para producir las propiedades de la vida simple.
—¿Crees que hemos acabado con todos? —pregunté.
—¿Cómo puedo saberlo? Con uno solo que quede, éste devorará al resto en busca de metal y todo empezará de nuevo. Demos golpes un rato más.
Lo hicimos hasta que el cansancio hizo que nos desentendiéramos del problema de si quedaba o no alguno con vida.
—No hay duda que la Asociación Planetaria para el Avance de la Ciencia no quedará muy complacida al saber que los hemos matado a todos —dije, jadeante.
La sugerencia que hizo Joe respecto a lo que la APAC podía hacer consigo misma fue enérgica, aunque nada práctica.
—Mira —dijo—, nuestra misión es salvar Computadora Dos, unos cuantos miles de vidas y, tal como han ido las cosas, salvar también las nuestras. Ahora que decidan si quieren renovar esta computadora o construirla desde el principio. Es su bebé.
»La APAC sacará lo que pueda de estos objetos muertos, y eso ya es algo. Si quieren virus vivos, sospecho que los encontrarán flotando por esta zona.
—Muy bien. Mi sugerencia es que digamos a Computadora Central que haremos unos cuantos remiendos en esta computadora y que la obligaremos a que funcione hasta cierto punto, y que nosotros estaremos ahí hasta que llegue un equipo de reparaciones más importante, o lo que corresponda, para evitar otra infección. Mientras tanto, será mejor que vayan al resto de las computadoras y monten un sistema que las haga vibrar mucho en cuanto la atmósfera interna revele una caída de presión.
—Muy sencillo —dijo irónicamente Joe.
—Es una suerte que los encontráramos a tiempo.
—Espera un momento —dijo Joe, y de pronto su expresión era de suma gravedad—. Nosotros no los encontramos. Ellos nos encontraron a nosotros. Si la vida metálica ha evolucionado, ¿crees que es probable que esta sea su única forma?
»¿Y si estas formas de vida se comunican de algún modo y, en la inmensidad del espacio, otras se hallan ahora a punto de converger sobre nosotros en busca del botín? Y también otras especies. Todas ellas detrás del sabroso forraje de una cultura espacial todavía intacta. ¡Otras especies! Otras más vigorosas que soporten la vibración. Otras de mayor tamaño que sean más versátiles en sus reacciones ante el peligro. Otras que estén equipadas para invadir nuestras colonias en órbita. Otras, por el amor de Univac, que sean capaces de invadir la Tierra en busca de los metales de sus ciudades.
»Lo que voy a informar, lo que debo informar, ¡es que nos han localizado!
“How It Happened”
Mi hermano empezó a dictar en su mejor estilo oratorio, ése que hace que las tribus se queden aleladas ante sus palabras.
—En el principio —dijo—, exactamente hace quince mil doscientos millones de años, hubo una gran explosión, y el universo…
Pero yo había dejado de escribir.
—¿Hace quince mil doscientos millones de años? —pregunté, incrédulo.
—Exactamente —dijo—. Estoy inspirado.
—No pongo en duda tu inspiración —aseguré. (Era mejor que no lo hiciera. Él es tres años más joven que yo, pero jamás he intentado poner en duda su inspiración. Nadie más lo hace tampoco, o de otro modo las cosas se ponen feas.)—. Pero, ¿vas a contar la historia de la Creación a lo largo de un periodo de más de quince mil millones de años?
—Tengo que hacerlo. Ése es el tiempo que llevó. Lo tengo todo aquí dentro —dijo, palmeándose la frente—, y procede de la más alta autoridad.
Para entonces yo había dejado el estilo sobre la mesa.
—¿Sabes cuál es el precio del papiro?—dije.
—¿Qué?
Puede que esté inspirado, pero he notado con frecuencia que su inspiración no incluye asuntos tan sórdidos como el precio del papiro.
—Supongamos que describes un millón de años de acontecimientos en cada rollo de papiro. Eso significa que vas a tener que llenar quince mil rollos. Tendrás que hablar mucho para llenarlos, y sabes que empiezas a tartamudear al poco rato. Yo tendré que escribir lo bastante como para llenarlos, y los dedos se me acabarán cayendo. Además, aunque podamos comprar todo ese papiro, y tu tengas la voz y la fuerza suficientes, ¿quién va a copiarlo? Hemos de tener garantizados un centenar de ejemplares antes de poder publicarlo, y en esas condiciones, ¿cómo vamos a obtener derechos de autor?
Mi hermano pensó durante un rato. Luego dijo:
—¿Crees que deberíamos acortarlo un poco?
—Mucho —puntualicé—, si esperas llegar al gran público.
—¿Qué te parecen cien años?
—¿Qué te parecen seis días?
—No puedes comprimir la Creación en sólo seis días —dijo, horrorizado.
—Ése es todo el papiro de que dispongo —le aseguré—. Bien, ¿qué dices?
—Oh, está bien —concedió, y empezó a dictar de nuevo—. En el principio…
—¿De veras han de ser solo seis días, Aaron?
—Seis días, Moisés —dije firmemente.
“Nothing for Nothing”
El escenario era la Tierra.
No era que los seres en la astronave creyeran que era la Tierra. Para ellos era una serie de símbolos almacenados en una computadora; era el tercer planeta de una estrella situada en una cierta posición con respecto a la línea que conectaba su planeta natal con el agujero negro que señalaba el centro de la galaxia, y moviéndose a una cierta velocidad con referencia a él.
El año era el 15000 a.C., más o menos.
No era que los seres en la astronave creyeran que era el año 15000 a.C. Para ellos, se trataba de un cierto período de tiempo señalado de acuerdo con su sistema de medidas local.
El capitán de la astronave dijo, más bien malhumorado:
—Esto es una pérdida de tiempo. El planeta está completamente helado. Vámonos.