Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
—¡Bah! Tonterías —dijo el industrial.
—No, no se lo tome usted a la ligera. Antes de escribirle, me informé de su posición en la economía planetaria.
—¿Y me considera usted solvente? —le interrumpió el industrial, sonriendo.
—Por supuesto. ¡Ah! Está bromeando. De todos modos… la broma no está tan fuera de lugar: usted es menos solvente que su padre, y su padre lo fue menos que el suyo. Quizá su hijo ya será un insolvente. Cada vez es más difícil para el planeta mantener las industrias que subsisten, aunque no son casi nada, en comparación con el poderío industrial de antes de las guerras. Volveremos a la economía rural y después… ¿a qué? ¿A las cavernas?
—¿Y la inyección de nuevos conocimientos técnicos variaría esta situación?
—No se trata sólo de los nuevos conocimientos. Yo pienso en el efecto total que supondría el cambio, la ampliación de los horizontes que significaría. Mire usted, yo le elegí para hablarle de este asunto no sólo por la fortuna que posee y por la influencia de que goza en el gobierno, sino porque posee una reputación, insólita en nuestros días, de hombre atrevido y que no teme romper con la tradición. Nuestro pueblo se opondrá a los cambios pero usted sabrá cómo manejarlo y cómo hacer para que… para que…
—¿Para qué reviva el espíritu juvenil de la raza?
—Sí.
—¿Con sus bombas atómicas y todo?
—Las bombas atómicas —repuso el astrónomo— no tienen que significar necesariamente el fin de la civilización. Mis visitantes también tuvieron su bomba atómica y sobrevivieron a ella porque no abandonaron la partida. ¿No comprende usted? No fue la bomba lo que nos destruyó, sino nuestro pánico ante ella. Tal vez esta sea la última ocasión que tengamos de rectificar el curso de la historia.
—Dígame —preguntó el industrial—. ¿Y qué tienen a cambio esos amigos suyos del espacio?
El astrónomo vaciló antes de responder.
—Voy a serle sincero. Ellos vienen de un planeta más denso. El nuestro es más rico en átomos ligeros.
—¿Quieren magnesio? ¿Aluminio?
—No, señor. Carbono e hidrógeno. Es decir, carbón y petróleo. —¿De veras?
El astrónomo se apresuró a agregar:
—Se preguntará usted por qué desean carbón y petróleo unos seres que han conseguido la navegación interplanetaria y la energía atómica. No sabría responder a esa pregunta.
El industrial prosiguió:
—Pero yo sí. Esta es la mejor prueba de la verdad de su relato. A primera vista, parece que quien poseyese la energía atómica ya no necesitaría para nada carbón y petróleo. No obstante, dejando aparte la energía que produce su combustión, el carbón y el petróleo son y seguirán siendo las materias primas fundamentales para la química orgánica, es decir, los plásticos, los tintes, los productos farmacéuticos, los disolventes, etcétera. La industria no podría existir sin ellos, ni siquiera en la época atómica. Sin embargo, si el carbón y el petróleo son el precio ventajoso por el que podremos comprar los sinsabores y las torturas de la juventud, yo le digo que esta transacción me parecería cara aunque me la ofrecieran gratis.
Con un suspiro, el astrónomo dijo: —¡Ahí están los chicos!
Ambos eran visibles por la ventana abierta. Estaban de pie en el prado, sumidos en animada conversación. El hijo del industrial señaló con ademán imperioso; el hijo del astrónomo hizo un gesto de asentimiento y echó a correr hacia la casa.
El industrial observó:
—Ahí tiene usted la juventud de que hablaba. Nuestra raza tiene tantas bazas como en la mejor de sus épocas.
—Sí, pero nosotros la envejecemos prematuramente y la metemos en el molde.
Flaco penetró en la habitación dando un portazo. El astrónomo lo miró con benévola desaprobación:
—¿Son modos de entrar?
Flaco, sorprendido, levantó la mirada y se detuvo. —Perdonen. Creí que no había nadie. Siento haberles molestado.
Pronunció las tres frases con exagerada precisión.
—No nos has molestado, muchacho —le dijo el industrial. Pero el astrónomo lo reprendió:
—Aunque entraras en una habitación vacía, hijo, no hay motivo para dar ese portazo.
—Bah, no tiene importancia —insistió el industrial—. El muchacho no ha hecho nada malo. Usted le reprende porque es joven. ¡Usted y sus opiniones!
Volviéndose a Flaco, le dijo: —Ven aquí, muchacho. Flaco avanzó despacio. —¿Te gusta el campo? —Muchísimo, señor; gracias.
—Supongo que mi hijo te habrá enseñado la casa y sus alrededores.
—Sí, señor. Rojo…, es decir…
—Puedes llamarle Rojo. Yo también lo llamo así. Ahora dime, ¿qué os traéis entre manos?
Flaco apartó la mirada.
—Pues… Sólo estamos explorando, señor. El industrial se volvió hacia el astrónomo. —Ahí lo tiene usted: la curiosidad juvenil y la sed de aventuras. La raza todavía no ha perdido estas virtudes.
—¿Me permite, señor? —dijo Flaco.
—Dime, muchacho.
El joven tardaba en decidirse. Por último, se armó de valor: —Rojo me envió a buscar algo de comida, pero no sé exactamente qué quiere…
—Pregúntaselo a la cocinera, hombre. Ella os dará algo bueno para comer. —No es para nosotros, señor. Es para unos animales. —¿Para unos animales? —Sí, señor. ¿Qué comen los animales? El astrónomo intervino:
—No olvide usted que mi hijo se ha criado en la ciudad. —No se preocupe usted —repuso el industrial—. ¿De qué clase de animales se trata, muchacho? —Son pequeños, señor.
—Entonces prueba a darles hojas o hierbas, y si no las quieren, nueces o bayas. —Gracias, señor.
Flaco salió corriendo, cerrando con cuidado la puerta detrás de sí. El astrónomo preguntó, evidentemente turbado:
—¿Cree usted que habrán atrapado vivo a algún animal? —No me extrañaría. En mi propiedad no está permitida la caza, y en el campo hay abundancia de animalitos inofensivos, como roedores y musarañas. Rojo siempre trae a casa animalitos que captura por ahí. Sin embargo, pronto se cansa de ellos. Dirigió una mirada al reloj de pared.
—¿No tenían que haber llegado ya sus amigos?
El balanceo había cesado y reinaba la oscuridad. El Explorador respiraba con dificultad aquel aire extraño, tan denso que le obligaba a respirar afanosamente. Pero, aun así…
Tendió la mano, súbitamente necesitado de compañía. El Mercader era cálido al tacto. Jadeaba ruidosamente, sacudido por algún que otro espasmo. Sin duda estaba dormido. Tras una ligera vacilación, el Explorador resolvió no despertarlo. No servirla de nada.
Nadie iría a rescatarlos, por supuesto. Aquel era el precio que había que pagar por los fabulosos beneficios que permitía conseguir la competencia ilimitada. El Mercader que abriese al comercio un nuevo planeta conseguía un monopolio por diez años, que podía explotar personalmente o —lo que era más corriente— subarrendarlo por un buen precio a terceros. A consecuencia de ello, todos buscaban en secreto nuevos planetas, situados de preferencia lejos de las rutas comerciales acostumbradas. En su caso, no había apenas ninguna probabilidad de que otra nave se pusiese al alcance de su radio subetérea, a no ser por una coincidencia completamente improbable. Y eso sólo podía suceder si ambos se encontrasen a bordo de su propia nave y no en aquella… en aquella… jaula.
El Explorador asió los gruesos barrotes. Aunque consiguiese volarlos, lo cual estaba dentro de sus posibilidades, estaban demasiado altos para saltar. Era una verdadera lástima.
Previamente, ya habían aterrizado dos veces en la navecilla exploradora, y establecido contacto con los indígenas, que eran grotescamente enormes, pero mansos y pacíficos. Era evidente que en otro tiempo poseyeron una floreciente técnica, pero no supieron estar a la altura de lo que ésta les exigía. Aquel planeta hubiera sido un mercado maravilloso.
Y sus dimensiones eran enormes. El Mercader, especialmente, se quedó estupefacto. A pesar de que conocía las cifras que daban el diámetro del planeta, cuando se hallaba a una distancia de dos segundos-luz del mismo, ante la visiplaca murmuró:
—¡Es increíble!
—Oh, hay mundos mayores —dijo el Explorador. No era correcto que un Explorador se dejara impresionar fácilmente.
—¿Estará deshabitado?
—Claro que no.
—Cielos, tu planeta cabría entero en ese inmenso océano.
El Explorador sonrió ante la burla contra su planeta natal, que giraba en torno a Arturo y era más pequeño que la mayoría de los planetas. —No será tanto.
El Mercader siguió el curso de sus pensamientos.
—Y sus habitantes, ¿son proporcionales al tamaño de su mundo?
Esta idea ya no parecía agradarle tanto.
—Son unas diez veces más grandes que nosotros. —¿Y estás seguro de que son amistosos?
—Esto es difícil de contestar. La amistad entre inteligencias distintas es algo imponderable. Pero no creo que sean peligrosos. Ya hemos encontrado otros grupos incapaces de mantener su equilibrio después de las guerras atómicas. Ya conoces los resultados: introversión, retraimiento, una decadencia progresiva junto con una creciente bondad…
—¿Incluso en monstruos como éstos? —El principio sigue siendo válido.
Fue entonces cuando el Explorador notó la vibración de los motores. —Descendemos a excesiva velocidad —dijo.
Unas horas antes habían comentado los peligros que entrañaba el aterrizaje. Aquel planeta era muy grande para tener oxígeno y agua. Aunque no tenía las dimensiones de los inhóspitos planetas de hidrógeno y amoníaco, y su escasa densidad hacía que la gravedad fuese casi normal en su superficie, sus fuerzas gravitacionales sólo decrecían con la distancia. Resumiendo: su potencial gravitatorio era elevado y la calculadora de la astronave —que era un modelo de serie— no había sido creada para calcular trayectorias de aterrizaje bajo aquella gravedad y a tan corta distancia. Esto significaría que el Piloto tendría que utilizar los mandos manuales.
Hubiera sido más prudente instalar a bordo un modelo más perfeccionado, pero ello habría supuesto realizar un viaje a algún puesto avanzado de la civilización, con la consiguiente pérdida de tiempo y la posibilidad de que el secreto se divulgase. Así, el Mercader exigió que aterrizasen inmediatamente.
Pero el Mercader creía necesario defender su punto de vista. Con voz encolerizada, dijo al Explorador:
—¿No confías en la habilidad del Piloto? Ya te ha desembarcado dos veces en el planeta.
En una nave de reconocimiento, se dijo el Explorador, no en aquel carguero tan poco manejable. Pero se guardó para sí estos pensamientos, manteniendo la vista fija en la visiplaca. Descendían con excesiva rapidez. Ya no cabía duda. Caían vertiginosamente.
—¿Por qué no dices nada? —preguntó el Mercader.
—Mira, si quieres que hable, te diré que te sujetes el salvavidas y me ayudes a preparar el proyector.
El Piloto luchaba denodadamente, pues era un experto veterano. La atmósfera, muy alta y espesa a causa de la gravedad reinante en aquel mundo, fustigaba a la nave, recalentándola, pero hasta el último momento pareció como si el Piloto consiguiese mantenerla bajo su dominio.
Incluso mantuvo su rumbo, siguiendo la línea imaginaria que conducía la nave al punto del continente septentrional que constituía su objetivo. En otras circunstancias, con un poco más de suerte, la cosa no habría pasado de unos momentos de apuro, que luego constituirían tema para un emocionante relato, ejemplo de cómo se había resuelto una situación dificilísima. Pero cuando el triunfo ya se vislumbraba, el cansancio del piloto le hizo tirar con excesiva fuerza de una palanca. La nave, que casi se había estabilizado, cabeceó de nuevo.
Este último error ya no tenía remedio. Sólo estaban a un kilómetro del suelo.
El Piloto permaneció en su puesto hasta el último momento, dominado por la única idea de aminorar el impacto y mantener la estabilidad de la nave. Ello le costó la vida. Con la nave girando locamente en aquella brumosa atmósfera, pocos eyectores podían utilizarse.
Cuando el Explorador recuperó el conocimiento y se levantó, tuvo la clara sensación de que los únicos supervivientes eran él y el Mercader. Y tal vez ni siquiera eso. Su salvavidas había salido disparado cuando aún se hallaban a bastante distancia de la superficie. Aun así, el golpe le dejó aturdido. El Mercader podía haber tenido menos suerte.
Gruesos y viscosos tallos de hierba le rodeaban, y a lo lejos se veían unos árboles que le recordaron vagamente los que crecían en su planeta, con la sola diferencia de que las ramas inferiores eran mucho más altas que las copas de los árboles en su mundo.
Llamó al Mercader, y su voz resonó cavernosamente en la densa atmósfera. Su compañero le respondió, y se dirigió hacia él, apartando violentamente los ásperos tallos que le cerraban el paso.
—¿Estás herido? —le preguntó. El Mercader hizo una mueca. —Creo que me he dislocado algo. Me duele aquí al andar. El Explorador palpó suavemente la parte lastimada.
—No creo que tengas nada roto. Tendrás que andar, aunque duela. —¿No podríamos descansar primero?
—Es muy importante localizar la nave. Si aún sirve, podemos repararla fácilmente y tal vez nos salvaremos. Si no, estamos perdidos. —Sólo un momento. Deja que me recupere.
El Explorador también necesitaba un breve descanso. Como el Mercader ya cerraba los ojos, dejó que los suyos también se cerrasen. Fuertes pisadas le obligaron a abrir los ojos.
—No hay que dormirse nunca en un planeta extraño —se reconvino demasiado tarde. El Mercader, que también se había despertado, lanzó un grito de terror. —No es más que un nativo de este planeta —dijo el Explorador—. No nos hará daño. Pero mientras hablaba, el gigante se inclinó y los levantó a ambos, acercándolos a su fealdad.
El Mercader se debatía con violencia, pero vanamente. —¿No puedes hablar con él? —gritó.
El Explorador sólo pudo mover la cabeza negativamente. —No puedo alcanzarlo con el proyector. No me escucharía. —Entonces, pégale un tiro. Liquídalo. —No podemos.
Estuvo a punto de añadir —estúpido—. El Explorador se esforzó por conservar la serenidad. El monstruo se los llevaba consigo cruzando raudo la campiña.
—¿Por qué no? —chilló el Mercader—. Puedes utilizar tu pistola. La veo perfectamente. ¿Tienes miedo a caerte?
—No es tan sencillo. Si matamos a este monstruo, despídete de comerciar con este planeta. Ya no podrías salir de él. Probablemente, no llegaríamos vivos a mañana.