Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
Además, si se deseaba volver a la verdadera Tierra, si se insistía en ello, si se quería de verdad tener gente y aire alrededor, así como agua para nadar, sólo se precisaba cruzar la puerta delantera de la casa.
Entonces, ¿dónde estaba la dificultad?
Tampoco hay que olvidar que en el planeta sin vida sobre el que se hallaba emplazada la casa de Rimbro, el silencio era total, excepto en caso de viento o lluvia, con sus monótonos efectos. Y el aislamiento, completo, así como cabal la sensación de absoluta propiedad respecto a los tres millones de kilómetros cuadrados de la superficie planetaria.
Clarence Rimbro apreciaba todo aquello a su distante manera. Era contable, hábil en el manejo de modelos de ordenadores muy perfeccionados, preciso en sus modales e indumentaria, no muy dado a la sonrisa bajo su breve y bien recortado bigote y debidamente consciente de su propia valía. Cuando iba del trabajo a casa, pasaba por el lugar que hubiera ocupado su vivienda en la verdadera Tierra. Jamás dejaba de mirarlo con cierta presunción.
Bueno, por razones de negocios o trabajo, o por una especie de perversión mental, había quien vivía aún en la verdadera Tierra. Mala cosa. Después de todo, el suelo de la Tierra tenía que proporcionar los minerales y abastecer del básico alimento a su trillón de habitantes (en cincuenta años, llegarían a dos trillones). En esas condiciones, el espacio suponía un premio. Las casas de la Tierra no podían ser mayores, y a las personas que vivían en ellas no les quedaba más remedio que someterse al hecho.
Incluso el proceso de regresar a la suya encerraba un suave placer. Penetraba en el disco comunitario que le estaba asignado (y que semejaba más bien, como todos ellos, un achaparrado obelisco) e invariablemente hallaba a otros que esperaban para utilizarlo. Y aún llegarían más, antes de que él alcanzara el extremo de la línea. Se trataba de una época sociable.
«¿Cómo es su planeta?» ¿Y cómo es el suyo?» La acostumbrada charla intrascendente. A veces, alguien tropezaba con problemas. Averías en la maquinaria o tormentas que alteraban desfavorablemente el terreno. Pero no a menudo.
Así pasaba el tiempo, y Rimbro llegaba a la cabeza de la línea. Metía su llave en la ranura, componía la debida combinación y entraba en una nueva pauta de probabilidad, la suya particular, la que se le había asignado cuando se casó y se convirtió en ciudadano productor, una pauta de probabilidad en la cual la vida no se desarrollaba nunca en la Tierra. Y girando hacia su particular Tierra sin vida, penetraría en su propio hogar.
Simplemente así.
Jamás se preocupaba de las demás probabilidades. ¿A santo de qué? No les concedía ni un solo pensamiento. Había un número infinito de posibles Tierras, cada una de las cuales existía en su propio nicho, en su propia pauta de probabilidad. Puesto que, en un planeta como la Tierra, había según los cálculos alrededor de un cincuenta por ciento de posibilidades de que se desarrollase la vida, la mitad de las posibles Tierras (infinitas, puesto que la mitad de infinito es igual a infinito) poseían vida, y la otra mitad (asimismo infinita) no la poseían. Y el vivir sobre unos trescientos billones de Tierras desocupadas suponía la existencia de trescientos billones de familias, cada una de ellas con su propia y magnífica casa, equipada con la energía suministrada por el sol de esa probabilidad, y cada una de ellas en paz y seguridad. El número de Tierras así ocupadas se incrementaba en millones a diario.
Cierto día, cuando Rimbro regresó al hogar, su esposa, Sandra, le dijo al entrar:
—He oído un ruido de lo más peculiar.
Se alzaron las cejas de Rimbro, en tanto miraba inquisitivo a su mujer. Aparte de cierto temblor en sus delgadas manos y cierto decaimiento reflejado en las comisuras de su apretada boca, parecía normal.
—¿Ruido? ¿Qué ruido? Yo no oigo nada.
Se detuvo, con el abrigo a medio camino del criado mecánico, que lo esperaba pacientemente.
—Ahora ha cesado —explicó Sandra—. Era como un golpeteo sordo o como un retumbar. Se oía un rato y luego se detenía, para volver de nuevo y cesar otra vez. Jamás había oído nada por el estilo.
Rimbro colgó el abrigo y dijo:
—Pero eso es completamente imposible…
—Te digo que lo oí.
—Examinaré la maquinaria —murmuró él—. Puede que algo funcione mal.
Sin embargo, sus ojos expertos no descubrieron nada en ella. Encogiéndose de hombros, se fue a cenar. Escuchó el zumbido de los criados mecánicos entregados a sus diversas tareas, se detuvo a contemplar al que secaba los platos y ordenaba la cubertería y comenté, frunciendo los labios:
—Acaso alguno de estos artilugios esté mal ajustado. Lo repasaré.
—No fue nada semejante a eso, Clarence.
Rimbro se acostó sin preocuparse más por la cuestión. Se despertó al sentir la mano de su mujer que le sacudía por el hombro. Tendió la suya hacia el conmutador que conectaba la iluminación de las paredes.
—¿Qué sucede? ¿Qué hora es?
Ella meneó la cabeza.
—¡Escucha! ¡Escucha!
«¡Santo Dios! —pensó Rimbro—. En efecto, hay un ruido.» Un rumor sordo o una especie de ronquido que se intensificaba y se desvanecía.
—¿Un temblor de tierra? —murmuró.
Desde luego, pensó, de vez en cuando se producía alguno en todos los planetas, aunque por regla general se evitaban las zonas expuestas a ellos.
—¿Hubiera durado todo el día? —preguntó malhumorada Sandra—. Me parece que se trata de algo distinto. —Y luego manifestó el secreto terror de toda ama de casa nerviosa—: Creo que hay alguien en el planeta con nosotros. Este mundo está habitado.
Rimbro hizo lo único que lógicamente cabía hacer. Al llegar la mañana, llevó a su esposa e hijos a casa de su suegra. Y en cuanto a él, se tomó también un día para ir a la Oficina de Alojamiento del sector.
Aquella cuestión le tenía muy fastidiado.
Bill Ching, de la Oficina de Alojamiento, era de baja estatura, jovial y orgulloso de su ascendencia en parte mongólica. Pensaba que las pautas de probabilidad habían solucionado hasta el último de los problemas. Alec Mishnoff, de la misma oficina, creía en cambio que significaban un cepo en el que había sido atrapada la humanidad de modo irremediable. En su juventud se había especializado en arqueología, estudiando una serie de temas antiguos, de los que continuaba atiborrada su delicadamente equilibrada cabeza. Su rostro lograba parecer sensitivo a pesar de sus espesas cejas. Acariciaba una idea que hasta entonces no se había atrevido a compartir con nadie, aunque su preocupación por ella le había apartado de la arqueología y metido en la cuestión del alojamiento.
A Ching le gustaba decir: «¡Al diablo con Malthus!» Venía a ser su marca de fábrica.
—Sí, al diablo con Malthus —dijo una vez más—. Probablemente hemos llegado al límite de la superpoblación. Por muy deprisa que nos dupliquemos y redupliquemos, el Horno sapiens forma siempre un número finito. Y los mundos deshabitados son infinitos. Por lo demás, no hay razón para construir sólo una casa en cada planeta; podemos construir cien, mil, un millón. Contamos con mucho espacio y mucha energía para cada probabilidad solar.
—¿Más de una casa en cada planeta? —repitió Mishnoff en tono desabrido.
Ching sabía muy bien a qué se refería. Cuando se habían establecido las pautas de probabilidad, la propiedad exclusiva de un planeta constituyó un poderoso incentivo para los primeros colonizadores. Era una idea atrayente para el esnobismo y la tendencia al despotismo que existían en cada cual. «No hay hombre tan pobre —rezaba el eslogan publicitario— como para no poseer un imperio tan grande como Gengis Kan.» Anunciar una colonización múltiple supondría una afrenta para todo aquel que se estimara en algo.
Ching se encogió de hombros.
—Bueno, requeriría una preparación psicológica previa. Es lo único que se precisa para poner en marcha todo el asunto.
—¿Y la alimentación?
—Ya sabe que estamos instalando explotaciones hidropónicas y plantas de cultivo de levaduras en otras pautas de probabilidad. Y de necesitarlo, podríamos cultivar su suelo.
—Usando ropa especial e importando oxígeno.
—Nos cabe el recurso de reducir el dióxido de carbono mediante el oxígeno, hasta que las plantas prendan y actúen por sí mismas.
—Calcule un millón de años.
—Mishnoff, la pega con usted es que lee demasiados libros de historia antigua. Eso le inspira tendencias obstruccionistas.
Pero Ching tenía demasiada buena pasta para decir aquello en serio, y Mishnoff continuó con sus libros y sus preocupaciones. Anhelaba que llegase el día en que, tras reunir el valor necesario, acudiría al director de la sección para exponerle sin rodeos, como un escopetazo, lo que le causaba tanta desazón.
Ahora, se enfrentaban a un tal señor Clarence Rimbro, ligeramente sudoroso y muy enojado por el hecho de haber necesitado las horas más provechosas de dos días para llegar hasta esa oficina.
El punto álgido de su exposición consistía en lo siguiente:
—Digo que ese planeta está habitado. Por lo tanto me niego a quedarme en él.
Una vez que hubo escuchado su relato por completo, Ching recurrió al método suave de la diplomacia.
—Un ruido como ése se debe sin duda alguna a un fenómeno natural.
—¿Qué clase de fenómeno natural? —preguntó Rimbro—. Deseo una investigación. Si se trata de un fenómeno natural, quiero saber su origen. Afirmo que el lugar está habitado. Hay vida en él, puedo jurarlo. No pago mi renta por compartir el planeta. Y menos con dinosaurios, a juzgar por el jaleo que arman.
—Veamos, señor Rimbro, ¿cuánto tiempo lleva viviendo en su mundo?
—Quince años y medio.
—¿Y ha habido siempre una evidencia de vida?
—La hay ahora. Y como ciudadano con tarjeta de producción de categoría A-1, pido una investigación.
—Desde luego que investigaremos, señor. Sólo deseamos convencerle de que todo está en orden. ¿Se da cuenta del cuidado con que seleccionamos nuestras pautas de probabilidad?
—Soy experto en estadística. Se supone que he de estar bastante enterado de eso —respondió al punto Rimbro.
—Entonces sabrá a buen seguro que nuestros ordenadores no pueden fallar. Jamás eligen una probabilidad que haya sido elegida antes. Les resulta imposible. Y se hallan programados para escoger pautas de probabilidad en las que la Tierra tenga una atmósfera de dióxido de carbono y en las cuales, por lo tanto, no se ha desarrollado nunca la vida vegetal y menos aún la animal. Si las plantas hubieran evolucionado, el dióxido de carbono se habría reducido a oxígeno. ¿Lo comprende?
—Lo comprendo muy bien. No he venido aquí para escuchar conferencias. Deseo que procedan ustedes a una investigación, nada más. Es realmente humillante pensar que comparto mi mundo, mi propio mundo, con alguien más. No estoy dispuesto a soportarlo.
—No, desde luego que no —masculló Ching, evitando la sardónica ojeada de Mishnoff—. Nos presentaremos allí antes de la noche.
Y con todo el equipo necesario, se dirigieron al lugar de viraje.
—Quería preguntarle algo —le dijo Mishnoff a Ching—. ¿A qué viene esa rutina de «no hay que preocuparse, señor»? Siempre se preocupan. ¿Qué consigue con eso?
—He de intentarlo. No debieran preocuparse —respondió Ching con petulancia—. ¿Ha oído hablar alguna vez de un planeta con atmósfera de dióxido de carbono que estuviese habitado? Además, Rimbro pertenece al tipo de los que expanden rumores. Los huelo. Si se le anima un poco, terminará por decir que su sol se transformó en nova.
—Sucede a veces.
—¿Y qué? Desaparece una casa y muere una familia. Oiga, usted es un obstruccionista. En los antiguos tiempos, esos que tanto le gustan, había una inundación en China o en otra parte cualquiera y miles de personas perecían, pese a que la población no excedía de un despreciable billón o dos.
—¿Cómo sabe usted que el planeta de Rimbro no tiene vida? —murmuró Mishnoff.
—Atmósfera de dióxido de carbono.
—Pero suponga… —No, aquello no serviría. No podía decirlo. Terminó débilmente—: Suponga que se desarrolla una vida vegetal y animal capaz de subsistir a base de dióxido de carbono.
—Jamás ha sido observada.
—En un número infinito de mundos todo puede suceder. —Y añadió en un murmullo—: Todo debe suceder.
—Las probabilidades son de una entre un duodecillón —respondió Ching, encogiéndose de hombros.
Llegaron al punto de viraje y, utilizando el dispositivo de giro de su vehículo —para enviarlo al área de almacenamiento de Rimbro— penetraron en la pauta de probabilidad de éste. Ching tomó la delantera, siguiéndole Mishnoff.
—Magnífica casa —manifestó Ching con satisfacción—. Bonito modelo. Muy buen gusto.
—¿Oye algo? —preguntó Mishnoff.
—No.
Ching entró en el huerto.
—¡Vaya! —gritó—. ¡Gallinas rojas de Rhode Island!
Mishnoff le siguió, mirando el techo de cristal. El sol presentaba el mismo aspecto que el de un trillón de otras Tierras. Dijo con aire ausente:
—Tal vez haya vida vegetal naciente. Tal vez la concentración de dióxido de carbono empiece a disminuir. El ordenador no lo advertiría.
—Y habrían de transcurrir millones de años antes de que la vida animal se organizara y algunos millones más antes de que emergiera del mar.
—¿Y por qué tendría que seguir ese proceso?
Ching pasó un brazo por los hombros de su compañero.
—Rumia usted demasiado —le reconvino—. Algún día me dirá lo que realmente le preocupa, en vez de sólo sugerirlo. Entonces lo solucionaremos.
Mishnoff se desprendió del brazo, frunciendo el entrecejo, incómodo. La tolerancia de Ching se le hacía siempre difícil de soportar.
—¡Déjese de psicoterapias…! —comenzó. Y se detuvo casi al punto, para cuchichear—: ¡Escuche!
Se oyó un ruido sordo y lejano. Y se volvió a oír.
Colocaron el sismógrafo en el centro de la habitación, activaron el campo energético que penetraba hacia abajo y lo fijaron rígidamente al lecho rocoso, quedándose en contemplación de la oscilante aguja.
—Ondas de superficie tan sólo —dijo Mishnoff—. Muy superficial. Nada subterráneo.
Ching se ensombreció un tanto.
—¿Qué es entonces? —preguntó.
—Será mejor que busquemos afuera. —El rostro de Mishnoff estaba gris de aprensión—. Hemos de colocar un sismógrafo en otro punto para determinar la posición del foco.