Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
—Naturalmente —asintió Ching—. Yo saldré con el otro sismógrafo. Espéreme aquí.
—No —exclamó Mishnoff con gran energía—. Iré yo.
Se sentía aterrorizado, pero no tenía otra alternativa. Si era lo que temía, había que prepararse. Él estaba prevenido. Enviar fuera a un Ching que nada sospechaba sería desastroso. Y no podía avisar a Ching. Seguro que no le creería.
Pero, como Mishnoff no tenía madera de héroe, temblaba al revestir el traje autónomo. Manoseó nervioso el interruptor, intentando disolver localmente el campo de fuerza, a fin de dejar libre la salida de urgencia.
—¿Hay algún motivo para que desee ir usted? —preguntó Ching, contemplando las ineptas manipulaciones de su compañero—. Que conste que no me opongo.
—Todo va bien. Ya salgo —contestó Mishnoff con la garganta seca.
Atravesó la puerta que conducía a la desolada superficie de un mundo sin vida. Un mundo presuntamente sin vida.
El panorama no le era desconocido. Lo habla visto docenas de veces. Roca pelada, erosionada por el viento y la lluvia, encostrada y cubierta de arena en los barrancos. Un arroyo batía ruidoso contra su lecho de piedra. Todo pardo y gris, sin muestra alguna de verdor. Ni el menor sonido de vida.
Sin embargo, el sol era el mismo y, al caer la noche, las constelaciones serían las mismas también.
El lugar de habitación se hallaba situado en la región que en la verdadera Tierra corresponde a El Labrador. De hecho, también se trataba aquí de El Labrador. Se había calculado que aproximadamente sólo en una entre un cuatrillón de Tierras se daban cambios importantes en el desarrollo geológico. Los continentes se reconocían muy bien, salvo por muy pequeños detalles.
A pesar de la situación y de la época del año —octubre—, la temperatura resultaba pegajosamente elevada, debido al efecto de almacenamiento del dióxido de carbono en la atmósfera de aquel mundo muerto.
Metido en su traje, y a través del visor transparente, Mishnoff lo contemplaba todo con ojos sombríos. Si el epicentro del ruido se encontraba próximo, bastaría ajustar el segundo sismógrafo a cosa de kilómetro y medio para la fijación. En caso contrario, tendría que traerse un patín aéreo. Bien, comenzaría por asumir la hipótesis de menor complicación.
Metódicamente, echó a andar por la ladera de un cerro rocoso, con la intención de instalarse en la cima. Al llegar a ella, jadeante y muy molesto por el calor, descubrió que no necesitaba ninguna instalación. El corazón le aporreaba con tal fuerza en el pecho que apenas alcanzaba a oír su propia voz al aullar en el micrófono instalado ante su boca:
—¡Eh, Ching, hay una construcción en marcha!
—¿Qué?
La exclamación del otro restalló en sus oídos. No cabía error alguno. El suelo estaba siendo nivelado. Había maquinaria en pleno funcionamiento, y la roca volaba a causa de los explosivos.
—Están efectuando voladuras. A eso se debe el ruido —vociferó Mishnoff.
—¡Pero eso es imposible! —gritó de nuevo Ching—. El ordenador no habría elegido por dos veces la misma pauta de probabilidad. No puede.
—Usted no comprende… —comenzó Mishnoff.
Pero Ching seguía su propio proceso mental.
—Vaya allí, Mishnoff. Yo salgo también.
—¡No, maldita sea! ¡Quédese donde está! —gritó Mishnoff alarmado—. Manténgase en contacto por radio conmigo. Y por el amor de Dios, permanezca dispuesto a salir volando hacia la Tierra tan pronto como le avise.
—¿Por qué? ¿Qué es lo que pasa?
—Aún no lo sé. Déme una oportunidad para descubrirlo.
Ante su propia sorpresa, notó que sus dientes castañeteaban.
Mascullando jadeantes maldiciones contra el ordenador, las pautas de probabilidad y la necesidad insaciable de espacio vital por parte de Un trillón de seres humanos que se expandían como una bocanada de humo, Mishnoff dio unos pasos vacilantes hacia el otro lado del declive, haciendo rodar las piedras, que despertaron peculiares ecos.
Un hombre salió a su encuentro, vestido asimismo con un traje estanco, diferente en muchos detalles del de Mishnoff, pero destinado con toda evidencia al mismo propósito, llevar oxígeno hasta los pulmones.
Mishnoff jadeó sin aliento en su micrófono:
—¡Atención, Ching! Un hombre viene hacia mí. Mantenga el contacto.
Notó que los latidos de su corazón se incrementaban y el ritmo de sus pulmones se hacía más lento. Los dos hombres se miraban ahora mutuamente con fijeza. El otro era rubio, de facciones afiladas. Su sorpresa era demasiado patente para ser fingida.
El recién llegado dijo con voz dura:
—Wer sind Sie? Was machen Sie hier? (¿Quién es usted? ¿Qué hace aquí?)
Mishnoff se sintió apabullado. Había estudiado el alemán antiguo durante dos años, en la época en que esperaba dedicarse a la arqueología, y comprendió la pregunta, pese a que la pronunciación difería de la que le enseñaran.
Tartamudeó estúpidamente:
—Sprechen Sie Deutsch? (¿Habla usted alemán?)
Y acto seguido hubo de murmurar algo tranquilizador con destino a Ching, cuya agitada voz preguntaba qué significaba aquel galimatías.
El hombre que hablaba alemán no respondió a su pregunta, sino que repitió:
—Wer sind Sie? (¿Quién es usted?). —Y añadió con impaciencia—: Hier ist für einen verrückten Spass keine Zeit. (No tenemos tiempo para bromas estúpidas.)
Tampoco a Mishnoff le daba la impresión de enfrentarse a una broma particularmente estúpida. Sin embargo, volvió a preguntar:
—Sprechen Sie Planetisch? (¿Habla usted planetario?)
No conocía la palabra alemana correspondiente a «lenguaje corriente planetario». Demasiado tarde pensó que debía haber dicho «inglés».
El otro hombre le miró con ojos desorbitados y barbotó:
—Sind Sie wahnsinnig? (¿Está usted loco?)
Mishnoff se sentía casi dispuesto a concederlo. En débil autodefensa, dijo:
—¡No estoy loco, maldita sea! Quiero decir… Auf der Erde woher Sie gekom… (De la Tierra de donde usted ha veni…)
Se detuvo al no recordar las palabras germanas adecuadas. Pero una idea le roía la mente. Tenía que hallar algún medio de comprobarla. Continuó desesperado:
—Welches Jahr ist es jetzt? (¿En qué año estamos?)
Seguro que el forastero, que dudaba ya de que estuviera en sus cabales, quedaría convencido de su demencia ante su pregunta.
Bueno, al menos Mishnoff conocía el alemán suficiente para formularla.
El otro murmuró algo que sonó como un claro juramento germano, pero acabó por contestar:
—Es ist doch zwei tausend drei hundert vier-und-sechzig, und warum… (Pues en el dos mil trescientos sesenta y cuatro. ¿Por qué…?)
Siguió un torrente de palabras en un alemán incomprensible por completo. En todo caso, aquello le bastaba por el momento. Si había traducido de manera correcta, el año era el 2364, que equivalía a unos dos mil en el pasado. ¿Cómo podía ser?
—Zwei tausend drei hundert vier-und-sechzig? (¿Dos mil trescientos sesenta y cuatro?) —murmuró.
—Ja, ja —corroboró el otro con manifiesto sarcasmo—. Zwei tausend drei hundert vier-und-sechzig. Der ganze Jahr lang ist es so gewesen. (Sí, sí. Dos mil trescientos sesenta y cuatro. Así ha sido durante todo el año.)
Mishnoff se encogió de hombros. La manifestación de que todo el año lo había sido suponía una floja agudeza incluso expresada en alemán, y no ganaba nada con la traducción. Se quedó pensativo.
Su interlocutor acentuando su tono irónico, prosiguió:
—Zwei tausend drei hundert vier-und-sechzig nach Hitler. Hilft das Ihnen vielleicht? Nach Hitler! (Dos mil trescientos sesenta y cuatro después de Hitler. ¿Le sirve eso de algo? ¡Después de Hitler!)
Mishnoff lanzó un aullido de alegría:
—¡Pues claro que me sirve! Es hilft! Hören Sie, bitte… (¡Sirve! Escuche, por favor…) —Y siguió con sus briznas de alemán—: Um Gottes Willen…! (¡Por el amor de Dios…!)
El 2364 después de Hitler significaba una gran diferencia.
Recurrió desesperado a todos sus conocimientos de alemán, intentando explicarse.
El otro frunció el entrecejo y permaneció caviloso. Alzó su mano enguantada como para darse un golpe en la mandíbula u otro gesto equivalente, la pasó por el visor transparente que cubría su cara, y la dejó posada allí, sin bajarla, mientras seguía meditando. De pronto, dijo:
—Ich heisse George Fallenby. (Me llamo George Fallenby.)
A Mishnoff le dio la impresión de que el nombre era de origen anglosajón, si bien el cambio en el sonido de las vocales, tal como las pronunciaba el otro le daba un aire teutónico.
—Guten Tag —respondió con torpeza—. Ich heisse Alec Mishnoff.
Y súbitamente se dio cuenta del origen eslavo de su propio nombre.
—Kommen Sie mit mir, Herr Mishnoff. (Venga usted conmigo, señor Mishnoff.)
Mishnoff le siguió con sonrisa forzada, murmurando en su transmisor:
—Todo va bien, Ching. Todo va bien.
De regreso a la Tierra, Mishnoff se entrevistó con el director de la Oficina de Alojamiento del sector, quien había envejecido en el servicio. Cada uno de sus cabellos grises significaba un problema resuelto, y cada uno de sus cabellos perdidos, un problema soslayado. Era un hombre alto, con los ojos brillantes aún y la dentadura incólume. Se llamaba Berg.
—¿Y hablan alemán, dice? —Meneó la cabeza—. Pero el alemán que usted estudió fue el de hace dos mil años…
—Cierto —asintió Mishnoff—. Pero el inglés empleado por Hemingway tiene asimismo una antigüedad de dos mil años, y el planetario es idóneo para que cualquiera pueda leerlo.
—¡Humm! ¿Y quién es ese Hitler?
—Fue una especie de jefe de tribu en épocas antiguas. Condujo a la tribu germánica a una de las guerras del siglo XX, justamente hacia el comienzo de la era atómica, en que principió también la verdadera historia.
—¿Antes de la Devastación, quiere usted decir?
—Exacto. Hubo una serie de guerras entonces. Los anglosajones vencieron. Supongo que a eso se debe que en la Tierra se hable el planetario.
—¿Cree usted que, si Hitler y sus germanos hubiesen vencido, se hablaría el alemán?
—Vencieron en el mundo de Fallenby, señor, y en él se habla alemán.
—Y señalan sus fechas con la mención «después de Hitler», en lugar de «después de la Devastación», ¿no es eso?
—Así es. Supongo que existirá también algún mundo en el que vencieron las tribus eslavas y en el que se hablará el ruso.
—De todos modos —opinó Berg—, me parece que debimos haberlo previsto. Sin embargo nadie lo hizo, que yo sepa. Después de todo, existe un número infinito de mundos deshabitados y sin duda no somos los únicos que decidieron resolver el problema de la población siempre en aumento mediante la expansión en los mundos probables.
—Exacto —convino Mishnoff—. En mi opinión, debe de haber innumerables mundos habitados que lo están haciendo así. Seguramente se dan múltiples ocupaciones en los trescientos billones de mundos de que nosotros disponemos. Dimos con éste por pura casualidad, porque decidieron construir a kilómetro y medio de la vivienda que emplazamos en él. Habrá que comprobarlo.
—¿Sugiere que examinemos todos nuestros mundos…?
—Sí, señor. Hemos de establecer algún arreglo con los demás mundos habitados. Al fin y al cabo, hay lugar suficiente para todos, y la expansión sin previo convenio puede dar como resultado una serie de desazones y conflictos.
—Tiene razón —afirmó pensativo Berg—. Estoy de acuerdo con usted.
Clarence Rimbro miró con suspicacia el arrugado rostro de Berg, en el que se pintaba ahora una expresión de benevolencia.
—¿Está seguro?
—Por completo —manifestó el director—. Sentimos que se viera usted obligado a aceptar un alojamiento temporal durante las dos últimas semanas.
—Más bien tres.
—Tres semanas. Pero se le compensará.
—¿Y qué era aquel ruido?
—Puramente geológico. Una roca desprendida que se desequilibré y que a causa del viento establecía de vez en cuando contacto con las que había en la ladera del cerro. Ya la hemos desplazado y examinado la zona para asegurarnos de que nada semejante vuelva a ocurrir.
Rimbro recogió su sombrero.
—Bien, gracias por haberse tomado la molestia.
—No se merecen, se lo aseguro, señor Rimbro. Es nuestro trabajo.
Una vez que Rimbro se despidió, Berg se volvió a Mishnoff, quien había esperado en plan de espectador a que se solventara el asunto.
—Menos mal que los germanos se pusieron a tono —dijo Berg.
—Admitieron que teníamos prioridad y despejaron el terreno. Hay espacio para todos, dijeron. Naturalmente, resultó que habían construido cierto número de viviendas en cada mundo desocupado… Y ahora existe el proyecto de explorar otros mundos y establecer convenios similares con quienes encontremos en ellos. Esto es estrictamente confidencial, claro. No puede ponerse en conocimiento del público sin una preparación previa… Pero no era de esto de lo que quería hablarle…
—¿Ah, no?
El desarrollo de los acontecimientos no le había alegrado de manera visible. Seguía preocupándole su propio fantasma.
Berg le sonrió.
—Comprenderá usted, Mishnoff, que en este departamento, y también en el gobierno planetario, se ha apreciado la rapidez de pensamiento y su comprensión de la situación. De no haber sido por usted, la cuestión podría haber evolucionado de manera muy trágica. Y este aprecio tomará forma tangible.
—Gracias, señor.
—Sin embargo, como ya he dicho, se trata de algo en lo que muchos de nosotros debimos haber pensado antes. ¿Cómo se le ocurrió…? Hemos repasado un poco sus antecedentes. Su compañero Ching, nos dijo que ya en otras ocasiones había sugerido usted que algún grave peligro amenazaba nuestro sistema de pautas de probabilidad y que insistió en salir al encuentro de los germanos, a pesar de hallarse evidentemente atemorizado. Preveía con lo que se iba a encontrar, ¿no es eso? ¿Cómo lo descubrió?
—No, no —respondió confuso Mishnoff—. No era eso lo que había en mi mente. En absoluto. Me cogió de sorpresa. Yo…
Se irguió de pronto. ¿Por qué no ahora…? Le estaban agradecidos. Había demostrado ser un hombre con el que había que contar. Algo inesperado había sucedido ya…
—Se trata de algo muy distinto —dijo con firmeza.
—¿Ah, sí?
¿Cómo empezar?
—No hay vida alguna en el sistema solar, a excepción de la Tierra.