Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
—¿El desayuno? —preguntó.
—Si gusta…
No se atrevió a rehusar, al parecer. Se encontró incorporándose poco a poco hasta adoptar una cómoda postura y recibiendo la bandeja, que contenía huevos escalfados, tostadas con mantequilla y café.
—He traído por separado el azúcar y la nata —explicó Tony—. Aprenderé sus gustos con el tiempo, tanto en esto como en otras cosas.
Ella esperó. Tony, en pie, erguido y flexible a la vez como una regla metálica, preguntó tras un instante:
—¿Prefiere comer en privado?
—Sí… Quiero decir, si no le importa.
—¿Precisará después ayuda para vestirse?
—¡Dios mío, no!
Su mano se asió frenéticamente a la bandeja, de manera que el café estuvo al borde de la catástrofe. Permaneció así, rígida. Cuando se cerró la puerta y Tony desapareció de su vista, se echó atrás con desesperanza contra la almohada.
De todos modos, logró pasar el desayuno. No era más que una máquina y a no ser por su aspecto llamativo, no se asustaría de tal modo. Si por lo menos cambiara de expresión… No había manera de saber lo que había tras aquellos ojos pardos y aquella especie de piel olivácea. La taza de café tintineó por un momento, vacía ya, sobre la bandeja.
Y de pronto, se dio cuenta de que se había olvidado de echarle nata y azúcar al café, tal como acostumbraba, pues lo aborrecía solo.
Después de vestirse, se encaminó con paso decidido desde el dormitorio a la cocina. Después de todo, aquélla era su casa. No es que fuese muy remilgada, pero le gustaba la cocina bien limpia. Tony debió de haber esperado sus órdenes…
Pero, al entrar, halló una cocina que bien podía haber salido momentos antes de la fábrica, en todo su reluciente esplendor.
Se detuvo, la contempló, volvió sobre sus pasos y casi tropezó con Tony. Lanzó una especie de gruñido.
—¿Puedo ayudarla en algo?
—Tony —dijo, apelando a todo su enojo para rechazar el pánico—, quisiera que hiciese algún ruido al andar. No me gusta que se acerque furtivamente… ¿No utilizó usted la cocina?
—Sí que la utilicé, señora Belmont.
—No lo parece.
—La limpié después. ¿No es ésa la costumbre?
Claire abrió mucho los ojos. ¿Qué podía objetarse a eso? Revisó el departamento del horno donde guardaba las cacerolas y, percibiendo un insólito fulgor metálico en su interior, asintió temblorosa:
—Muy bien. Perfecto.
Si en aquel momento él hubiera mostrado su satisfacción, si hubiese sonreído, sólo con que hubiera plegado la comisura de la boca, cualquiera de esas manifestaciones la habrían acercado a él. Pero Tony permaneció tan imperturbable como un lord inglés en reposo al responder:
—Gracias, señora Belmont. ¿Desea usted pasar a la sala de estar?
Así lo hizo, y al punto notó como una conmoción.
—Veo que ha estado dando brillo a los muebles.
—¿Ha quedado a su gusto, señora Belmont?
—¿Pero cuándo lo hizo? Ayer no, seguro.
—La noche pasada, desde luego.
—¿Así que tuvo encendidas las luces toda la noche?
—No, no… No las necesito. Dispongo de un foco de rayos ultravioleta. Puedo ver en el ultravioleta. Y desde luego, no necesito dormir.
No cabía duda de que resultaba admirable, pensó. Y también había de reconocer que empezaba a agradarle. Sin embargo, no se decidía a confesarse que él le proporcionaba placer. Sólo acerté a decir acerbamente:
—Su especie dejará sin empleo al habitual servicio doméstico.
—Hay trabajos de mucha mayor importancia a los que dedicarse en el mundo, una vez liberados de tan pesadas tareas. Después de todo, señora Belmont, las cosas como yo se fabrican. Pero nada es capaz de imitar la creatividad y la versatilidad de un cerebro humano como el suyo.
Y aunque su rostro no lo expresara en lo más mínimo, el tono de su voz tenía tal grave acento de temor y admiración que logré que Claire se sonrojase y murmurase:
—¡Mi cerebro! Se lo regalo.
Tony se aproximó un poco a ella.
—Debe de sentirse muy desgraciada para decir tal cosa. ¿Puedo hacer algo para remediarlo?
Por un instante, Claire creyó que iba a echarse a reír. La situación era tan ridícula… Allí estaba aquel sacudidor de alfombras, fregona, vajillas, lustrador de muebles y factótum general animado, surgiendo del catálogo de la fábrica… y ofreciendo sus servicios como consolador y confidente. Sin embargo, dijo con una explosión de súbito pesar:
—¿Sabe? El señor Belmont no cree que yo tenga un cerebro… Y supongo que en efecto no lo tengo.
No debió de haberlo proclamado ante él. Por una razón desconocida, se sentía depositaria del honor de la raza humana ante aquella simple creación suya.
—Es cosa reciente —añadió—. Todo iba bien entre nosotros cuando él no era más que un estudiante, cuando empezaba. Pero no sirvo como esposa de un gran hombre, y él está a punto de convertirse en un gran hombre. Le gustaría que fuese una excelente anfitriona y que me dedicara a la vida social…, como esa Gle…, Ga…, Gladys Claffern.
Tenía la nariz enrojecida. Apartó la vista. Pero Tony no la miraba. Sus ojos recorrían la habitación.
—Puedo ayudarla a llevar la casa.
—No serviría de nada —respondió ella con vehemencia—. Necesita un toque que soy incapaz de darle. Sólo sé hacerla confortable… Ni siquiera convertirla en algo semejante a las que aparecen en las fotografías de las revistas de decoración.
—¿Desea algo por el estilo?
—¿Sirve de algo desearlo?
Los ojos de Tony se fijaron en ella.
—Puedo ayudar.
—¿Posee conocimientos sobre la decoración de interiores?
—¿Toda buena ama de casa debe poseerlos?
—En efecto.
—Entonces dispongo de las capacidades necesarias para aprender. ¿Por qué no me proporciona libros sobre la cuestión?
Y aquello fue el principio de algo.
Claire, sujetándose el sombrero contra las alborotadas libertades del viento, se trajo a casa dos gruesos volúmenes sobre artes del hogar que pidió prestados en la biblioteca pública. Observó cómo Tony abría uno de ellos y lo hojeaba. Era la primera vez que veía el revoloteo de sus dedos entregados a una labor delicada.
«No sé cómo lo hacen», pensó. Y en un súbito impulso, le cogió una mano y la atrajo hacia sí. Tony no resistió, dejándola flojamente sometida a la inspección.
—¡Qué formidable! —comentó ella—. Hasta sus uñas parecen naturales.
—Un efecto buscado —explicó Tony. Y añadió locuaz—: La piel es de plástico flexible, y el esqueleto de una aleación metálica. ¿Le divierte eso?
—No, no… —Su rostro enrojeció—. No deseo en modo alguno hurgar en sus interioridades. No es cuestión que me afecte. Tampoco ha de preguntarme usted por las mías.
—La programación de mi cerebro no incluye tal tipo de curiosidad. He de someterme a mis propias limitaciones, ¿sabe?
En el silencio que siguió, Claire sintió que algo la oprimía en su interior. ¿Por qué olvidaba siempre que se enfrentaba a una máquina? El propio objeto había de recordárselo. ¿Experimentaba un anhelo tan grande de simpatía que incluso aceptaría como su igual a un robot, sólo por el hecho de que la compadecía?
Observó que Tony continuaba pasando las páginas —casi como si no pudiese evitarlo— y experimentó una sensación rápida y punzante de aliviada superioridad.
—Así que sabe leer, ¿no? —preguntó.
Tony alzó la vista a ella, respondiendo con su voz tranquila e irreprochable:
—Estoy leyendo, señora Belmont.
—Pero…
Señaló el libro con gesto ambiguo.
—Paso los ojos por las páginas, si es eso a lo que se refiere. Mi sentido de la lectura es fotográfico.
Oscurecía ya cuando Claire fue a acostarse. Tony seguía enfrascado en el segundo volumen, sentado en la oscuridad o al menos en lo que la limitada visión de Claire consideraba como tal.
Un último y singular pensamiento relampagueó en su cerebro antes de dejarse vencer por el sueño. Recordó la mano del robot, una mano cálida y suave, como la de un ser humano.
«¡Qué habilidad la de esos fabricantes!», pensó. Y se durmió sosegadamente.
La biblioteca ocupó todo su tiempo durante varios días. Tony sugería los campos de estudio, que empalmaba y ramificaba con gran velocidad. Pidió libros sobre combinación de colores y sobre cosmética, sobre ebanistería y modas, sobre arte e historia del vestido.
Volvía las páginas de cada libro ante sus solemnes ojos, leyéndolas tan pronto como las volvía, sin olvidar nada, al parecer, de su contenido.
Antes de finalizar la semana, insistió en que se cortara el pelo, ideando para ella un nuevo peinado, decidiendo una ligera modificación de la línea de sus cejas y cambiando el tono de sus polvos y lápiz de labios.
Claire había palpitado con nervioso temor, por espacio de media hora, bajo el delicado toque de los inhumanos dedos de él. Al finalizar, se contempló en el espejo.
—Aún puede mejorarse —dijo Tony—, sobre todo en lo que respecta a la ropa. ¿Qué le parece, de momento?
No respondió en seguida. Necesitó algún tiempo para absorber la identidad de la desconocida reflejada en el espejo y atenuar el asombro ante su belleza. Luego, sin apartar la vista de la reconfortante imagen, dijo de manera incongruente:
—Sí, Tony, está muy bien…, de momento.
En sus cartas, no le comunicó nada de esto a Larry. Que lo descubriera de sopetón. Y algo en ella le hacía sospechar que no sólo disfrutaría de su sorpresa. Sería asimismo una especie de venganza.
Tony dijo cierta mañana:
—Ya va siendo hora de empezar a hacer compras, y a mí no me está permitido abandonar la casa. Si le escribo exactamente lo que precisamos, ¿puedo confiar en que lo adquiera? Necesitamos cortinas y mobiliario, papel para las paredes, alfombras, pintura, ropa… y otras pequeñas cosas.
—No resulta fácil obtener todo eso de golpe, ajustándose a todos los detalles —objetó Claire, con aire de duda.
—Siempre que no haya problemas de dinero, lo encontrará casi todo en la ciudad.
—¡Pero Tony, desde luego que el dinero supone un problema!
—En absoluto. Vaya primero a la U. S. Robots, con una nota que le daré. Entrevístese con la doctora Calvin y dígale de mi parte que esto forma parte del experimento.
En esta ocasión, la doctora Calvin no la atemorizó tanto como la primera tarde en que la conoció. Con su nuevo rostro y su sombrero también nuevo, no se parecía ya a la antigua Claire. Escuchó con atención a la psicóloga, formulé unas cuantas preguntas, asintió, y se encontró en camino, armada de un crédito ilimitado contra la cuenta de U. S. Robots & Mechanical Men Inc.
Es maravilloso el poder del dinero. Con todas las existencias de un almacén a tus pies, el dictado de una vendedora no significa forzosamente una voz bajada del cielo, ni la ceja alzada de un decorador reviste la majestad del rayo de Júpiter.
En cierto momento, el excelso modisto de una de las más señoriales casas de modas se mofó con insistencia de su descripción del guardarropa que deseaba, haciéndolo con la más correcta pronunciación y el más puro acento francés de la calle Cincuenta y Siete. Claire llamó a Tony y luego le pasó el teléfono a Monsieur.
—Si no tiene inconveniente —le dijo con voz firme, aunque retorciéndose un poco las manos—, me agradaría que hablase con…, con mi secretario.
El pomposo gordinflón se acercó al teléfono con un brazo solemnemente doblado a la espalda. Alzó el receptor con dos dedos y dijo en tono delicado:
Una breve pausa, un segundo «sí», luego una pausa mucho mayor, un tímido comienzo de una objeción que murió en ciernes, otra pausa, otro humilde «sí», y el teléfono volvió a su lugar.
—Si Madame quiere acompañarme —invitó, dolido y distante—, intentaré cumplir sus deseos.
—Un segundo, por favor.
Claire corrió de nuevo al teléfono y marcó de nuevo el número de su casa.
—Tony, no sé lo que le diría, pero sirvió. Gracias. Es usted un… —Titubeó, buscando la palabra adecuada, pero desistió y terminó con un leve gallo—: ¡Un amor!
Al volver del teléfono, se encontró con que Gladys Claffern la estaba mirando, con el rostro un tanto vuelto a un lado y aire entre divertido y asombrado.
—¿Señora Belmont?
Claire sintió que se le helaba la sangre, ni más ni menos. Al fin, asintió. Estúpidamente, como una marioneta.
Gladys sonrió, con una imperdonable insolencia.
—No sabía que comprase usted aquí… —dijo, con un tonillo que daba a entender que por ese simple hecho, aquel establecimiento había perdido ya toda categoría.
—Por lo general, no lo hago —confesó Claire con humildad.
—¿Y qué se ha hecho en el pelo? Le ha quedado muy curioso… ¡Ah! Dispense. Tenía entendido que el nombre de su esposo era Lawrence. Sí, en efecto, me parece que es Lawrence…
Claire apretó los dientes, pero no le quedó más remedio que explicar:
—Tony es un amigo de mi marido. Me está ayudando a elegir algunas cosas.
—Comprendo. En efecto, debe de ser un amor.
Y sin añadir una palabra más, se marchó sonriente, llevándose consigo la luz y el calor del mundo.
Claire no puso en duda el hecho de que era en Tony en quien buscaría consuelo. Diez días la habían curado de su aversión. Ahora lloraba ante él sin problemas. Lloraba y rabiaba.
—Me porté como una completa estúpida —estalló, retorciendo su pañuelo mojado—. ¡Hacerme eso a mí! No sé por qué, pero lo hizo. Debiera haberle… dado un puntapié. Debiera haberla tirado al suelo y pisoteado.
—¿Cómo odiar tanto a un ser humano? —preguntó Tony con perpleja suavidad—. Esa parte de la mente humana supone un misterio para mí.
—Bueno… No es a ella a quien odio —gimió Claire—. Creo que me odio a mí misma. Ella es todo lo que yo desearía ser… Por lo menos exteriormente. Pero no está a mi alcance.
La voz de Tony sonó fuerte y queda a la par en sus oídos:
—Sí que lo está, señora Belmont. Sí que lo está. Disponemos aún de diez días, y durante ellos la casa habrá cambiado. ¿No lo hemos planeado así?
—¿Y de qué me sirve eso? Quiero decir, con respecto a ella…
—Invítela. Invite a sus amistades. Hágalo la noche anterior a… mi partida. Será en cierto modo una fiesta de inauguración.
—No aceptará.
—Sí que aceptará. Vendrá para reírse… Y no tendrá de qué.
—¿Lo cree usted de veras, Tony? ¿Piensa que lo lograremos? —Le tomó ambas manos entre las suyas. Pero en seguida volvió la cara—. No. ¿De qué serviría? No sería yo. Todo el mérito le corresponde a usted. No puedo adornarme con plumas ajenas.