Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
—Me parece que tiene usted razón —dijo a Levine.
—Y si se fija, verá también que Mellon’s Hill está quedando raso —prosiguió el profesor de historia.
A. R. I. dirigió la mirada al norte, donde las mansiones de la aristocracia —toda la aristocracia que había en la ciudad— festoneaban las laderas de Mellon’s Hill, y halló casi liso el horizonte.
—Al final —anunció Levine—, todo se reducirá a una planicie, sin ningún rasgo característico. La nada… y nosotros.
—Y los indios —añadió A. R. I.—. Hay un hombre al exterior de la ciudad que los espera. No hace más que clamar por un mosquetón.
—Imagino que los indios no nos causarán ninguna desazón. No hay placer alguno en combatir a un enemigo al que no se puede matar o herir. Y aunque se pudiera, el anhelo de batalla habría desaparecido, como todos los anhelos.
—¿Está usted seguro?
—Segurísimo. Aunque no se lo imagine al mirarme, antes de que todo esto aconteciera, me causaba un gran e inofensivo placer la contemplación de una figura femenina. Ahora, pese a las oportunidades sin par a mi disposición, me siento irritantemente falto de interés. No, no es cierto… Ni siquiera me causa irritación mi desinterés.
A. R. I. lanzó una breve ojeada a los transeúntes.
—Ya sé lo que quiere decir.
—La venida de los indios aquí no significa nada comparada con lo que debe de ser la situación en el Viejo Mundo —prosiguió Levine—. Ya en las primeras horas de la Resurrección, sin duda volvieron a la vida Hitler y su Wehrmacht. Ahora debe hallarse en compañía y mezcolanza con Stalin y el Ejército en todo el camino que va desde Berlín a Estalingrado. Para complicar la situación, llegarán los káiseres y los zares. Los hombres de Verdún y el Somme volverán a los antiguos campos de batalla. Napoleón y sus mariscales se desparramarán por la Europa occidental. Y Mahoma habrá vuelto para ver lo que épocas posteriores han hecho del Islam, mientras que los Santos y los apóstoles estudiarán las sendas de la cristiandad. Y hasta los mongoles, pobrecillos, los Kanes de Temujin a Aurangzeb, recorrerán desamparados las estepas, en anhelante búsqueda de caballos.
—Como profesor de historia, lo lógico es que anhele también estar allí para observar.
—¿Cómo podría estar allí? La posición de todo hombre en la Tierra queda limitada ahora a la distancia que puede recorrer caminando. No hay máquinas de ninguna especie y, como he mencionado ya, tampoco caballos ni cabalgadura alguna. Y al fin y al cabo, ¿qué cree que encontraría en Europa de todos modos? Apatía, igual que aquí.
El sordo ruido de una caída hizo que A. R. I. girase en redondo. El ala de un edificio de ladrillo próximo a ellos se había derrumbado. A ambos lados, entre el polvo, había cascotes. Sin duda alguno de ellos le había golpeado sin que se diera cuenta.
—Encontré a un hombre que pensaba que todos habíamos sido ya juzgados y estábamos en el cielo —dijo.
—¿Juzgados? Sí, me imagino que lo estamos. Nos enfrentamos ahora a la eternidad. No nos queda ningún universo, ni fenómenos exteriores, ni emociones, ni pasiones. Nada, sino nosotros mismos y el pensamiento. Nos enfrentamos a una eternidad de introspección, cuando nunca, a lo largo de la historia, hemos sabido qué hacer de nosotros mismos en un domingo lluvioso.
—Parece como si la situación le molestara.
—Mucho más que eso. Las concepciones dantescas del infierno eran pueriles e indignas de la imaginación divina. Fuego y tortura… El hastío es mucho más sutil. La tortura interior de una mente incapaz de escapar de sí misma en modo alguno, condenada a pudrirse en la exudación de su propio pus mental por toda la eternidad resulta mucho más refinada. Sí, amigo mío, hemos sido juzgados… y condenados. Y esto no es el cielo, sino el infierno.
Levine se levantó, con los hombros abrumados por el decaimiento, y se marchó.
A. R. I. miró pensativo en derredor y asintió con la cabeza. Estaba convencido.
El reconocimiento del propio fracaso duró sólo un instante en Etheriel. De pronto, alzó su ser tan brillante y elevadamente como oso en presencia del Jefe, y su gloria fue una pequeña mota de luz en el infinito Móvil Primero.
—Si ha de cumplirse tu voluntad —dijo—, no pido que renuncies a ella, sino que la colmes.
—¿De qué modo, hijo mío?
—El documento aprobado por el Consejo de Ascendientes y firmado por Ti señala el Día de la Resurrección para una hora específica de un día determinado del año 1.957, según el cómputo del tiempo de los terrestres.
—Así es.
—Pero la fijación de la fecha es impropia. En efecto, ¿qué significa 1.957? Para la cultura dominante en la Tierra, significa que transcurrieron mil novecientos cincuenta y siete años después del nacimiento de Jesucristo, cosa muy cierta. Sin embargo, desde el instante en que insuflaste la existencia a la Tierra y al universo, han pasado 5.960 años. Y basándose en la evidencia interna de tu creación dentro de este universo, han pasado cerca de cuatro billones de años. ¿Cuál es por lo tanto el año impropio, el 1.957, el 5.960 o el 4.000.000.000.000? Y no es eso todo. El año 1.957 después de Jesucristo coincide con el 7.474 de la era bizantina y con el 5.716 según el calendario judío. Igualmente, corresponde al año 2.708 desde la fundación de Roma, caso de que adoptemos el calendario romano, y al 1.375 en el calendario mahometano, y al 180 de la independencia de Estados Unidos… Así que te pregunto humildemente: ¿no te parece que un año mencionado como 1.957, sin especificar más, resulta impropio y sin significado alguno?
La voz profunda, sosegada y tenue, a la par que intensa, del Jefe repuso:
—Siempre supe eso, hijo mío. Eras tú quien tenía que aprenderlo.
—Entonces —rogó Etheriel, con un luminoso temblor de alegría—, haz que se cumpla tu designio al pie de la letra y, en consecuencia, que el Día de la Resurrección recaiga, en efecto, en el 1.957 prescrito, pero sólo cuando todos los habitantes de la Tierra acuerden por unanimidad que un año determinado, y ningún otro, corresponde a 1.957.
—Así sea —asintió el Jefe.
Y su Verbo recreó la Tierra y todo cuanto contenía, junto con el Sol, la Luna y todos los demás huéspedes del cielo.
Eran las siete de la mañana del 1 de enero de 1.957 cuando A. R. I. Mann se despertó sobresaltado. El comienzo de la melodiosa nota que debía de haber llenado el universo había sonado y sin embargo no había sonado.
Por un instante, enderezó la cabeza, como si quisiera hacer penetrar en ella la comprensión. Luego, cruzó por su rostro un leve gesto de rabia, que se desvaneció muy pronto. No había sido más que otra batalla.
Se sentó ante su escritorio para componer el siguiente plan de acción. La gente hablaba ya de la reforma del calendario y había que apoyarla. Una nueva era debía comenzar el 2 de diciembre de 1.944. Algún día llegaría el nuevo año 1.957. El 1.957 de la era atómica, reconocido como tal por todo el mundo.
Una extraña luz fulguró en su cerebro, mientras los pensamientos se sucedían en su mente más que humana. Y dos pequeños cuernos, uno en cada sien, parecieron dibujarse en la sombra de Ahrimán proyectada en la pared.
“The Fun They Had”
Margie incluso lo escribió aquella noche en su diario, en la página encabezada con la fecha 17 de mayo de 2157. «¡Hoy, Tommy ha encontrado un libro auténtico!»
Era un libro muy antiguo. El abuelo de Margie le había dicho una vez que siendo pequeño su abuelo le contó que hubo un tiempo en que todas las historias se imprimían en papel.
Volvieron las páginas, amarillas y rugosas, y se sintieron tremendamente divertidos al leer palabras que permanecían inmóviles, en vez de moverse como debieran, sobre una pantalla. Y cuando se volvía a la página anterior, en ella seguían las mismas palabras que se habían leído por primera vez.
—¡Atiza! —comentó Tommy.—. ¡Vaya despilfarro! Una vez acabado el libro, sólo sirve para tirarlo, creo yo. Nuestra pantalla de televisión habrá contenido ya un millón de libros, y todavía le queda sitio para muchos más. Nunca se me ocurriría tirarla.
—Ni a mí la mía —asintió Margie.
Tenía once años y no había visto tantos libros de texto como Tommy, que ya había cumplido los trece.
—¿Dónde lo encontraste? —preguntó la chiquilla.
—En mi casa —respondió él sin mirarla, ocupado en leer—. En el desván.
—¿Y de qué trata?
—De la escuela.
Margie hizo un mohín de disgusto.
—¿De la escuela? ¡Mira que escribir sobre la escuela! Odio la escuela.
Margie siempre había odiado la escuela, pero ahora más que nunca. El profesor mecánico le había señalado tema tras tema de geografía, y ella había respondido cada vez peor, hasta que su madre, meneando muy preocupada la cabeza, llamó al inspector.
Se trataba de un hombrecillo rechoncho, con la cara encarnada y armado con una caja de instrumental, llena de diales y alambres. Sonrió a Margie y le dio una manzana, llevándose luego aparte al profesor. Margie había esperado que no supiera recomponerlo. Sí que sabía. Al cabo de una hora poco más o menos, allí estaba de nuevo, grande, negro y feo, con su enorme pantalla, en la que se inscribían todas las lecciones y se formulaban las preguntas. Pero eso, al fin y al cabo no era tan malo. Margie detestaba sobre todo la ranura donde tenía que depositar los deberes y los ejercicios. Había que transcribirlos siempre al código de perforaciones que la obligaron a aprender cuando tenía seis años. El profesor mecánico calculaba la nota en menos tiempo que se precisa para respirar.
El inspector sonrió una vez acabada su tarea y luego, dando una palmadita en la cabeza de Margie, dijo a su madre:
—No es culpa de la niña, señora Jones. Creo que el sector geografía se había programado con demasiada rapidez. A veces ocurren estas cosas. Lo he puesto más despacio, a la medida de diez años. Realmente, el nivel general de los progresos de la pequeña resulta satisfactorio por completo…
Y volvió a dar una palmadita en la cabeza de Margie. Esta se sentía desilusionada. Pensaba que se llevarían al profesor. Así lo habían hecho con el de Tommy, por espacio de casi un mes, debido a que el sector de historia se había desajustado.
—¿Por qué iba a escribir nadie sobre la escuela? —preguntó a Tommy.
El chico la miró con aire de superioridad.
—Porque es una clase de escuela muy distinta a la nuestra, estúpida. El tipo de escuela que tenían hace cientos y cientos de años. —Y añadió con tono superior, recalcando las palabras—: Hace siglos.
Margie se ofendió.
—De acuerdo, no sé qué clase de escuela tenían hace tanto tiempo. —Leyó por un momento el libro por encima del hombro de Tommy y comentó—: De todos modos, había un profesor.
—¡Pues claro que había un profesor! Pero no se trataba de un maestro normal. Era un hombre.
—¿Un hombre? ¿Cómo podía ser profesor un hombre?
—Bueno… Les contaba cosas a los chicos y a las chicas y les daba deberes para casa y les hacía preguntas.
—Un hombre no es bastante listo para eso.
—Seguro que sí. Mi padre sabe tanto como mi maestro.
—No lo creo. Un hombre no puede saber tanto como un profesor.
—Apuesto a que mi padre sabe casi tanto como él.
Margie no estaba dispuesta a discutir tal aserto. Así que dijo:
—No me gustaría tener en casa a un hombre extraño para enseñarme.
Tommy lanzó una aguda carcajada.
—No tienes ni idea, Margie. Los profesores no vivían en casa de los alumnos. Trabajaban en un edificio especial, y todos los alumnos iban allí a escucharles.
—¿Y todos los alumnos aprendían lo mismo?
—Claro. Siempre que tuvieran la misma edad…
—Pues mi madre dice que un profesor debe adaptarse a la mente del chico o la chica a quien enseña y que a cada alumno hay que enseñarle de manera distinta.
—En aquella época no lo hacían así. Pero si no te gusta, no tienes por qué leer el libro.
—Yo no dije que no me gustara —respondió con presteza Margie. Todo lo contrario. Ansiaba enterarse de más cosas sobre aquellas divertidas escuelas.
Apenas habían llegado a la mitad, cuando la madre de Margie llamó:
—¡Margie! ¡La hora de la escuela!
—Todavía no, mamá —suplicó Margie, alzando la vista.
—¡Ahora mismo! —ordenó la señora Jones—. Probablemente es también la hora de Tommy.
—¿Me dejarás leer un poco más del libro después de la clase? —pidió Margie a Tommy.
—Ya veremos —respondió él con displicencia.
Y se marchó acto seguido, silbando y con su polvoriento libro bajo el brazo. Margie entró en la sala de clase, próxima al dormitorio. El profesor mecánico ya la estaba esperando. Era la misma hora de todos los días, excepto el sábado y el domingo, pues su madre decía que las pequeñas aprendían mejor si lo hacían a horas regulares.
Se iluminó la pantalla y una voz dijo:
—La lección de aritmética de hoy tratará de la suma de fracciones propias. Por favor, coloque los deberes señalados ayer en la ranura correspondiente.
Margie obedeció con un suspiro. Pensaba en las escuelas antiguas, cuando el abuelo de su abuelo era un niño, cuando todos los chicos de la vecindad salían riendo y gritando al patio, se sentaban juntos en clase y regresaban en mutua compañía a casa al final de la jornada. Y como aprendían las mismas cosas, podían ayudarse mutuamente en los deberes y comentarlos.
Y los maestros eran personas…
El profesor mecánico destelló sobre la pantalla:
—Cuando sumamos las fracciones una mitad y un cuarto:
Margie siguió pensando en lo mucho que tuvo que gustarles la escuela a los chicos en los tiempos antiguos. Siguió pensando en cómo se divertían.
“Jokester”
Noel Meyerhof consultó la lista que había preparado y escogió el asunto que iba a ser tratado primero. Como de costumbre, confiaba sobre todo en su intuición.
Aparecía empequeñecido por la máquina a la que se enfrentaba, aunque sólo tuviera a la vista una mínima porción de ésta. Sin embargo, no le importaba. Hablaba con la confianza sin cumplidos de quien se sabe enteramente el amo.
—Johnson regresó de modo inesperado a casa tras un viaje de negocios —dijo—, hallando a su mujer en brazos de su mejor amigo. Se tambaleó dando un paso atrás y exclamó: «¡Max! Yo estoy casado con ella y tengo esa obligación. ¿Pero por qué tú…?»