Cuentos completos (22 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

BOOK: Cuentos completos
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—¿Y quién lo niega? Me limito a señalar que, si las cosas continúan como hasta ahora, tendrá un universo en el cual Satán logrará la victoria final.

—¿Satán?

—Es el nombre hebreo del Adversario —explicó impaciente Etheriel—. Podría llamarle también Ahrimán, que es la palabra persa. En cualquier caso, me refiero al Adversario.

—¿Y a qué te conducirá una entrevista con el Jefe? —dijo el querubín—. Firmó el documento que autorizaba tocar la trompeta del Juicio Final, y ya sabes que su firma es irrevocable. El Jefe no contradiría nunca su propia omnipotencia revocando una palabra pronunciada en su facultad oficial.

—¿Es tu última decisión? ¿No quieres concertarme una entrevista?

—No puedo.

—En ese caso —decidió Etheriel— acudiré al Jefe sin que me sea concedida audiencia. Invadiré el Móvil Primero. Y si ello significa mi destrucción, que así sea.

E hizo acopio de todas sus energías…

—¡Sacrilegio! —murmuró horrorizado el querubín.

Se oyó como un trueno cuando Etheriel salió disparado hacia las alturas.

A. R. I. Mann recorrió las atestadas calles, acostumbrándose poco a poco a la visión de toda aquella gente aturdida, incrédula, apática, vestida sucintamente o, con mayor frecuencia, sin nada encima.

Una chiquilla que aparentaba unos doce años, colgada de una puerta de hierro, con un pie posado sobre un barrote y balanceándose adelante y atrás, le saludó al pasar:

—¡Hola!

—¡Hola! —correspondió A. R. I.

La niña estaba vestida. No era uno de los…, retornados.

—Tenemos un nuevo bebé en casa. Es una hermanita. Mamá no hace más que quejarse y me ha mandado aquí.

—Me parece muy bien —dijo A. R. I.

Cruzó la verja y se dirigió a la casa, de modesto aspecto. Tocó el timbre y, al no obtener respuesta, abrió la puerta y penetró en el interior. Siguiendo el sonido de los sollozos, llamó con los nudillos a una segunda puerta. Un hombre vigoroso, de unos cincuenta años, de escaso pelo, gruesas mejillas y prominente mandíbula, abrió y le dirigió una mirada, mezcla de asombro y enfado.

—¿Quién es usted?

A. R. I. se quitó el sombrero.

—Pensé que podría servir de alguna ayuda. Su pequeña, que está fuera…

Una mujer, sentada en una silla junto a una cama de matrimonio, alzó la vista hacia él con aire desvalido. Su cabello comenzaba a encanecer. Tenía el rostro abotargado por el llanto, y las venas de las manos amoratadas e hinchadas. Una criatura se hallaba sobre la cama, gordezuela y desnuda, agitando lánguidamente los pies y dirigiendo acá y allá sus ojos sin vista aún.

—Es mi pequeña —dijo la mujer—. Nació hace veintitrés años, en esta casa, y murió a los diez días, también aquí. ¡Deseé tanto que volviera!

—Bueno, pues ya la tiene —la animó A. R. I.

—¡Pero es demasiado tarde! —clamó la mujer, en una especie de vehemente sollozo—. Tuve otros tres hijos. Mi hija mayor está casada, mi hijo cumpliendo el servicio militar. Y ya soy demasiado vieja para criar a otro. Si por lo menos…, si por lo menos…

Sus facciones se contrajeron en un esfuerzo por reprimir las lágrimas. No lo consiguió.

Su marido intervino, diciendo con voz átona:

—No es una criatura real. No llora. No se ensucia. Ni quiere tomar leche. ¿Qué vamos a hacer con ella? Jamás crecerá. Siempre seguirá siendo un bebé.

A. R. I. meneó la cabeza.

—No lo sé. Siento no poder hacer nada para ayudarles.

Y se marchó sosegadamente. Pensó sin perder la calma en los hospitales y las clínicas. Miles de criaturas debían de estar apareciendo en ellos.

«Que las cuelguen en perchas —pensó sardónico—. Que las hacinen como leños, en atados. No necesitan cuidados. Sus cuerpecillos no son más que el recipiente de una indestructible chispa vital.»

Pasó ante dos chiquillos al parecer de la misma edad, tal vez unos diez años. Sus voces eran agudas. El cuerpo de uno de ellos brillaba bajo la luz no solar, de manera que se trataba de un retornado. El otro no. A. R. I. se detuvo a escucharles.

—Tuve la escarlatina —decía el desnudo.

—¡Atiza! —exclamó el vestido, con una chispa de envidia en la voz.

—Por eso morí.

—¿Ah, sí? ¿Qué te dieron, penicilina o aureomicina?

—¿De qué hablas?

—Son medicinas.

—Nunca oí hablar de ellas.

—Chico, pues no has oído hablar de mucho.

—Sé tanto como tú.

—Conque sí, ¿eh?

—A ver, ¿quién es el presidente de Estados Unidos?

—Warren Harding.

—Estás chiflado. Es Eisenhower.

—¿Quién es ése?

—¿No lo has visto nunca en la televisión?

—¿Qué es la televisión?

El chico vestido gritó como para romperle los tímpanos a cualquiera:

—Algo que, moviendo un botón, se ven artistas, películas, vaqueros, lanzamientos de cohetes y todo lo que se quiera.

—A ver, enséñamelo.

—No funciona en este momento —confesó tras una pausa el niño del presente.

El otro manifestó su enojo, gritando a su vez:

—Lo que pasa es que no ha funcionado nunca. Eres un trolero.

A. R. I. se encogió de hombros y siguió adelante.

Los grupos escaseaban al acercarse al cementerio. Todos se encaminaban a la ciudad, desnudos.

Un hombre le detuvo. De aspecto jovial, con la piel sonrosada y el cabello blanco, se le veían las marcas de los lentes a ambos lados del puente de la nariz, aunque no los llevaba.

—Se le saluda, amigo —dijo.

—¡Hola! —respondió A. R. I.

—Usted es el primer hombre vestido que veo. Supongo que estaba vivo cuando sonó la trompeta.

—En efecto.

—Bien, ¿no le parece grande todo esto? ¿No lo encuentra maravilloso y extraordinario? Venga, regocíjese conmigo.

—Le gusta a usted esto, ¿verdad?

—¿Gustar? Una alegría pura y radiante me colina. Estamos rodeados por la luz del primer día, la luz que resplandecía suave y serenamente antes que fueran creados el Sol, la Luna y las estrellas. Usted debe de conocer el Génesis, claro. Hay el dulce calor que debió de ser uno de los deleites mayores del Edén, no el enervante de un sol implacable, ni el asalto del frío en su ausencia. Hombres y mujeres andan por las calles sin ropa alguna y no se avergüenzan. Todo está bien, amigo, todo está bien.

—Desde luego, es un hecho que no me ha impresionado el despliegue femenino.

—Pues claro que no —corroboró el otro—. El deseo y el pecado, tal como lo recordamos de nuestra existencia terrenal, ya no existen. Permítame que me presente, amigo, tal como fui en otros tiempos. Mi nombre en la Tierra fue Winthrop Hester. Nací en 1812 y morí en 1884, tal como entonces contábamos el tiempo. A lo largo de los últimos cuarenta años de mi vida, laboré para conducir mi pequeño rebaño hasta el Reino. Ahora podré contar los que gané para él.

A. R. I. contempló con solemnidad al ministro de la Iglesia.

—Lo más probable es que no haya habido ningún Juicio todavía.

—¿Por qué no? El Señor ve en el interior de cada hombre, y en el mismo instante en que todas las cosas del mundo cesaron, todos fueron juzgados. Nosotros somos los salvos.

—Pues deben de haberse salvado muchos.

—Por el contrario, hijo mío, los salvos no son sino un resto.

—Un resto muy nutrido… Por lo que puedo colegir, todo el mundo vuelve a la vida. Y he visto en la ciudad a unos personajes muy desagradables tan vivos como usted.

—Un arrepentimiento de último momento…

—Yo nunca me he arrepentido.

—¿De qué, hijo mío?

—Del hecho de no haber asistido nunca a la iglesia.

Winthrop Hester se echó atrás presuroso.

—¿Fue usted bautizado alguna vez?

—No, que yo sepa.

Winthrop Hester tembló.

—Pero seguro que creyó en Dios.

—Bueno. Creí una serie de cosas sobre Él que probablemente le espantarían si se las dijera.

Winthrop Hester se dio la vuelta y se marchó presa de gran agitación.

En lo que quedaba de camino hasta el cementerio —A. R. I. no tenía medios de calcular el tiempo ni se le ocurrió intentarlo—, nadie más le detuvo. Halló el cementerio casi vacío, sin árboles ni hierba. Pensó que no quedaba ya verdor en el mundo; el mismo suelo presentaba un gris duro e informe, sin granulación; el firmamento, una blancura luminosa. Sin embargo, las lápidas subsistían.

Sobre una de ellas se hallaba sentado un hombre flaco y con arrugas, de largo cabello negro y una mata de pelo, más corto, aunque más impresionante, en el pecho y la parte superior de los brazos. Le llamó con profunda voz:

—¡Eh, usted!

—Hola —dijo A. R. I., sentándose en otra lápida vecina.

El del pelo negro dijo:

—Su indumentaria tiene un aspecto muy raro. ¿En qué año ha sucedido esto?

—En 1.957.

—Yo morí en 1807. ¡Curioso! Esperaba que a estas alturas me habría convertido en un buen churrasco, con las llamas eternas brotando de mis entrañas.

—¿No piensa venir a la ciudad?

—Me llamo Zeb —dijo el otro—. Abreviatura de Zebulon, pero con Zeb basta. ¿Qué tal la ciudad? ¿Habrá cambiado un poco, supongo?

—Ha llegado a los cien mil habitantes.

La boca de Zeb dibujó algo semejante a un bostezo.

—¡Vaya! ¿Más que Filadelfia…? Usted bromea.

—Filadelfia tiene… —A. R. I. se detuvo. Exponer la cifra no serviría de nada. En vez de ello, dijo—: Ha crecido lo normal en una ciudad durante ciento cincuenta años…

—¿El país también?

—Ahora tenemos cuarenta y ocho estados. Lo ocupamos todo hasta el Pacífico.

—¡No me diga! —Zeb se dio una fuerte palmada de contento en el muslo y respingó ante la ausencia de tela que hubiera atenuado el golpe—. Me iría al Oeste si no se me necesitara aquí. Sí, señor. —Su cara se ensombreció, y sus delgados labios tomaron un rictus de definida inflexibilidad—. Sí, me quedaré aquí, donde soy necesario.

—¿Por qué es necesario?

La explicación surgió con breve y duro laconismo.

—¡Indios!

—¿Indios?

—Millones de ellos. Primero las tribus que combatimos y liquidamos, y encima las que nunca vieron a un hombre blanco. Todos ellos están volviendo a la vida. Necesitaré a mis viejos camaradas. Ustedes, los tipos de la ciudad, no valen para eso… ¿Ha visto alguna vez a un indio?

—Últimamente no.

Zeb esbozó un gesto de desprecio e intentó escupir a un lado, pero no encontró saliva para ello.

—Más vale que regrese a la ciudad —dijo—. Dentro de poco, no habrá la menor seguridad por estos parajes. Desearía tener mi mosquetón.

A. R. I. se puso en pie, meditó un momento, se encogió de hombros y se dirigió a la ciudad. La lápida sobre la que había estado sentado se desplomé al levantarse, conviniéndose en polvo de piedra gris, que se amalgamó con la tierra informe. Miró en derredor. La mayoría de las lápidas habían desaparecido. El resto no tardaría en hacerlo. Sólo la que estaba bajo Zeb parecía aún firme y fuerte.

A. R. I. echó a andar. Zeb ni siquiera se volvió para mirarle. Seguía inmóvil y en calma, en espera… de los indios.

Etheriel se zambulló a través de los cielos con temeraria celeridad. Los ojos de los Ascendientes se hallaban posados sobre él, lo sabía. Desde el serafín creado en último lugar, pasando por los querubines y los ángeles, hasta el más elevado de los arcángeles, todos debían de estar contemplándole.

Había llegado ya más arriba que ningún Ascendiente estuviera nunca sin ser invitado, y esperaba el palpitar del Verbo que reduciría sus vértices a la nada.

Mas no vaciló. A través del no-espacio y el no-tiempo se precipitó hacia la unión con el Móvil Primero, la sede que circundaba todo lo que Es, Fue, Será, Había Sido, Podía Ser y Debía Ser.

Y al pensarlo, irrumpió y se fundió con él, expandiéndose su ser de manera que, por un instante, formó parte del Todo. Sin embargo, de un modo misericordioso, sus sentidos se velaron, y el Jefe se convirtió en una queda voz en su interior, tenue pero tanto más impresionante en su infinita plenitud.

—Hijo mío —dijo la voz—, ya sé por qué has venido.

—Entonces ayúdame, si tal es tu voluntad.

—Por mi propia voluntad, un acto mío es irrevocable. Todo tu género humano, hijo mío, anhelaba vivir. Todos temían la muerte. Todos albergaban y desarrollaban pensamientos y sueños de vida ilimitada. No dos grupos de hombres, no dos hombres aislados. Todos desarrollaban la misma idea de la vida futura, todos deseaban vivir. Se pedía que fuese el común denominador de todos esos deseos… de vida eterna. Y accedí.

—Ningún servidor tuyo presentó la solicitud.

—La presentó el Adversario, hijo mío.

La débil gloria de Etheriel desfalleció. Murmuró en voz baja:

—Soy polvo a tu vista y no merecedor de estar en tu presencia, pero he de hacerte una pregunta. ¿También el Adversario es tu servidor?

—Sin él, no podría tener ningún otro —repuso el Jefe—. ¿Pues qué es el Bien sino la lucha eterna contra el Mal?

«Y en esa lucha —pensó Etheriel—, yo he perdido.»

A. R. I. se detuvo a la vista de la ciudad. Los edificios se estaban derrumbando. Los de madera eran ya montones de astillas. Se dirigió al más próximo de tales hacinamientos y halló las astillas polvorientas y secas.

Penetró más profundamente en la ciudad y vio que las casas de ladrillo se mantenían aún en pie, si bien los ladrillos presentaban una siniestra redondez en los bordes, un amenazador descascarillamiento.

—No durarán mucho —dijo una voz profunda—, pero hasta cierto punto supone un consuelo saber que al derrumbarse no matarán a nadie.

A. R. I. alzó la vista sorprendido y se hallé cara a cara con un cadavérico Don Quijote de deprimidas mandíbulas y hundidas mejillas. Sus ojos eran tristes; su cabello, castaño y lacio. La ropa le colgaba flojamente, y la piel asomaba a través de varios desgarrones.

—Mi nombre es Richard Levine. —dijo el individuo—. Era profesor de historia…, antes de que esto ocurriera.

—Va usted vestido —observó A. R. I.—. Así que no es uno de los resucitados.

—No, pero esa señal diferenciadora va desapareciendo. La ropa se cae a jirones.

A. R. I. observó a la muchedumbre que pasaba, moviéndose lentamente y sin meta, como polillas bajo un rayo de sol. En efecto, pocos llevaban ropa. Se miró la suya y por primera vez reparó en que se había desprendido ya la costura lateral de las perneras de sus pantalones. Tomó entre pulgar e índice la tela de su chaqueta, y la lana se desmenuzó con facilidad.

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