Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
—Exacto —asintió Berg en tono benévolo.
—Y la probabilidad de que se desarrolle alguna forma de viaje interestelar es tan baja como para resultar infinitesimal.
—¿Adónde pretende llegar?
—¡A que todo eso es cierto en esta probabilidad! Pero ha de haber algunas pautas de probabilidad en que existan en el sistema solar otras formas de vida o en las cuales los moradores de otros sistemas hayan desarrollado los viajes interestelares.
Berg frunció el entrecejo.
—Teóricamente…
—Y en una de esas probabilidades, la Tierra podría ser visitada por tales inteligencias. Si se da el caso en una pauta de probabilidad en que la Tierra se halle habitada, no nos afectaría, pues no tendrían conexión con nuestra propia Tierra. Pero si establecen una especie de base en un mundo deshabitado, pueden elegir al azar uno de nuestros lugares de habitación.
—¿Y por qué uno de los nuestros y no de los germanos, por ejemplo? —preguntó con sequedad Berg.
—Porque nosotros sólo emplazamos una vivienda en cada mundo, y los alemanes no. Muy pocos lo harán. La ventaja a nuestro favor es de billones a uno. Y si los extraterrestres encuentran tal vivienda, investigarán y hallarán la ruta hasta la Tierra, a un mundo sumamente desarrollado y vivo.
—No, si desviamos el lugar de viraje.
—Una vez que conozcan la existencia de tales lugares, construirán el suyo propio —adujo Mishnoff—. Una raza lo bastante inteligente para viajar por el espacio será capaz de hacerlo. Y por el equipo y el mobiliario de la vivienda de que se apoderen, deducirán nuestra probabilidad… Y en tal caso, ¿cómo manejaríamos a los extraterrestres? No son germanos, ni otra clase de terrestres. Tendrían una psicología extraña a la nuestra y otras motivaciones. Y ni siquiera estamos en guardia. Seguimos asentándonos cada vez en más mundos. Cada día que pasa aumenta la posibilidad de que…
Su voz se había alzado a causa de la excitación. Berg le atajó diciendo con voz fuerte:
—¡Tonterías! Todo eso es ridículo.
Sonó el teléfono, y la pantalla se iluminó mostrando el rostro de Ching, cuya voz dijo:
—Siento interrumpir, pero…
—¿Qué sucede? —preguntó furioso Berg.
—Hay un hombre aquí que no sé cómo despachar. Se queja de que su casa está rodeada por cosas que miran a través del techo de cristal de su jardín.
—¿Cosas? —gritó Mishnoff.
—Unas cosas de color púrpura, con grandes venas rojas, tres ojos y una especie de tentáculos en vez de cabello. Tienen…
Pero Mishnoff y Berg no oyeron el resto. Se miraban con fijeza, inmovilizados en un estupefacto horror.
“The Message”
Bebieron cerveza y se entregaron a sus recuerdos, como hombres que se encuentran tras larga separación. Rememoraron los días expuestos al fuego del enemigo. Evocaron a sargentos y muchachas, ambos con exageración. En retrospectiva, las cosas mortales se convirtieron en humorísticas, y se airearon trivialidades arrumbadas durante diez años.
Incluyendo, claro está, el perenne misterio.
—¿Cómo te lo explicas? —preguntó el primero—. ¿Quién comenzó?
El segundo se encogió de hombros.
—Nadie comenzó. De repente, todo el mundo se encontró haciéndolo, como una enfermedad. Tú también, supongo.
El primero rió entre dientes.
El tercero intervino suavemente:
—Nunca vi nada divertido en eso. Acaso porque tropecé con el primero durante mi bautismo de fuego. En África del norte.
—¿De verdad? —dijo el segundo.
—La primera noche en las playas de Orán. Trataba de ponerme a cubierto, buscando alguna choza indígena cuando lo vi al resplandor de un fogonazo…
George se sentía delirantemente feliz. Dos años de expedientes y por fin el regreso al pasado. Ahora podría completar su informe sobre la vida social del soldado de infantería de la segunda guerra mundial con algunos detalles auténticos.
Saliendo de la insípida sociedad sin guerras del siglo XXX, se halló inmerso, por un glorioso momento, en el drama tenso y superlativo del bélico siglo XX.
¡África del norte! El teatro de la primera gran invasión por mar de la guerra. Los físicos temporales habían escudriñado el área para determinar el punto y el momento perfectos. Señalaron la sombra de un edificio vacío de madera. Ningún humano se aproximaría durante un número conocido de minutos. Ninguna explosión lo afectaría seriamente en aquel tiempo. George no afectaría a la historia por estar presente. Sería el ideal del físico temporal, el «mero observador».
Resultó aún más terrorífico de lo que había imaginado. El perpetuo restallar de la artillería, el desgarrón invisible de los aviones sobre su cabeza. Y luego, las líneas periódicas de las balas trazadoras estallando en el firmamento, y el ocasional fulgor, ígneo y fantasmal, descendiendo en serpentinas curvas.
¡Y él estaba allí! Él, George, tomaba parte en la guerra, parte en una forma de vida intensa, desaparecida para siempre del mundo del siglo XXX, que se había tomado manso y apacible.
Imaginó que veía las sombras de una columna de soldados avanzando, que oía los monosílabos que se murmuraban unos a otros en voz cautelosamente baja. ¡Cómo anhelaba ser en verdad uno de ellos, y no un intruso momentáneo, un «mero observador»!
Cesó en su tarea de tomar notas y contempló su estilográfica, hipnotizado por un instante por su micro-linterna. Le asaltó una súbita idea y miró el madero contra el cual apoyaba el hombro. Aquel momento no debía pasar inadvertido para la historia. El hacerlo no la afectaría en nada. Emplearía el antiguo dialecto inglés. Así no habría sospecha alguna.
Lo hizo a toda prisa, y luego espió a un soldado que corría desesperadamente hacia el edificio, escabulléndose de una terrible ráfaga de balas. George se dio cuenta de que su tiempo había pasado y, al tomar conciencia de ello, se encontró de nuevo en el siglo XXX.
No importaba. Durante aquellos pocos minutos, había tomado parte en la segunda guerra mundial. Una pequeña parte, pero parte al fin y al cabo. Y otros lo sabrían. Tal vez no supieran que lo sabían, pero quizá alguien se repitiera a sí mismo el mensaje.
Alguien, acaso aquel hombre que corría a refugiarse, lo leería y sabría que, entre los héroes del siglo XX, estuvo también el «mero observador», el hombre del siglo XXX, George Kilroy. ¡Él estuvo allí!
[1]
“Satisfaction Guaranteed”
Tony era alto y de una belleza sombría, con un increíble aire patricio dibujado en cada línea de su inmutable expresión. Claire Belmont le miró a través del resquicio de la puerta, con una mezcla de horror y desaliento.
—No puedo, Larry. No puedo tenerlo en casa…
Buscaba febril en su paralizada mente una manera más enérgica de expresarlo, algo que tuviera sentido y zanjara la cuestión, pero acabó por reducirse a una simple repetición.
—¡De verdad, no puedo!
Larry Belmont contempló con severidad a su mujer y en sus ojos asomó aquel destello de impaciencia que Claire odiaba ver, puesto que le daba la impresión de reflejar su propia incompetencia.
—Nos hemos comprometido, Claire. No puedo desdecirme ahora. La compañía me envía a Washington con esa condición, lo cual con toda seguridad significa un ascenso. No presenta ningún peligro y tú lo sabes. ¿Qué tienes pues que objetar?
Ella frunció el entrecejo, desvalida.
—Me da escalofríos: No puedo soportarlo.
—Es tan humano como tú o como yo. Bueno…, casi. Así que nada de tonterías. ¡Vamos, apártate!
Apoyó su mano en el talle de ella, empujándola, y Claire se encontró temblando en su propio cuarto de estar, donde se encontraba aquello, mirándola con precisa cortesía, como evaluando a la que había de ser su anfitriona durante las próximas tres semanas. La doctora Susan Calvin se hallaba también presente, envaradamente sentada, con los labios apretados como síntoma de abstracción. Presentaba el aspecto frío y distante de alguien que ha trabajado durante tanto tiempo con máquinas que un poco de acero ha penetrado en su sangre.
—Hola —castañeteó Claire, como un saludo ineficaz y general.
Gracias a que Larry salvó la situación, exhibiendo una falsa alegría:
—Mira, Claire, deseo que conozcas a Tony, un tipo magnífico. Ésta es mi mujer, Tony, chico.
La mano de Larry se posó amistosa sobre el hombro de Tony, mas éste permaneció inexpresivo, sin responder a la presión, limitándose a decir:
—¿Cómo está usted, señora Belmont?
Claire dio un respingo al oír la voz de Tony, profunda y pastosa, suave como el pelo de su cabeza o la piel de su rostro.
Sin poder contenerse, exclamó:
—¡Ah…! ¡Habla usted!
—¿Y por qué no? ¿Acaso esperaba que no lo hiciera?
Claire sólo consiguió esbozar una débil sonrisa. No sabía bien lo que había esperado. Miró hacia otro lado, lanzándole una ojeada con el rabillo del ojo. Tenía el pelo suave y negro, como pulido plástico… ¿O se componía en realidad de cabellos separados? Y la piel lisa y olivácea de sus manos y cara, ¿era una continuación de su oscuro y bien cortado traje?
Se hallaba paralizada por un estremecido asombro. Tuvo que hacer un esfuerzo para poner en orden sus pensamientos, a fin de prestar atención a la voz sin inflexiones ni emoción de la doctora Calvin, que decía:
—Señora Belmont, espero que sabrá apreciar la importancia de este experimento. Su esposo me ha dicho que la ha puesto ya en algunos de los antecedentes. Por mi parte, desearía añadir algunos más, como psicólogo jefe de la U. S. Robots & Mechanical Men Inc. Tony es un robot. Su designación en los ficheros de la compañía es TN-3, pero responde al nombre de Tony. No se trata de un monstruo mecánico, ni simplemente de una máquina calculadora del tipo de las desarrolladas durante la segunda guerra mundial, hace cincuenta años. Posee un cerebro artificial casi tan complicado como el nuestro. Como un inmenso cuadro de distribución telefónica reducido a escala atómica, con billones de posibles «enlaces telefónicos» comprimidos en un instrumento encajado en el interior de su cráneo. Tales cerebros se fabrican específicamente para cada modelo de robot, y contienen una serie calculada de conexiones, de forma que, para empezar, cada uno de ellos conoce el idioma inglés, y lo suficiente de cualquier otra cosa que se considere necesaria para cumplir su tarea. Hasta ahora, la U. S. Robots había limitado su manufactura a los modelos industriales para su empleo en lugares donde resulta impracticable el trabajo humano…, en minas profundas, por ejemplo, o en la labor subacuática. Pero ahora deseamos extendernos a la ciudad y el hogar. Y para ello, hemos de conseguir que el hombre y la mujer corrientes se muestren dispuestos a aceptar sin temor estos robots. Como comprenderá, no hay nada que temer.
—No lo hay, Claire —intervino muy serio Larry—. Te doy mi palabra. Le es imposible causar daño alguno. Ya sabes que si no fuese así no te dejaría con él.
Claire lanzó una ojeada rápida y disimulada a Tony y habló en voz muy baja:
—¿Y qué pasaría si se enfadara conmigo?
—No necesita cuchichear —respondió la doctora Claire con voz sosegada—. Él no puede enojarse con usted, amiga mía. Ya le he dicho que el cuadro de conexiones de su cerebro está predeterminado. Y la primera conexión, la más importante de todas, es la que denominamos «La primera ley de la robótica» y que se reduce a esto: «Un robot no dañará en ningún caso a un ser humano, ni, por inacción, permitirá que un ser humano reciba daño alguno». Todos los robots están construidos según esta norma. Ninguno puede ser obligado a causar daño a un ser humano. Así pues, ya ve que necesitamos que usted y Tony lleven a cabo un experimento preliminar para nuestra propia información, mientras su esposo se desplaza a Washington para las pruebas legales supervisadas por el gobierno.
—¿Quiere decir que esto no es legal?
Larry carraspeó e intervino de nuevo:
—No todavía, pero todo está en orden. Él no abandonará la casa, y tú no permitirás que nadie lo vea. Eso es todo. Me quedaría contigo, Claire, pero sé demasiado sobre los robots. Precisamos que lo compruebe una persona experimentada, a fin de que las condiciones sean lo más severas posible. Es necesario.
—Bueno, está bien —murmuró Claire. Y luego, como si le asaltara una idea, preguntó—: ¿Pero qué hace él?
—Labores caseras —respondió escuetamente la doctora Calvin.
Y acto seguido, se levantó para marcharse. Fue Larry quien la acompañó a la puerta, mientras que Claire se quedaba detrás, llena de melancolía. Lanzó una mirada al espejo colocado sobre la repisa de la chimenea y la apartó presurosa. Estaba más que harta de su carita ratonil y de su cabello sin brillo, peinado en una forma carente de imaginación. Luego observó que los ojos de Tony se hallaban posados en ella. Casi sonrió, antes de recordar…
Se trataba tan sólo de una máquina.
Larry Belmont iba camino del aeropuerto cuando reparó en Gladys Claffern. Le lanzó una ojeada. Era el tipo de mujer que parecía hecha para ser vista en ojeadas… Perfectamente hecha, vestida con mano y ojo exquisitos, demasiado rutilante para mirarla con fijeza.
La tenue sonrisa que la precedía y el sutil aroma que la seguía eran como un par de dedos que le dirigieran señas invitadoras. Larry se dio cuenta de que había interrumpido sus zancadas y, tocándose ligeramente el ala del sombrero, apresuré el paso.
Sentía el mismo vago enojo de siempre. ¡Cuánto le ayudaría el que Claire se decidiese a meterse en la pandilla de Claffern…! ¡Bah! ¿De qué serviría, de todos modos?
¡Claire! Las pocas veces que se había visto cara a cara con Gladys, aquella pequeña tonta había permanecido con la lengua atada. No se hacía ilusiones. La prueba de Tony constituía su gran oportunidad, pero todo dependía de Claire. ¡Cuánta mayor seguridad sentiría de encontrarse en manos de alguien como Gladys Claffern!
La segunda mañana, Claire despertó al oír un suave golpe con los nudillos en la puerta del dormitorio. Su mente lanzó un silencioso quejido y luego se quedó helada. Había evitado a Tony el primer día, sonriendo con vaguedad cuando lo veía fregoteando o manejando la escoba.
—¿Es usted…, Tony?
—Sí, señora Belmont. ¿Puedo entrar?
Sin duda respondió que sí, puesto que él apareció en la habitación, de manera repentina y silenciosa. Los ojos y la nariz de ella se percataron simultáneamente de la bandeja que Tony portaba.