Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
Meyerhof pensó: «Muy bien. Dejemos ahora que le baje hasta las tripas y que lo digiera un poco».
Sonó una voz detrás de él:
—¡Eh!
Meyerhof borró el sonido de este monosílabo y puso en punto neutro el circuito que había utilizado. Giró en redondo y protestó:
—Estoy trabajando. ¿No suele llamar a la puerta?
No sonrió como acostumbraba al saludar a Timothy Whistler, un veterano analista al que trataba con tanta asiduidad como a cualquiera. Arrugó el entrecejo como lo habría hecho al ser interrumpido por un extraño, frunciendo su flaco rostro en una mueca que lo dejó más arrugado que nunca y que pareció extenderse hasta su pelo.
Whistler se encogió de hombros. Vestía su bata blanca y llevaba las manos apretadas en los bolsillos, formando en ellos unas marcadas líneas verticales.
—Llamé, pero no me contestó. La luz roja no estaba encendida.
Meyerhof gruñó distraído. Había estado pensando demasiado intensamente en su nuevo proyecto y olvidaba los pequeños detalles.
Y sin embargo, apenas podía reprochárselo. El asunto era importante.
No sabía por qué, desde luego. Los Grandes Maestros raras veces lo sabían. Y precisamente eso, el hecho de estar más allá de la razón, les convertía en Grandes Maestros. ¿Cómo si no podía mantenerse la mente humana frente a aquella masa de solidificada razón de dieciséis kilómetros de longitud, a la que los hombres llamaban Multivac, el más complejo ordenador jamás construido?
—Estoy trabajando —insistió—. ¿Qué le trae por aquí? ¿Algo importante?
—Nada que no pueda ser aplazado. Hay unos cuantos baches en la respuesta sobre el hiperespacio… —En ese momento, Whistler pareció captar el ambiente, y su cara tomó una deplorable expresión de incertidumbre—. ¿Trabajando, dice?
—Sí. ¿Qué hay de raro en eso?
—Pero… —Whistler miró a su alrededor, fijando la vista en las ranuras de la angosta habitación que comunicaba con los bancos y más bancos de relés que formaban una pequeña parte de Multivac—. No veo por aquí a nadie ocupado en eso.
—¿Quién dijo que había alguien o que debería haberlo?
—Estaba contando uno de sus chistes, ¿no es eso?
—Sí, ¿y qué?
Whistler forzó una sonrisa:
—¿No irá a decirme que le estaba contando un chiste a Multivac?
—¿Y por que no? —replicó Meyerhof, engallándose.
—¿De modo que efectivamente estaba haciéndolo?
—Pues sí.
—¿Y por qué?
Los ojos de Meyerhof midieron al otro de arriba abajo.
—No tengo por qué darle explicaciones. Ni a usted ni a nadie.
—¡Cielo santo, desde luego que no! Sentí curiosidad, eso es todo… Bueno, puesto que trabaja, le dejo…
Y lanzó una ojeada en derredor, frunciendo de nuevo el entrecejo.
—Me parece muy bien —asintió Meyerhof.
Se quedó mirando a Whistler mientras éste se retiraba. Luego, activó la señal de operaciones con un violento apretón de su dedo.
Comenzó a pasear de un extremo a otro de la habitación, tratando de recuperar la calma. ¡Maldito Whistler! ¡Malditos todos ellos! Sólo porque no se preocupaba de mantener a raya, a la debida distancia social, a todos aquellos técnicos, analistas y mecánicos, porque los trataba como si fueran también artistas creadores, se permitían tomarse aquellas libertades…
«Ni siquiera saben contar chistes como es debido», pensó ceñudo.
Este pensamiento le volvió instantáneamente a su labor. Se sentó de nuevo. ¡Que el diablo se los llevase a todos!
Puso en funcionamiento el apropiado circuito de Multivac y comenzó:
—Durante una travesía en extremo ruda, el camarero de un trasatlántico se detuvo en la pasarela y miró compasivo al hombre que se aferraba a la barandilla, con la mirada posada fijamente en las profundidades, clara muestra de los estragos del mareo. Con toda amabilidad, el camarero dio una palmadita en la espalda del hombre: «¡Ánimo, señor! —le dijo—. Ya sé que la sensación es más que desagradable, pero tenga en cuenta que nadie ha muerto nunca de mareo». El afligido caballero alzó la verdosa y torturada faz hacia su consolador y jadeó con ronco acento: «¡No diga eso, hombre, por Dios! Es sólo la esperanza de morir lo que me mantiene con vida…»
Pese a hallarse un tanto preocupado, Timothy Whistler sonrió y dirigió un ademán con la cabeza a la secretaria cuando pasó ante su mesa. Ella le devolvió la sonrisa.
Una secretaria humana, pensó él, suponía un elemento arcaico en el mundo de ordenadores electrónicos del siglo XXI. Mas tal vez fuese natural que esa institución sobreviviese en la propia ciudadela de la electrónica, en la gigantesca corporación mundial que manipulaba a Multivac.
Whistler penetró en el despacho de Abram Trask. El representante del gobierno se hallaba en aquel instante descansando, entregado a la cuidadosa tarea de encender una pipa. Sus oscuros ojos relampaguearon en dirección a Whistler, y su afilada nariz se destacó prominente contra el rectángulo de la ventana situada tras él.
—¡Ah, vaya, Whistler! Siéntese. Siéntese.
Whistler se sentó, diciendo a continuación:
—Creo que nos enfrentamos a un problema, Trask.
Trask esbozó una media sonrisa.
—Espero que no se trate de nada técnico. No soy más que un inocente político.
Era una de sus frases favoritas.
—Concierne a Meyerhof.
Trask tomó asiento al instante, con clara expresión de desamparo.
—¿Está usted seguro?
—Razonablemente seguro.
Whistler comprendía muy bien la súbita infelicidad de su interlocutor. Trask era el representante del gobierno encargado de la División de Ordenadores y Automación del Ministerio del Interior. Se esperaba que supiera desenvolverse en las cuestiones de política que implicaban a los satélites humanos de Multivac, de la misma manera que aquellos satélites técnicos habían de ocuparse del propio Multivac.
Pero un Gran Maestro era algo más que un satélite. Incluso más que un simple humano.
En la historia de Multivac, se había hecho muy pronto evidente que los atascos se debían a una simple cuestión de procedimiento. Multivac podía responder a los problemas de la humanidad, a todos los problemas, siempre que… se le formulasen preguntas con sentido. Pero al irse acumulando los conocimientos a una celeridad creciente, se hacía también cada vez más difícil localizar esas preguntas con sentido.
La razón sola no lo conseguía. Se necesitaba un tipo raro de intuición, la misma facultad mental —sólo que muy intensificada— que convertía a un hombre en un gran maestro del ajedrez. Se precisaba un cerebro capaz de abrirse paso a través de los cuatrillones de jugadas del ajedrez hasta hallar el mejor movimiento. Y hallarlo en cuestión de minutos.
Trask se agitó inquieto en su butaca.
—¿Qué ha hecho ahora Meyerhof? —preguntó.
—Se ha introducido por una línea de investigación que estimo perturbadora.
—¡Vamos, Whistler! ¿Eso es todo? No se puede impedir a un Gran Maestro que siga la línea de investigación que le parezca. Ni usted ni yo nos hallamos lo bastante capacitados para juzgar el valor de sus preguntas. Lo sabe usted muy bien. Y yo sé que lo sabe.
—Lo sé, desde luego, pero también conozco a Meyerhof. ¿Lo ha tratado usted alguna vez socialmente?
—¡Cielos, no! ¿Trata alguien a un Gran Maestro socialmente?
—No adopte esa actitud, Trask. Al fin y al cabo, son humanos y dignos de compasión. ¿Ha pensado alguna vez en lo que supone ser un Gran Maestro? ¿Saber que únicamente existen una docena de personas iguales a ti en el mundo, que sólo nacen una o dos por generación, que el mundo depende de ti, que un millar de matemáticos, lógicos, psicológicos y físicos confían en ti?
Trask se encogió de hombros y murmuró:
—Yo me sentiría el rey del mundo…
—No lo creo —replicó el analista con impaciencia—. Ellos no se sienten reyes de nada. No tienen a nadie con quien hablar, ninguna sensación de ser queridos. Escuche, Meyerhof no desperdicia nunca una oportunidad de reunirse con los muchachos. No está casado, claro. No bebe. No posee una naturaleza sociable… Sin embargo, se obliga a sí mismo a buscar compañía, porque la necesita. ¿Y sabe qué hace cuando sale con nosotros, cosa que sucede al menos una vez por semana?
—No tengo la menor idea —dijo el funcionario del gobierno—. Todo esto resulta nuevo para mí.
—Pues es un chistoso.
—¿Cómo?
—Se dedica a contar chistes. Buenos, por cierto. Es magnífico en ese aspecto. Toma una historieta, por muy vieja y tonta que sea, le da la vuelta de tal modo que hace gracia. Se debe a la forma en que lo cuenta. Tiene talento.
—Ya veo. Bueno, eso está bien.
—O mal. Esas chanzas son importantes para él. —Whistler apoyó ambos codos sobre la mesa de Trask, se mordió la uña de uno de los pulgares y miró fijamente al vacío—. Es diferente y lo sabe. Esos chistes significan para él el único medio de que le aceptemos el resto de nosotros, los seres vulgares. Nos reímos, nos destornillamos al escucharlos, le palmoteamos la espalda y hasta olvidamos que se trata de un Gran Maestro. Es su único punto de contacto con nosotros.
—Muy interesante. No sabía que fuese usted tan buen psicólogo. Pero veamos, ¿adónde quiere llegar?
—Justamente a esto: ¿qué supone que sucederá si Meyerhof se pasa de rosca?
—¿Qué quiere decir? —dijo el funcionario del gobierno, mirándole con rostro inexpresivo.
—Si comienza a repetirse. Si su auditorio ríe con menos ganas o incluso deja por completo de reír… Carece de otro medio para ganarse nuestra aprobación. Si lo pierde, se quedará solo. ¿Y qué sucedería entonces? Después de todo, Trask, forma parte de esa docena de hombres de los que no puede prescindir la humanidad. No podemos permitir que le suceda nada. Y no me refiero sólo a problemas físicos. No hemos de permitir siquiera que se sienta demasiado infeliz. ¿Quién sabe hasta qué punto afectaría eso su intuición?
—¿Y bien? ¿Ha empezado ya a repetirse?
—No que yo sepa, hasta la fecha, pero me parece que él piensa que sí.
—¿Por qué dice eso?
—Porque he oído cómo le contaba chistes a Multivac.
—¡No, por favor!
—Fue de manera puramente accidental. Entré en su despacho y me echó de inmediato. Hasta se mostró violento. Por lo general, suele estar de buen talante, y considero muy mala señal que se alterase tanto por mi intrusión. De todas formas, subsiste el hecho de que le estaba contando un chiste a Multivac. Y tengo bastantes motivos para creer que ese chiste era uno más en una serie.
—¿Pero por qué?
Whistler se encogió de hombros y se restregó furiosamente el mentón con la mano.
—Me he hecho una idea sobre el particular. Creo que intenta crear un almacén de chistes en los bancos de memoria de Multivac, a fin de obtener nuevas variaciones. ¿Ve usted adónde quiero ir a parar? Planea un creador mecánico de chistes, con objeto de disponer de un número infinito de ellos, sin temor a que se le agoten nunca.
—¡Santo Dios!
—Desde un punto de vista objetivo, tal vez no haya nada malo en ello, pero considero una señal deplorable que un Gran Maestro empiece a servirse de Multivac para resolver sus problemas personales. En todo Gran Maestro se da un cierto grado de inestabilidad mental y ha de ser vigilado. Meyerhof puede estar aproximándose a la línea traspasada la cual perderíamos a un Gran Maestro.
—¿Y qué me sugiere que haga? —preguntó un tanto confuso Trask.
—Asegurarse de si acierto. Tal vez me encuentre demasiado próximo a él para juzgarle bien, y por lo demás juzgar a los seres humanos no entra en mis talentos particulares. Usted es un político y en consecuencia está más capacitado para eso.
—Para juzgar a los humanos quizá, pero no a los Grandes Maestros.
—También son humanos. Además, ¿qué otro podría hacerlo?
Los dedos de Trask tamborilearon en rápido redoble sobre la mesa.
—Supongo que no me queda más remedio —suspiró.
Meyerhof dijo a Multivac:
—El ardiente enamorado, que recogía un ramo de flores silvestres para su amada, quedó desconcertado al toparse de pronto en la misma pradera con un gran toro con cara de pocos amigos, el cual, mirándole con fijeza, escarbó el suelo de modo amenazador. El joven, divisando a un campesino al otro lado de la distante valla, gritó: «¡Eh! ¿Es seguro este toro?» El campesino examinó la situación con ojo crítico, escupió de lado y respondió también a voces: «Como seguro, lo está». Y luego de volver a escupir, añadió: «Ahora, yo no diría lo mismo de ti».
Estaba a punto de pasar al siguiente, cuando le llegó el requerimiento.
En realidad, no era un verdadero requerimiento, pues nadie gozaba del privilegio de emplazar a un Gran Maestro, sino un simple mensaje en que el director de la División, Trask, le anunciaba que tendría sumo gusto en ver al Gran Maestro Meyerhof, caso de que Meyerhof quisiera dedicarle algún tiempo.
Meyerhof hubiera podido tirar impunemente el mensaje y proseguir con su ocupación. No estaba sometido a ninguna disciplina.
Por otra parte, de hacerlo así, continuarían molestándole… Con todo respeto, claro, pero continuarían molestándole.
Así pues, neutralizó los circuitos pertinentes de Multivac, colocó el letrero de «ausente» en la puerta de su despacho, de manera que nadie se atreviera a entrar en él, y se dirigió al de Trask.
Trask tosió, un tanto intimidado por la hosca fiereza de la mirada del otro. Luego dijo:
—No habíamos tenido ocasión de conocernos antes, Gran Maestro, y créame que bien a mi pesar.
—Siempre le he mantenido informado —respondió Meyerhof con rigidez.
Trask se preguntaba qué habría tras aquellos ojos vehementes y de aguda inteligencia. Le resultaba difícil imaginarse a Meyerhof, con su magro rostro, su negro y lacio pelo y su aire profundo, relajándose lo bastante como para contar historietas divertidas.
—Los informes no presuponen un trato social. Yo… Me ha parecido comprender que posee usted un caudal maravilloso de anécdotas.
—¿Se refiere a que soy un chistoso? Ésa es la palabra que la gente suele emplear. Un chistoso.
—No emplearon esa palabra conmigo, Gran Maestro. Dijeron…
—¡Al diablo con ellos! No me importa un comino lo que dijeran. Escuche, Trask, ¿quiere oír un chiste?
Se inclinó hacia delante sobre la mesa y entornó los ojos.
—¡No faltaba más! Desde luego —asintió Trask, esforzándose por parecer campechano.