Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
Se detuvo de repente, meneó la cabeza y se marchó.
—Espero que todo vaya bien —suspiró la señora Potterley, sintiéndose segura que no sería así y temiendo de antemano por la posición de su esposo y la seguridad de su vejez.
Sólo a ella, entre todos, le asaltaba el fuerte presentimiento de un cercano conflicto. El peor de los conflictos, desde luego.
Jonas Foster llegó casi con media hora de retraso a casa de los Potterley, domiciliados al exterior del recinto universitario. Hasta aquella misma tarde no había decidido si iría. Luego, en el último momento, pensó que no podía cometer la enormidad social de rechazar una invitación a cenar una hora antes de la concertada. Eso…, y el aguijón de la curiosidad.
La cena fue interminable. Foster comía sin apetito. La señora Potterley parecía estar ausente, emergiendo sólo de su abstracción para preguntarle si estaba casado y lanzar un bufido de desprecio al contestarle él que no. El doctor Potterley le interrogaba de manera átona respecto a su historia profesional y asentía cortésmente con la cabeza.
Todo transcurría con tanta gravedad —tanto aburrimiento en realidad— como era posible.
Foster pensó: «Parece tan inofensivo…» Había pasado los dos últimos días informándose sobre el doctor Potterley. De modo muy casual, desde luego, casi a hurtadillas. No se sentía particularmente ansioso porque le vieran en la Biblioteca de Ciencias Sociales. La historia se había convertido en una materia marginal, y la mayoría de las veces las obras históricas eran leídas por el público en general para entretenerse o para su propia edificación.
Sin embargo, un físico no formaba parte en absoluto del «público en general». Si Foster empezaba a leer libros de historia, tan cierto como la relatividad que sería considerado un bicho raro; y al cabo de cierto tiempo el decano de su facultad se preguntaría si el nuevo profesor era realmente «el hombre idóneo para la tarea».
Por lo tanto, había actuado con cautela. Se sentaba en los puestos más apartados y mantenía la cabeza baja cuando entraba o salía en sus horas libres.
Según descubrió, el doctor Potterley había escrito varios libros y una docena de artículos sobre las culturas del Mediterráneo antiguo. Los últimos, todos ellos publicados en Historical Reviews, se referían al Cartago prerromano, y adoptaban un punto de vista simpatizante.
Al menos, eso concordaba con las palabras de Potterley, y suavizó un tanto las sospechas de Foster. De todos modos, se daba cuenta que hubiese sido más sensato y seguro zanjar la cuestión desde un principio.
Un científico no debía dejarse arrastrar por la curiosidad, pensó, muy insatisfecho consigo mismo. Se trataba de un rasgo peligroso.
Tras la cena, fue conducido al despacho de Potterley. Por un momento, se quedó perplejo en el umbral.
Las paredes estaban totalmente cubiertas de libros.
No películas. Las había, desde luego, pero superadas con mucho por los libros, impresos en papel.
Nunca hubiese pensado que existiesen aún tantos libros en buenas condiciones.
Foster se sintió molesto. ¿Con qué propósito guardaba tantos libros en casa? Seguramente estarían mejor en la biblioteca de la universidad o, en el peor de los casos, en la del congreso, si alguien quería tomarse la molestia de investigar fuera de los microfilmes.
Había algo secreto en una biblioteca particular. Despedía como una vaharada de anarquía intelectual.
Este último pensamiento tranquilizó de modo extraño a Foster. Prefería que Potterley fuese un auténtico anarquista que un agente provocador desempeñando su papel.
Y de pronto, las horas comenzaron a pasar asombrosamente rápidas.
—Ya ve usted —dijo Potterley, con voz clara y nada agitada—. Fue un simple hallazgo, si es posible un hallazgo para alguien que no ha empleado nunca el cronoscopio en su trabajo. Claro está, no podía solicitar su uso, puesto que se trataba de investigación no autorizada.
—Sí —asintió lacónicamente Foster, un tanto sorprendido porque una consideración tan pequeña detuviese a aquel hombre.
—Empleé métodos indirectos…
Lo había hecho, en efecto. Foster se sintió perplejo ante el volumen de la correspondencia sostenida para elucidar insignificantes detalles de la cultura del antiguo Mediterráneo, sobre la cual se las arreglaba una y otra vez para hacer una observación casual:
—Desde luego, no habiendo dispuesto nunca del cronoscopio…
O bien:
—Pendiente de aprobación mi solicitud de datos cronoscópicos, que por el momento parece improbable que acepten…
—Pero éstas no son cosas tontas ni arbitrarias —prosiguió—. El Instituto de Cronoscopía publica mensualmente un folleto en el que se incluyen artículos concernientes al pasado, con los descubrimientos determinados por el examen visual del tiempo. Únicamente uno o dos descubrimientos… Lo que primero me impresionó fue la completa trivialidad de la mayoría de ellos, su insipidez. ¿Por qué tales investigaciones debían tener prioridad sobre mi labor? Por lo tanto, escribí a quien competía para que se intensificase la búsqueda en las direcciones descritas en el folleto. Invariablemente, como ya le he mostrado a usted, no habían empleado el cronoscopio. Vamos ahora a analizarlo punto por punto.
Por fin, Foster, con la cabeza dándole vueltas a causa de los detalles meticulosamente reunidos por Potterley, preguntó:
—¿Pero por qué?
—No sé por qué —respondió Potterley—, aunque tengo una teoría. La invención original del cronoscopio fue obra de Sterbinski…, ya lo ve, conozco bien el tema… Obtuvo una gran publicidad. Más tarde, el gobierno se hizo cargo del aparato y decidió suprimir cualquier ulterior investigación a través del mismo. Pero luego pensó que tal vez la gente sintiera curiosidad por conocer el motivo por el que no se utilizara. La curiosidad es un vicio muy grande, doctor Foster…
El físico convino para sí mismo que, en efecto, lo era.
—Imagínese pues la utilidad de pretender que el cronoscopio estaba siendo empleado —prosiguió Potterley—. Dejaba de constituir un misterio para convertirse en un lugar común. No sería ya objeto adecuado para la legítima curiosidad, ni un incentivo para la ilícita.
—Y usted se sintió curioso… —apuntó Foster.
Potterley le miró, inquieto, y replicó con acento de enojo:
—En mi caso era distinto… Yo cuento con algo que debe ser llevado a cabo. Y no podía aceptar la ridícula manera en que pretendían mantenerme el margen.
«Y un tanto paranoico, además», pensó lúgubremente Foster.
Sin embargo, paranoico o no, había llegado a alguna conclusión. Foster ya no podía seguir negando que algo peculiar se encerraba en la cuestión de los neutrinos.
Ahora bien, ¿qué perseguía Potterley? Esa cuestión aún le inquietaba. Si Potterley no se proponía poner a prueba su ética personal, ¿qué deseaba de él? Analizó lógicamente la cuestión. Si un anarquista intelectual, con un toque de paranoia, quería emplear un cronoscopio y estaba convencido que los poderes constituidos se interponían de modo deliberado en su camino, ¿qué podía hacer?
«Suponiendo que yo fuese uno de esos poderes, ¿qué es lo que haría…?» Habló lentamente:
—Tal vez el cronoscopio no exista…
Potterley dio un respingo. Su impasibilidad general pareció casi resquebrajarse. Por un instante, Foster vislumbró algo en él que no tenía nada que ver con la calma. Pero el historiador recobró en el acto su equilibrio y dijo:
—No, no, tiene que haber un cronoscopio.
—¿Por qué? ¿Lo ha visto usted? ¿O yo? Quizá sea ésa la explicación de todo. Quizá no oculten deliberadamente el cronoscopio del que se apoderaron. A lo mejor, ni siquiera lo han conseguido.
—Pero Sterbinski existió. Y construyó un cronoscopio. Es un hecho.
—Así lo dicen los libros… —repuso Foster fríamente.
—Escúcheme. —Potterley tendió la mano, tomando de la manga a Foster—. Necesito el cronoscopio. No me diga que no existe. Lo que vamos a hacer es descubrir lo suficiente sobre los neutrinos para ser capaces de…
Se detuvo, y Foster se alisó la manga. No precisaba que el otro terminara la frase. La completó él mismo:
—¿Construir uno propio?
Potterley le miró irritado, como si hubiese preferido que no se mostrase tan categórico. Sin embargo, respondió:
—¿Y por qué no?
—Porque eso está descartado —replicó Foster—. Si lo que hemos leído es cierto, Sterbinski precisó veinte años para construir su máquina, y varios millones en substanciales subvenciones. ¿Cree que usted y yo podríamos duplicarla ilegalmente? Suponiendo que dispusiéramos de tiempo, que no disponemos, y suponiendo que consiguiéramos extraer bastantes datos de los libros, cosa que dudo, ¿de dónde sacaríamos el dinero y el equipo? ¡Por todos los cielos! Dicen que el cronoscopio llena un edificio de cinco pisos…
—¿No quiere ayudarme, entonces?
—Mire, le diré algo. Hay un medio que quizá me permita descubrir algo…
—¿Cuál es?
—No se preocupe. Carece de importancia. Pero puedo descubrir lo bastante para decirle si el gobierno está impidiendo o no deliberadamente que se investigue mediante el cronoscopio. Confirmarle en su convicción o bien demostrarle que esa convicción es errónea. No sé qué bien puede hacerle a usted en cualquier caso, pero sólo llegaré hasta ahí. Es mi límite.
Potterley se quedó mirando al joven cuando finalmente se marchó. Estaba enojado consigo mismo. ¿Por qué se había descuidado tanto como para permitir a aquel tipo sospechar que pensaba en un cronoscopio propio? Resultaba prematuro. ¿Y por qué aquel joven novicio dudaba incluso de la existencia del cronoscopio?
Tenía que existir. Forzosamente. ¿A qué conducía negarlo?
¿Y por qué no habría de construirse otro? La ciencia había avanzado mucho en los cincuenta años transcurridos desde la época de Sterbinski. Todo cuanto se necesitaba eran conocimientos.
Que el más joven reuniera esos conocimientos. Que se fijara una pequeña suma de los mismos como límite, allá él. Habiendo tomado el camino de la anarquía, no había límite alguno. Si el muchacho no se veía impulsado a proseguir por algo que llevaba en su interior, los primeros pasos supondrían un error suficiente para forzar al resto. Potterley estaba seguro de no vacilar en caso que fuera preciso emplear el chantaje.
Hizo pues un ademán con la mano, en gesto final de despedida, y miró hacia arriba. Estaba comenzando a llover.
¡Desde luego! Chantaje si fuese necesario. Todo con tal que no le detuviesen en su camino…
Foster condujo su coche a través de los desiertos arrabales de la ciudad, notando apenas la lluvia.
Era un estúpido, se decía a sí mismo, pero se sentía incapaz de dejar las cosas tal como estaban. Tenía que saber. Maldecía su brote de indisciplinada curiosidad, pero necesitaba saber.
De todos modos, no acudiría a nadie más que a tío Ralph. Se juró en forma vehemente que se detendría allí. No quedaría prueba alguna contra él, ninguna evidencia real. Tío Ralph sería discreto.
En cierto sentido, se sentía secretamente avergonzado de tío Ralph. No se lo había mencionado a Potterley, en parte por precaución y en parte porque no quería enfrentarse a una ceja alzada y a la inevitable media sonrisa. Los escritores científicos profesionales, por muy útiles que fuesen, se hallaban un tanto al margen de la sociedad, aptos sólo para ser tratados con un desprecio protector. Claro que, como clase, conseguían más dinero que los científicos investigadores. Sólo que hacían peor las cosas.
Sin embargo, había ocasiones en las que contar con un escritor científico en la familia resultaba muy conveniente. Careciendo de una verdadera instrucción, no tenían que especializarse. Por consiguiente, un buen escritor científico lo conocía prácticamente todo… Y tío Ralph era uno de los mejores.
Ralph Nimmo no tenía ningún título universitario y más bien se mostraba orgulloso de ello.
—Un título supone el primer paso por el camino de la perdición —dijo en cierta ocasión a Jonas Foster, cuando ambos eran considerablemente más jóvenes—. Uno no quiere desperdiciarlo, por lo que sigue trabajando para conseguir uno superior y dedicarse luego a la investigación doctoral. Y acaba por ignorarlo todo en el mundo, a excepción de una brizna sobre una subdivisión de nada. En cambio, si uno mantiene su mente cuidadosamente aislada de toda esa batahola de información hasta alcanzar la madurez, llenándola sólo con inteligencia y entrenándola en el puro pensamiento, tendrá un poderoso instrumento a su disposición y podrá convertirse en un escritor científico.
Nimmo recibió su primera asignación a la edad de veinticinco años, después que hubo completado su aprendizaje y cuando llevaba en el terreno unos tres meses. Le llegó el encargo en forma de un compacto manuscrito, cuyo lenguaje no permitía destello alguno de comprensión al lector, por muy calificado que fuese, sin un atento estudio y cierta inspirada labor conjetural. Nimmo remendó el mamotreto, lo revisó de cabo a rabo (tras cinco largas y exasperantes entrevistas con los autores, que eran biofísicos), haciendo el lenguaje metódico y comprensible y suavizando el estilo hasta transformarlo en una agradable prosa.
—¿Por qué no? —decía tolerante a su sobrino, que replicaba a sus censuras sobre los títulos, acusándole de colgarse a los flecos de la ciencia—. El fleco reviste su importancia. Tus científicos no saben escribir. ¿Y por qué habrían de saber? No se espera que sean grandes maestros del ajedrez o virtuosos del violín. ¿Por qué esperar entonces que sepan unir las palabras? ¿Por qué no dejar eso también a los especialistas?
¡Santo Dios, Jonas! Lee su literatura de hace un siglo. Descartando el hecho que la ciencia de entonces está ya anticuada, lo mismo que algunas de las expresiones empleadas, intenta leerla y sacarle algún sentido.
Pura cháchara de aficionados. Páginas y páginas publicadas inútilmente. Artículos enteros totalmente incomprensibles…
—Pero no obtienes ninguna recompensa, tío Ralph —protestó el joven Foster, que estaba a punto de comenzar su carrera de profesor universitario y se sentía casi deslumbrado por ella—. Podrías haber sido un formidable investigador.
—Sí que obtengo recompensa —replicó Nimmo—. No creas ni por un momento que no. Desde luego, un bioquímico o un estrato-meteorólogo no me darán ni la hora, pero me pagan bastante bien. Mira lo que sucede cuando algún químico de primera clase se encuentra con que la Comisión ha cortado su subvención anual para los escritores científicos. Luchará más duramente para que se me concedan a mí, o a alguien como yo, fondos suficientes que para lograr un ionógrafo registrador.