Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
Weill lo tomó, lo sopesó, lo miró y remiró por uno y otro lado y dijo con una sonrisa que mostró toda su dentadura:
—No es producto de Sueños Inc., señor Byrne.
—No pensé que lo fuera —asintió el delegado—. Sin embargo, me gustaría que lo examinara. He puesto el interruptor automático para cosa de un minuto, creo.
—¿Es todo cuanto puede resistir?
Weill metió el cilindro en el compartimiento descongelador, limpió ambos extremos de aquél con el pañuelo y probó.
—No hace buen contacto. Se trata del trabajo de un aficionado.
Se colocó en la cabeza el casco descongelador acolchado, ajustó los contactos de las sienes, dispuso el interruptor automático y, sentándose en su butaca con las manos cruzadas sobre el pecho, comenzó el proceso de absorción.
Sus dedos se tornaron rígidos y se asieron a sus solapas. Una vez el interruptor funcionó, tras haberse realizado la absorción, se quitó el descongelador. Parecía algo enojado.
—Una pieza muy burda —afirmó—. Por suerte, soy viejo. Estas ya no me molestan.
Byrne anunció con tiesura:
—No es lo peor que hemos encontrado. Y al parecer, la manía va en aumento.
—Desvaríos pornográficos… —comentó Weill—. Una evolución lógica, supongo.
—Lógica o no —replicó el representante del gobierno—, representa un peligro de muerte para la salud moral de la nación.
—La salud moral de la nación puede soportar un buen vapuleo —repuso Weill—. A lo largo de la historia, el erotismo ha circulado en sus diversas manifestaciones.
—No de ese modo, señor. Un estimulador directo, de cerebro a cerebro, es más efectivo que las historias de fumadero o las películas obscenas. Estos últimos procedimientos han de abrirse paso a través de los sentidos y pierden algo de su efecto por el camino. El otro, en cambio, es directo, como digo.
Weill consideró que, en efecto, tal argumento no resultaba discutible, por lo que se limitó a preguntar:
—Bien, ¿qué desea usted de mí?
—¿Podría sugerirnos la posible procedencia de este cilindro?
—Señor Byrne, no soy policía.
—No, no me refiero a eso. No le pido que trabaje para nosotros. El ministerio es lo bastante capaz para efectuar sus propias investigaciones. Pero usted puede ayudarnos, quiero decir mediante su competencia especializada. Acaba de afirmar que su casa no lanzó esta porquería. ¿Quién cree usted que lo hizo?
—Ningún distribuidor de ensueños respetable, estoy seguro. Es un producto muy toscamente elaborado.
—Tal vez se haya hecho así adrede.
—Y pienso, además, que no lo ideó ningún soñador original —añadió Weill.
—¿Está usted seguro, señor Weill? ¿No podrían los soñadores hacer algo de este género simplemente por dinero…, o bien por simple diversión?
—Podrían, pero no algo así. No armoniza. Es bidimensional. Desde luego, una cosa semejante tampoco necesita armónicos.
—¿Qué entiende usted por armónicos?
Weill rió afablemente:
—¿No es usted aficionado al ensueño?
Byrne trató de no parecer un puritano, aunque no lo logró por completo.
—Prefiero la música —dijo.
—Bueno, eso no le desmerece —manifestó tolerante Weill—, pero hace un tanto más difícil la explicación de los armónicos. Ni siquiera las personas que absorben sueños sabrían explicárselo si les interrogara sobre la cuestión. Sin embargo, saben que una ilusión no resulta buena si le faltan los armónicos, pese a ser incapaces de decir por qué. Mire, cuando un soñador experimentado entra en estado de ensueño, no se imagina una historia, como las de la anticuada televisión o las películas, sino que tiene una serie de breves visiones, cada una de las cuales presenta distintos significados. Estudiándolas atentamente, se hallarían hasta cinco o seis. No se advierten en una absorción corriente, pero un cuidadoso estudio lo demuestra. Créame, mi personal psicológico emplea muchas horas precisamente en ese punto. Todos los armónicos, los diferentes significados, se amalgaman en una masa de emoción encauzada. Sin ellos, todo aparecería monótono, soso, insípido. Esta misma mañana probé a un chiquillo de diez años que presenta posibilidades. Para él, una nube es una nube y al mismo tiempo una almohada. Las dos sensaciones simultáneas superan a la suma de ambas por separado. Desde luego, el chico se encuentra en un estadio muy primitivo. Pero cuando acabe su período escolar, será adiestrado y disciplinado. Se le someterá a todo tipo de sensaciones. Almacenará experiencia. Estudiará y analizará ensueños clásicos del pasado. Aprenderá cómo controlar y dirigir sus pensamientos, a pesar de que… Mire, siempre he dicho que cuando un buen soñador improvisa…
Weill se detuvo bruscamente. Luego, prosiguió en tono menos apasionado:
—No debería excitarme tanto. Pretendo darle a entender que cada soñador profesional tiene su propio tipo de armónicos, que no puede disimular. Para un experto, es cómo si firmase sus ensueños. Y yo, señor Byrne, conozco todas las firmas. Ahora bien, esta pieza obscena que me ha traído usted carece por completo de armónicas. Fue hecha por una persona vulgar. Un pequeño talento acaso, pero como el suyo o el mío… Realmente, no puede pensar.
Byrne enrojeció un tanto.
—Muchas personas pueden pensar, señor Weill, aunque no forjen ensueños —repuso.
—¡Oh, vamos! —le calmó Weill, agitando su mano en el aire—. No se enoje por las palabras de un viejo. No me refiero a la razón, sino al tipo de pensamiento que se da en el sueño. Todos poseemos la capacidad de soñar en cierto grado, del mismo modo que poseemos la de andar y correr. ¿Pero podemos usted y yo correr dos kilómetros en cuatro minutos? Usted y yo hablamos, ¿pero somos grandes oradores? Mire, cuando pienso en un bistec, pienso en la palabra. Acaso tenga una rápida imagen de un bistec a la plancha en un plato. Quizás usted disfrute de una mejor representación, viendo la rizada grasa, y las cebollas tiernas en derredor, y las patatas fritas, bien doraditas. No lo sé. Pero un soñador… la ve, la huele, la paladea, y se imagina todo acerca de ella, desde las brasas donde fue asada hasta la satisfecha sensación en el estómago, la manera cómo la corta el cuchillo y otros cien detalles, todo al instante, fundidos y casi amalgamados. Muy sensual. Muy sensual. Usted y yo no lo conseguiríamos.
—Bien, en ese caso, queda convenido que ningún soñador profesional puede haber fabricado esto. De todos modos, algo es algo —dijo Byrne, metiendo el cilindro en el bolsillo interior de su chaqueta—. Espero que dispondremos de su completa colaboración para barrer esta inmundicia y extinguir su foco.
—Desde luego, señor Byrne, y de todo corazón.
—Así lo espero. —Byrne hablaba con la conciencia de un mandatario del poder—. No es a mí a quien toca decir lo que se debe hacer o no, señor Weill, pero este género de cosas —y se dio una palmada en el bolsillo donde había guardado el cilindro— hará tremendamente tentadora la imposición de una censura muy estricta sobre los ensueños… —Se puso en pie—. Bien, buenos días, señor Weill.
—Buenos días, señor Byrne. Espero sus noticias en sentido favorable.
Francis Belanger irrumpió en el despacho de Jesse Weill a todo vapor, como de costumbre, con su rojo cabello en desorden y la preocupación marcada en el rostro, un tanto sudoroso. Le chocó al punto la visión de Weill, con la cabeza apoyada en el brazo doblado y el cuerpo inclinado sobre la mesa, apareciendo en primer plano el brillo de su blanco pelo.
—¿Patrón? —dijo Belanger, después de tragar saliva.
—¿Ah, es usted, Frank? —respondió Weill, alzando la cabeza.
—¿Qué sucede, patrón? ¿Está enfermo?
—Soy lo bastante viejo para estarlo, pero todavía sigo en pie. Tambaleándome, pero en pie. Un delegado del gobierno ha venido a visitarme.
—¿Qué quería?
—Nos ha amenazado con la censura. Ha traído una muestra de lo que está pasando. Sueños de baja estofa para reuniones de bebedores.
—¡Santo cielo! —exclamó Belanger impresionado.
—El único trastorno radica en que la moral constituye un buen pasto para una campaña. Lo irán remachando por todas partes. Y a decir verdad, somos vulnerables, Frank.
—¿Lo somos de veras? Fabricamos un género limpio. Tocamos la cuerda de la aventura y el romance.
Weill plegó hacia abajo el labio inferior, y su frente se arrugó.
—Entre nosotros, Frank, no estamos obligados a creerlo a pies juntillas. ¿Limpio? Depende de cómo se mire… Acaso no sea como para una notificación oficial, pero tanto usted como yo sabemos que todo ensueño tiene sus connotaciones freudianas. No me lo negará…
—Desde luego, si lo considera así… Para un psiquiatra…
—Para una persona corriente también. El observador vulgar no advierte que existen, y acaso no sepa distinguir un símbolo fálico de una imagen materna aunque se le indique. Sin embargo, su subconsciente lo sabe. Y son las connotaciones las que forman el acompañamiento de muchos ensueños.
—Está bien. ¿Y qué piensa hacer el gobierno? ¿Limpiar los subconscientes?
—Todo un problema. No sé lo que harán. A nuestro favor, y con eso cuento principalmente, está el hecho de que al público le encantan sus sueños y no renunciará a ellos… Bien, y entretanto…, ¿qué le trae por aquí? Supongo que querría verme para algo.
Belanger arrojó un objeto sobre la mesa y se remetió la camisa en los pantalones.
Weill abrió la cubierta de reluciente plástico y sacó el cilindro que contenía, el cual llevaba inscrita en un extremo, en color azul pastel, la mención: A lo largo de la senda del Himalaya, y la marca de la sociedad competidora, El Pensamiento Brillante.
—Producto de la competencia —corroboró Weill con los labios apretados—. Aún no ha sido publicado. ¿De dónde lo ha sacado, Frank?
—No importa. Únicamente deseo que lo examine.
Weill suspiró.
—Parece que hoy todo el mundo desea que yo absorba sueños. Frank, ¿no será pornografía?
Belanger respondió con impertinencia:
—Tiene sus símbolos freudianos. Angostas grietas profundas entre los picos montañosos. Espero que no le desazone.
—Soy un viejo. Dejó de desazonarme hace años. Sin embargo, lo que me ha presentado el representante del gobierno era de tan baja calidad que asqueaba… Bien, veamos lo que me ha traído usted.
De nuevo el registrador. Otra vez el descongelador sobre el cráneo y las sienes. Sólo que, en esta ocasión, Weill se quedó arrellanado en su butaca por espacio de quince minutos, o tal vez más, mientras Francis Belanger consumía un par de cigarrillos.
Cuando Weill se despojó de su casco, parpadeando, Belanger preguntó:
—Bien, ¿cuál es su reacción, patrón?
Weill frunció el entrecejo.
—No corresponde a mi estilo. Demasiado repetitivo. Con una competencia como ésta, Sueños Inc. no tiene nada que temer por algún tiempo.
—En eso comete un error, patrón. El Pensamiento Brillante ganará con un género como éste. Hemos de hacer algo.
—Escuche, Frank…
—No, escúcheme usted a mí. El porvenir está en esto.
—¿En esto? —Weill se quedó mirando el cilindro con aire de semi-burlona duda—. Un trabajo de aficionados, puramente repetitivo. Sus armónicos carecen de sutilidad. La nieve presenta un definido sabor a sorbete de limón. ¿Quién saborea ya un sorbete de limón en la nieve en nuestros días, Frank? En los tiempos antiguos, sí. Hace veinte años, acaso. Cuando Lyman Harrison compuso sus Sinfonías de la Nieve para la venta en el sur, fue una gran cosa. Sorbete, y cimas montañosas acarameladas, y riscos y laderas cubiertos de chocolate. Una especie de tarta plástica, Frank. Pero en nuestros días, eso ya no funciona.
—No va usted a tono con los tiempos, patrón —repuso Belanger—. Le hablaré con toda sinceridad. Cuando comenzó con este negocio, cuando adquirió las patentes y empezó a lanzarlas, los ensueños significaban un producto de lujo. El mercado era reducido e individual. Uno podía permitirse producir ensueños especializados y venderlos al reducido público a elevados precios.
—Lo sé —asintió Weill—. Y eso lo hemos mantenido. Pero también hemos creado un negocio rentable con productos para las masas.
—Si, es cierto, pero resulta insuficiente. Nuestros sueños tienen sutileza, sí. Y pueden ser utilizados reiteradamente. A la décima vez, se hallan en ellos nuevas cosas, producen todavía un nuevo placer. ¿Pero cuántos verdaderos entendidos hay? Y otra cosa además. Vendemos un género sumamente individualizado. En primera persona.
—¿Y bien?
—Pues que El Pensamiento Brillante está abriendo salas de ensoñación. Han inaugurado una en la ciudad de Nashville, con capacidad para trescientas plazas. Entra uno, se sienta, se coloca su casco y recibe su sueño, el mismo para cada uno de los asistentes.
—He oído hablar de la cuestión, Frank. Ya se hizo antes. No dio resultado la primera vez, y tampoco lo dará ahora. ¿Y quiere saber por qué? Porque, en primer lugar, el sueño es un asunto privado. ¿Le gustaría que su vecino supiese lo que está usted soñando? En segundo lugar, en una sala de ese tipo los ensueños han de ajustarse a un plan determinado, ¿no es así? Por lo tanto, el soñador no sueña cuando lo desea, sino cuando cualquier gerente decide que lo haga. Y por último, el sueño que complace a una persona, disgusta a la otra. Le garantizo que la mitad de las personas que ocupen esas trescientas butacas quedarán insatisfechas.
Lentamente, Belanger se enrolló las mangas de la camisa y se desabrochó el cuello.
—Patrón —dijo al fin—, usted desvaría. ¿De qué sirve demostrar que no dará resultado? Ya lo está dando. Hoy mismo, he oído que El Pensamiento Brillante ha adquirido un terreno para una sala de mil plazas en San Luis. A la gente se la puede acostumbrar al ensueño público, a aceptar que los demás tengan el mismo sueño. Y los soñadores se ajustarán a tenerlo en un momento dado, puesto que les resulta barato y conveniente. ¡Diablos, patrón! Se trata de una cuestión de tipo social. Un joven y una muchacha acuden a una sala de ésas y absorben cualquier romanticismo vulgar, con armónicos estereotipados y situaciones triviales. Sin embargo, al salir todavía les titilan las estrellas en el pelo. Han vivido juntos el mismo sueño. Han experimentado las mismas emociones, por muy chapuceras que sean. Se encuentran a tono, patrón. Apostaría cien contra uno a que vuelven a la sala de los sueños, y todas sus amistades también.
—¿Y si no les gusta el ensueño que se les presenta?