Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
A la sazón se hallaba sudoroso y nervioso, y George, a quien ya habían dejado de llamar «Bocazas», y que respondía ahora al breve y gutural monosílabo «George», se divertía enormemente al verlo.
Se hallaban de nuevo en aquella enorme sala en la que estuvieran diez años atrás, y a la que no habían vuelto durante este intervalo. Fue como si un sueño nebuloso del pasado se corporeizase de pronto. Durante los primeros minutos, George se quedó muy sorprendido al ver que todo parecía más pequeño y abarrotado de como él lo recordaba; luego pensó que él había crecido.
La multitud era más reducida que en aquel día, tan lejano ya. Además, estaba compuesta exclusivamente por muchachos. Las chicas habían sido convocadas para otra fecha.
Trevelyan se inclinó hacia él para decirle:
—¡Vaya una manera de hacernos esperar!
—La burocracia —dijo George—. Es inevitable.
—¿Por qué te muestras tan tolerante con ellos? —bufó Trevelyan.
—¿Para qué preocuparme?
—Vamos, chico, a veces eres inaguantable. Ojalá termines como Estercolero Diplomado, para poder verte la cara cuando trabajes.
Sus oscuros ojos se pasearon con expresión ansiosa por la multitud de muchachos.
George también miró a su alrededor. El sistema era distinto del que habían empleado con los niños. Todo se desarrollaba más lentamente, y al principio les entregaron una hoja con instrucciones impresas (una ventaja sobre los prelectores). Los nombres de Platen y Trevelyan quedaban bastante abajo según el orden alfabético, pero esta vez ambos lo sabían.
De las salas de educación salían los muchachos, con el ceño fruncido y el enojo pintado en sus semblantes; recogían sus ropas y efectos, y luego se iban a la sección de análisis para enterarse del resultado.
Cada uno de ellos, al salir, se veía rodeado por un grupo de jóvenes, que le asaeteaban a preguntas:
—¿Cómo ha ido? ¿Qué sensación produce? ¿Crees que lo has hecho bien? ¿Te sientes diferente?
Las respuestas eran vagas e imprecisas.
George se esforzó por mantenerse apartado de los grupos. De nada servía excitarse. Todos decían que se tenían mayores probabilidades de éxito conservando la calma. Aun así, notaba un sudor frío en las palmas de las manos. Tenía gracia que con el paso de los años se experimentasen nuevas tensiones.
Por ejemplo, los profesionales altamente especializados que se dirigían a un Mundo Exterior iban acompañados de sus respectivos cónyuges. Era importante mantener el equilibrio emotivo inalterado en todos los mundos. ¿Y qué chica se negaría a acompañar a un muchacho destinado a un mundo clasificado como Grado A? George todavía no pensaba en ninguna chica determinada; a decir verdad, las chicas no le interesaban por el momento. Una vez fuese Programador, una vez pudiese poner, detrás de su nombre, Programador de Computadora Diplomado, realizaría su elección, como un sultán en un harén. Esta idea le excitó, y trató de desecharla. Debía guardar la compostura.
Trevelyan murmuró:
—¿No quieres explicarme esto? Primero dicen que es mejor mantenerse tranquilo y descansado. Luego te hacen pasar por esta larga espera, después de la cual resulta imposible conservar la calma y la tranquilidad.
—Tal vez lo hagan adrede. En primer lugar, así pueden distinguir a los chicos de los hombres. Calma, Trev.
—¡Bah, cállate! —rezongó Trevelyan.
Entonces le llegó el turno a George. No le llamaron por su nombre. Éste apareció en letras luminosas en el tablón de anuncios.
Se despidió de Trevelyan con un gesto amistoso.
—Calma, muchacho. No te dejes impresionar.
Estaba muy contento cuando entró en la sala de prueba. Contento de verdad.
El hombre sentado ante la mesa le preguntó:
—¿George Platen?
Durante un instante fugaz, la mente de George evocó vívidamente la imagen de otro hombre que, diez años atrás, le había hecho la misma pregunta. Casi le pareció que aquél era el mismo hombre y que él, George, volvía a tener ocho años, como el día en que cruzó el umbral de aquella sala.
Pero cuando el individuo sentado ante la mesa levantó la cabeza, sus facciones no correspondían en absoluto con las de aquel súbito recuerdo. La nariz era bulbosa, el cabello, ralo y grueso, y la piel de la mejilla le pendía fláccidamente, como si hubiese adelgazado de pronto tras haber estado muy grueso.
George volvió de nuevo a la realidad cuando vio el enojo reflejado en el semblante de aquel individuo.
—Sí, soy George Platen, señor.
—Dilo, pues. Yo soy el doctor Zachary Antonelli, y dentro de poco seremos amigos íntimos.
Contempló unas pequeñas tiras de película, levantándolas para mirarlas al trasluz con ojos de búho.
George dio un respingo. Muy vagamente, recordó que el otro médico (cuyo nombre había olvidado) había mirado unas películas parecidas. ¿Serían las mismas? Aquel otro médico había fruncido el ceño, y éste le estaba mirando con expresión encolerizada.
Su contento se había esfumado.
El doctor Antonelli abrió un grueso expediente, que colocó en la mesa ante él, y apartó cuidadosamente los trozos de película.
—Aquí dice que quieres ser Programador de Computadora.
—Sí, doctor.
—¿Sigues con esa idea?
—Sí, señor.
—Es una posición llena de responsabilidad, y muy fatigosa. ¿Te sientes capaz de ocuparla?
—Sí, señor.
—La mayoría de los preeducandos no ponen ninguna profesión determinada. Supongo que les asusta la idea de no estar a la altura de ella.
—Sí, doctor Antonelli, eso debe de ser.
—¿Y tú, no tienes miedo?
—Prefiero ser franco y decirle que no, doctor.
El doctor Antonelli asintió, pero sin que su expresión se suavizase lo más mínimo.
—¿Por qué quieres ser Programador?
—Como usted ha dicho, doctor, es una posición de responsabilidad y de mucho trabajo. Es un empleo importante y lleno de emoción. Me gusta, y me creo capacitado para desempeñarlo.
El doctor Antonelli apartó el expediente, y miró a George con acritud. Luego le preguntó:
—¿Y cómo sabes que te gusta? ¿Porque crees que te enviarán a un planeta de Grado A?
George, desazonado, se dijo: «Está tratando de confundirte. Tú tranquilo, y respóndele con franqueza.»
Dijo entonces:
—Creo que un Programador tiene muchas probabilidades para que le envíen a un planeta de Grado A, doctor, pero aunque me quedase en la Tierra, sé que me gustaría.
«Eso es cierto. No estoy mintiendo», pensó George.
—Muy bien. ¿Y cómo lo sabes?
Le hizo esta pregunta como si supiese de antemano que no podría responderla. George apenas pudo contener una sonrisa. Podía responderla.
—He leído cosas sobre Programación, doctor.
—¿Que has hecho qué?
El médico se mostraba sinceramente sorprendido, lo cual produjo gran satisfacción a George.
—Leer sobre Programación, doctor. Compré un libro que trataba de ese tema y lo he estado estudiando con interés.
—¿Un libro para Programadores Diplomados?
—Sí, doctor.
—Pero no era posible que lo entendieses.
—Al principio no. Adquirí otros libros sobre Matemáticas y Electrónica. Me las arreglé para comprenderlos. Todavía no sé mucho, pero sí lo bastante para saber que eso me gusta, y que puedo estudiarlo.
(Ni siquiera sus padres habían logrado descubrir el escondrijo donde guardaba sus libros. Tampoco sabían por qué pasaba tanto tiempo encerrado en su habitación, ni que robaba horas al sueño para estudiar.)
El médico tiró de los pliegues de piel que le pendían bajo la barbilla.
—¿Qué te proponías al hacer eso, muchacho?
—Quería estar seguro que la Programación me gustaría, doctor.
—Pero tú ya sabías, supongo, que sentir interés por una cosa no significa nada. Uno puede sentir verdadera pasión por un tema, pero si la conformación física de su cerebro indica que sería más útil haciendo otra cosa, eso es lo que hará. Supongo que sabías eso, ¿no?
—Sí, me lo dijeron —dijo George, cautelosamente.
—Entonces puedes creerlo. Es verdad.
George guardó silencio.
El doctor Antonelli prosiguió:
—¿O acaso crees que el estudio de un tema determinado inclina a las neuronas en esa dirección, como esa otra teoría según la cual una mujer encinta sólo necesita escuchar en forma reiterada obras maestras de música, para que el hijo que nazca llegue a ser un gran compositor? ¿Tú también crees eso?
George enrojeció. Desde luego, lo había pensado. Estaba seguro que si dirigía constantemente su intelecto en la dirección deseada, conseguiría el resultado apetecido. Confiaba principalmente en esta idea para conseguirlo.
—Yo nunca… —empezó a decir, sin poder terminar la frase.
—Pues no es cierto. Tienes que saber, jovenzuelo, que la conformación de tu cerebro viene determinada ya desde el mismo día de tu nacimiento. Puede alterarse a consecuencia de un golpe que produzca lesiones en las células, o por una hemorragia cerebral, un tumor o una infección grave…, pero en todos estos casos el cerebro quedará dañado. Te aseguro que el hecho que pienses algo determinado con insistencia no le afecta en absoluto.
Contempló pensativo a George, para añadir:
—¿Quién te dijo que hicieras eso?
George, ya muy desazonado, tragó saliva y contestó:
—Nadie, doctor, fue idea mía.
—¿Quién sabía que lo hacías? ¿Había alguien que lo supiese, además de ti?
—Nadie, doctor; lo hice sin mala intención.
—¿Quién habla de eso? Yo únicamente lo considero una pérdida de tiempo. ¿Por qué no se lo dijiste a nadie?
—Pensé…, pensé que se reirían de mí.
(Recordó de pronto una reciente conversación que había sostenido con Trevelyan. George abordó el tema cautelosamente, como si se tratase de algo sin importancia que se le había ocurrido y que se hallaba situado en las zonas más periféricas de su mente; algo relativo a la posibilidad de aprender una materia cargándola a mano en el cerebro, por así decirlo, a trocitos y fragmentos. Trevelyan vociferó: «George, antes de poco tiempo les estarás sacando brillo a tus zapatos y cosiéndote tus propias camisas». Entonces estuvo contento de haber mantenido tan celosamente su secreto.)
El doctor Antonelli colocó en diversas posiciones las películas que antes había examinado. Efectuó esta operación en silencio, sumido en sus propios pensamientos y con expresión enfurruñada. Luego dijo:
—Voy a analizarte. Por aquí no vamos a ninguna parte.
Colocó los electrodos en las sienes de George. Sonó un zumbido. El muchacho recordó de nuevo, claramente, lo ocurrido diez años antes.
Las manos de George estaban bañadas en sudor frío; el corazón le latía desaforadamente. Había cometido una estupidez al revelar su secreto al doctor.
La culpa era de su condenada vanidad, se dijo. Había querido demostrar lo listo que era, el carácter emprendedor que poseía. Pero sólo había conseguido mostrarse supersticioso e ignorante, despertando la hostilidad del doctor.
Y por si fuese poco, se había puesto tan nervioso que estaba seguro que los datos que suministraría el analizador no tendrían ni pies ni cabeza.
No se dio cuenta del momento en que le quitaron los electrodos de las sienes. El espectáculo del doctor, que le miraba con aire pensativo, penetró en su conciencia, y eso fue todo; los hilos conductores ya no se veían. George hizo de tripas corazón con gran esfuerzo. Había renunciado ya a su ambición de ser Programador. En el espacio de diez minutos, todas sus ambiciones se habían desmoronado.
Con voz afligida, preguntó:
—No, ¿verdad?
—¿No qué?
—No seré Programador…
El médico se frotó la ancha nariz y dijo:
—Recoge tus ropas y todos tus efectos personales y vete a la habitación 15-C. Allí está tu expediente, junto con mi informe.
Estupefacto, George preguntó:
—¿Ya estoy educado? Yo pensé que esto sólo era…
El doctor Antonelli tenía la vista fija en su mesa.
—Todo te lo explicarán a su debido tiempo. Haz lo que te ordeno.
George sintió algo muy parecido al pánico. ¿Qué le estaba ocultando? Seguramente, que no servía para otra cosa que para Obrero Diplomado. Iban a prepararle para esa profesión; iban a hacerle los ajustes necesarios.
De pronto estuvo seguro de ello, y sólo haciendo un gran esfuerzo de voluntad consiguió ahogar un grito de desesperación.
Volvió dando traspiés a su lugar de espera. Trevelyan ya no estaba allí, hecho que le hubiera aliviado si hubiese sido capaz de darse cuenta cabal de lo que le sucedía. En realidad, apenas quedaba nadie, y los pocos que quedaban en la sala se hallaban demasiado cansados por la forzosa espera que les imponía su situación de cola en el alfabeto para darse cuenta de la terrible mirada de cólera y odio con que él los fulminó.
¿Qué derecho tenían ellos a ser técnicos mientras él sería un simple Obrero? ¡Un Obrero! ¡Estaba seguro!
Un guía vestido con uniforme rojo le acompañó por los atestados corredores junto a los cuales se alineaban habitaciones que contenían los diversos grupos: Mecánicos del Motor, Ingenieros de la Construcción, Agrónomos… Había centenares de profesiones especializadas, y la mayoría de ellas se hallaban representadas en aquella pequeña población por uno o dos diplomados, en el peor de los casos.
De todos modos, él los detestaba por igual: a los Estadísticos y los Contables, los de poca categoría y los más importantes. Los detestaba porque ahora ya poseían sus bonitos conocimientos, sabían cuál sería su destino, mientras que él, todavía vacío, seguía preso en los engranajes burocráticos.
Llegó a la habitación 15-C, le introdujeron en ella y le dejaron en una sala vacía. Por un momento, el corazón le dio un brinco de alegría. Si fuera aquélla la sala de clasificación de Obreros, sin duda hubiera habido docenas de muchachos reunidos.
Una puerta se hundió en su alvéolo en el extremo opuesto de un tabique de un metro de altura y entró en la estancia un anciano de níveos cabellos. Le dirigió una sonrisa, exhibiendo una dentadura perfecta, evidentemente postiza; pero de todos modos, mostraba todavía un semblante terso y sonrosado, y su voz era vigorosa.
—Buenas tardes, George —le dijo—. Por lo que veo, nuestro sector solamente tiene uno de ustedes esta vez.
—¿Sólo uno? —dijo George, confuso.