Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
El doctor Morton frunció el ceño cuando Roger entró. Tenía unos ojos pequeños, y exhibía un hirsuto bigote mal recortado y un traje desaliñado. Poseía una moderada reputación en el mundo científico, y una decidida inclinación a dejar las tareas de enseñanza en manos de los miembros de su departamento.
—Mire, Toomey —dijo—, he recibido una carta de lo más extraña de Linus Deering. Usted le escribió el… —Consultó un papel sobre su escritorio—. El veintidós del mes pasado. ¿Es ésta su firma?
Roger miró y asintió. Ansiosamente, intentó leer del revés la carta de Deering. Aquello era inesperado. De las cartas que había enviado el día del incidente con la señorita Harroway, hasta aquel momento sólo cuatro habían sido contestadas.
Tres de ellas habían consistido en frías respuestas de un sólo párrafo, que decían más o menos: “Acuso recibo de su carta del veintidós. No creo que pueda ayudarle en el asunto que me plantea”. Una cuarta, la de Ballantine, del Northwestern Tech, había sugerido torpemente un instituto de investigaciones psíquicas. Roger no pudo decidir si estaba intentando ayudarle o si le insultaba.
Leering, de Princeton, hacía el número cinco. Había puesto grandes esperanzas en Deering.
El doctor Morton carraspeó fuertemente y se ajustó las gafas.
—Quiero leerle lo que dice. Siéntese, Toomey, siéntese. Dice: “Querido Phil…”.
El doctor Morton alzó brevemente la vista, con una sonrisa fatua.
—Linus y yo nos conocimos en las reuniones de la Federación el año pasado —explicó—. Tomamos unas cuantas copas juntos. Es un tipo encantador.
Se ajustó de nuevo las gafas, y volvió a la carta:
»Querido Phil: ¿Hay un tal doctor Roger Toomey en tu departamento? Recibí una carta suya realmente extraña el otro día. Te aseguro que no sé qué hacer con ella. Al principio pensé olvidarla, como una más de esas cartas de chiflados que recibimos todos. Luego pensé que puesto que la carta llevaba el membrete de tu departamento, tú deberías saber algo sobre ello. Claro que es posible que alguien esté utilizando a tu personal como parte de un embaucamiento. Te adjunto la carta del doctor Toomey para que la examines. Espero poder visitar algún día vuestra parte del país…« Bien, el resto es personal.
El doctor Morton dobló la carta, se quitó las gafas, las colocó en un estuche de piel, y se metió éste en el bolsillo superior de su chaqueta. Entrelazó los dedos y se inclinó hacia delante.
—Bien —dijo—, creo que no hay necesidad de que le lea su propia carta. ¿Se trata de alguna broma? ¿Un engaño?
—Doctor Morton —dijo Roger lentamente—, estaba hablando en serio. No veo nada malo en mi carta. La envié a unos cuantos físicos. Habla por sí misma. He hecho observaciones de un caso de levitación, y deseaba información acerca de posibles explicaciones teóricas a un tal fenómeno.
—¡Levitación! ¿De veras?
—Es un caso auténtico, doctor Morton.
—¿Lo observó usted personalmente?
—Por supuesto.
—¿Nada de hilos ocultos? ¿Nada de espejos? Mire, Toomey, usted no es un experto en estos fraudes.
—Fue una serie absolutamente científica de observaciones. No hay ninguna posibilidad de fraude.
—Hubiera debido consultarme, Toomey, antes de enviar esas cartas.
—Quizá hubiera debido hacerlo, doctor Morton, pero francamente, pensé que podría mostrarse usted… reacio.
—Bien, gracias. Hubiera debido esperar algo así. Y con el membrete del departamento. Me siento realmente sorprendido, Toomey. Mire, su vida es suya. Si desea usted creer en la levitación, adelante, pero hágalo estrictamente en su tiempo libre. En bien del departamento y de la universidad, debería resultarle obvio que este tipo de cosas no puede interferir con sus asuntos docentes.
»De hecho, observo que ha perdido usted algo de peso recientemente, ¿no es así, Toomey? Sí, no tiene en absoluto buen aspecto. Si yo fuera usted, iría a ver a un médico. Un especialista de los nervios, quizá.
—¿No cree que sería mejor un psiquiatra? —dijo Roger amargamente.
—Bien, eso es enteramente asunto suyo. En cualquier caso, un poco de descanso…
El teléfono había sonado, y la secretaria había atendido la llamada. Ahora le hizo una seña al doctor Morton, y éste tomó su extensión.
—¿Sí…? —dijo—. Ah, doctor Smithers, sí… Humm… Sí… ¿Relativo a quién?… Bueno, de hecho, está aquí conmigo precisamente ahora… Sí… Sí, inmediatamente.
Colgó el teléfono, y miró pensativo a Roger.
—El decano desea vemos a los dos.
—¿Acerca de qué, señor?
—No lo ha dicho. —Se levantó y se dirigió hacia la puerta—. ¿Viene, Toomey?
—Sí, señor.
Roger se puso en pie despacio, anclándose cuidadosamente con la puntera de sus zapatos en la parte inferior del escritorio del doctor Morton mientras lo hacía.
El decano Smithers era un hombre delgado con un largo rostro ascético. Su dentadura postiza encajaba tan mal en su boca que hacía que al pronunciar las sibilantes sonaran como un medio silbido.
—Cierre la puerta, señorita Bryce —dijo—, y no me pase ninguna llamada telefónica hasta que la avise. Siéntense, caballeros.
Se los quedó mirando ominosamente, y añadió:
—Creo que será mejor que vaya directamente al asunto. No sé exactamente lo que está haciendo el doctor Toomey, pero debe pararlo.
El doctor Morton se volvió hacia Roger, sorprendido.
—¿Qué ha estado usted haciendo?
Roger se alzó desalentadamente de hombros.
—Nada que yo pueda evitar.
Después de todo, había subestimado las habladurías de los estudiantes.
—Oh, vamos, vamos. —El decano mostró impaciencia—. Estoy seguro de que no conozco lo suficiente de la historia como para juzgar, pero parece que es usted el centro de todas las habladurías; habladurías que son completamente impropias del espíritu y la dignidad de esta institución.
—No sé nada de todo eso —dijo el doctor Morton.
El decano frunció el ceño.
—Entonces parece usted más bien sordo. Me resulta sorprendente la forma en que el cuerpo docente puede permanecer en la completa ignorancia de asuntos que saturan por entero el cuerpo estudiantil. Nunca antes me había dado cuenta de ello. Yo mismo lo oí por accidente; por un accidente muy afortunado, de hecho, puesto que conseguí interceptar a un periodista que llegó esta mañana buscando a alguien llamado “el doctor Toomey, el profesor volante”.
—¿Qué? —gritó el doctor Morton.
Roger escuchó con desaliento.
—Eso es lo que dijo el periodista. Cito sus propias palabras. Parece que uno de nuestros estudiantes llamó a su periódico. Eché al periodista e hice venir al estudiante a mi despacho. Según él, el doctor Toomey voló…, y utilizo la palabra “voló” porque así fue como insistió el estudiante en llamarlo…, bajando todo un tramo de escalones y volviendo a subirlos luego. Afirmó que hubo docenas de testigos.
—Solamente los bajé —murmuró Roger.
El decano Smithers estaba ahora recorriendo arriba y abajo la alfombra de su despacho. Parecía ser presa de una elocuencia febril.
—Ahora escuche, Toomey. No tengo nada contra las representaciones de aficionados. Desde mi llegada a este puesto he luchado denodadamente contra la pomposidad y la falsa dignidad. He animado el hermanamiento entre los distintos cuerpos de la facultad, y jamás he puesto objeción a una confraternización razonable con los estudiantes. Así que no puedo objetar nada si desea usted un show a sus estudiantes, en su propia casa.
»Seguramente se dará usted cuenta de lo que puede ocurrirle a la universidad si la prensa irresponsable la toma con nosotros. ¿Debemos dejar que el delirio hacia un profesor volante sustituya al delirio hacia los platillos volantes? Si los periodistas entran en contacto con usted, doctor Toomey, espero que niegue categóricamente todos los hechos que se le imputan.
—Comprendo, decano Smithers.
—Confío en que logremos salirnos de este incidente sin daño apreciable. Debo pedirle, con toda la firmeza que me confiere mi cargo, que nunca repita su…, esto…, hazaña. Si vuelve a ocurrir, me veré obligado a solicitar su dimisión. ¿Ha comprendido bien, doctor Toomey?
—Sí —dijo Roger.
—En ese caso, buenos días, caballeros.
El doctor Morton condujo a Roger de vuelta a su despacho. Esta vez, despidió a su secretaria y cerró cuidadosamente la puerta tras él.
—Por todos los cielos, Toomey —murmuró—, ¿tiene esta locura alguna conexión con su carta acerca de la levitación?
Los nervios de Roger estaban a punto de estallar.
—¿No resulta obvio? En esas cartas me refería a mí mismo.
—¿Puede usted volar? ¿Quiero decir, levitar?
—Puede utilizar la palabra que más le guste.
—Nunca he oído de tal… Maldita sea, Toomey, ¿le vio alguna vez levitar la señorita Harroway?
—En una ocasión. Fue un accid…
—Por supuesto. Ahora todo resulta obvio. Estaba tan histérica que era difícil entender lo que decía. Contó que usted saltó hacia ella. Sonaba como si estuviera acusándole de…, de… —El doctor Morton parecía azarado—. Bueno, yo no la creí. Era una buena secretaria, entiéndalo, pero obviamente no una de esas destinadas a atraer la atención de un hombre. Me sentí realmente aliviado cuando se fue. Pensé que la próxima vez se presentaría con un revólver, o acusándome a mí… Usted…, usted levitó, ¿no?
—Sí.
—¿Cómo lo hace?
Roger agitó la cabeza.
—Ese es mi problema. No lo sé.
El doctor Morton se permitió una sonrisa.
—¿Seguro que no repele la ley de la gravedad?
—Sí, creo que es eso. Debe de haber algo relacionado con la antigravedad mezclado en el fenómeno, no sé cómo.
La indignación del doctor Morton ante el hecho de que una broma como aquella fuera tomada en serio era evidente.
—Mire, Toomey, eso no es algo que pueda tomarse a risa.
—Tomarse a risa. Santo cielo, doctor Morton, ¿tengo el aspecto de estarme riendo?
—Bueno…, necesita usted un descanso. Sin discusión. Un poco de descanso, y esa tontería suya pasará. Estoy seguro de ello.
—No es ninguna tontería. —Roger agitó un momento la cabeza, luego dijo, con tono tranquilo—: Le diré una cosa, doctor Morton, ¿le gustaría colaborar conmigo en esto? En cierto sentido, es algo que puede abrir nuevos horizontes en las ciencias físicas. No sé como funciona; simplemente no puedo concebir ninguna solución. Los dos, juntos…
La expresión de horror del doctor Morton era a aquellas alturas inconfundible.
—Sé que suena extraño —insistió Roger—. Pero se lo demostraré. Es algo completamente auténtico. Querría que no lo fuese.
—Oh, vamos. —El doctor Morton saltó de su silla—. No se canse. Necesita usted urgentemente un descanso. No creo que deba aguardar hasta junio. Váyase a casa ahora mismo. Veré que se le siga abonando su sueldo, y yo mismo me encargaré de sus clases. Solía hacerlo antes, ya sabe.
—Doctor Morton, esto es importante.
—Lo sé, lo sé. —El doctor Morton le dio una palmada en el hombro—. De todos modos, muchacho, tiene usted muy mal aspecto. Hablando francamente, tiene usted un aspecto infernal. Necesita un largo descanso.
—Puedo levitar. —La voz de Roger estaba subiendo nuevamente de volumen—. Usted intenta librarse de mí porque no me cree. ¿Piensa que estoy mintiendo? ¿Cuáles podrían ser mis motivos?
—Se está excitando innecesariamente, muchacho. Déjeme llamar por teléfono. Haré que alguien le lleve a casa.
—Le digo que puedo levitar —gritó Roger.
El doctor Morton se puso rojo.
—Mire, Toomey, no sigamos discutiendo eso. No me importaría aunque se echase a volar por los aires en este mismo momento.
—¿Quiere decir que ver no significa creer, en lo que a usted respecta?
—¿En la levitación? Por supuesto que no. —El jefe del departamento estaba casi vociferando—. Si le viera a usted volar, iría a ver a un optometrista o a un psiquiatra. Antes creeré que estoy loco que el que las leyes de la física…
Se interrumpió, y carraspeó fuertemente.
—Bien, como ya he dicho, no discutamos sobre eso. Voy a llamar por teléfono.
—No es necesario, señor. No es necesario —dijo Roger—. De acuerdo. Me tomaré un descanso. Adiós.
Salió rápidamente, caminando con más brío que nunca lo había hecho en los últimos días. El doctor Morton, de pie, las manos apoyadas planas sobre su escritorio, se quedó contemplando con alivio la espalda de Toomey mientras se alejaba.
James Sarle, el médico, se hallaba en la sala de estar cuando Roger llegó a casa. En el momento en que éste cruzó la puerta, el médico estaba encendiendo su pipa con una mano de recios nudillos rodeando la cazoleta. Sacudió el fósforo para apagarlo, y su rubicundo rostro se frunció en una sonrisa.
—Hola, Roger. ¿Dimitiendo de la raza humana? No he sabido nada de ti desde hace más de un mes.
Sus negras cejas se juntaron sobre el puente de la nariz, dándole una apariencia más bien condescendiente, que de alguna forma le ayudaba a establecer una atmósfera adecuada con sus pacientes.
Roger se volvió hacia Jane, que permanecía hundida en un sillón. Como de costumbre últimamente, su rostro mostraba una expresión de lánguido agotamiento.
—¿Por qué lo has traído aquí? —le dijo Roger.
—¡Alto! Alto, hombre —dijo Sarle—. Nadie me ha traído. Esta mañana encontré a Jane en el centro, y me invité. Soy más grande y fuerte que ella; no pudo impedirlo.
—Os encontrasteis por mera coincidencia, supongo. ¿Das hora también para tus coincidencias?
Sarle se echó a reír.
—Digámoslo de esta otra forma: ella me habló un poco de lo que ha estado pasando aquí.
—Siento que no estés de acuerdo, Roger —dijo Jane débilmente—, pero ha sido la primera oportunidad que he tenido de hablar con alguien que pueda comprender.
—¿Qué te hace pensar que él puede comprender? Dime, Jim, ¿crees su historia?
—No es una cosa fácil de creer —dijo Sarle—. Lo admito. Pero lo estoy intentando.
—Está bien, supón que vuelo. Supón que me pongo a levitar ahora mismo. ¿Qué harías?
—Supongo que desmayarme. Quizás exclamara: “¡Santo Dios!”. Quizá me echara a reír a carcajadas. ¿Por qué no lo probamos, y vemos lo que pasa?
Roger se lo quedó mirando fijamente.
—¿De veras deseas verlo?
—¿Por qué no iba a desearlo?
—Aquellos que lo han visto hasta ahora se han puesto a gritar, han echado a correr o se han quedado helados de horror. ¿Podrás soportarlo, Jim?