Cuentos completos (458 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

BOOK: Cuentos completos
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—¿Yo? —dijo Gonzalo dubitativamente.

—Era su hermana, señor —dijo Henry suavemente.

El factor más evidente (1973)

“The Obvious Factor”

Thomas Trumbull echó una mirada alrededor de la mesa y dijo con cierta satisfacción:

—Bien, por lo menos SU retrato no pasará al olvido, Voss. Nuestro artista residente no se encuentra aquí… ¡Henry!

—No, señor —repuso éste tranquilamente. Geoffrey Avalon iba por la mitad de su segunda copa, y mientras la agitaba distraídamente dijo:

—Después de la historia del asesinato de su hermana, pudiera ser que…

Sin completar la frase puso su copa cuidadosamente frente al asiento que iba a ocupar. El banquete mensual de los Viudos Negros estaba apunto de comenzar.

Trumbull, quien oficiaba de anfitrión, ocupó el sillón ala cabecera de la mesa y dijo:

—¿Conoces ya los nombres de todos, Voss? A mi izquierda está James Drake. Es químico, pero sabe más de literatura barata que de química, lo que no es mucho. Después, Geoffrey Avalon —un abogado que nunca pisó la sala de los tribunales-; Emmanuel Rubin —que suele escribir entre conversación y conversación, es decir casi nunca—, y Roger Halsted… Roger, ¿no nos harás sufrir con una de tus estrofas esta noche, o sí?

—¿Una estrofa? —dijo el invitado de Trumbull, hablando por primera vez. Era una voz agradable, aguda y sin embargo rica en inflexiones, que pronunciaba las consonantes cuidadosamente. Usaba una barba blanca, recortada elegantemente, que le cubría el mentón y las mejillas, y su cabello era blanco, también. Un rostro juvenil brillaba en medio de esa barrera blanca—. ¿Un poeta, entonces?

—¡Poeta! —resopló Trumbull—. Ni siquiera un matemático, que es lo que él afirma ser. Insiste en escribir una quintilla por cada canto de la
Ilíada
.

—Y de la Odisea —agregó Halsted con voz tímida y apresurada—. Sí, tengo mi nueva estrofa.

—¡Muy bien! La petición no ha lugar —dijo Trumbull—. No la podrás leer. Es mi privilegio como anfitrión.

—¡Oh, por amor de Dios! —rogó Avalon mientras la desilusión se pintaba en su rostro fino y bien conservado—. Déjenlo recitar al pobrecito. Le lleva sólo treinta segundos y yo lo encuentro divertido.

Trumbull hizo como si no lo hubiese oído.

—¿Todos ustedes conocen a mi invitado? El Dr. Voss Eldridge. Es doctor en filosofía. También Drake lo es, Voss, aunque todos nosotros somos doctores por el hecho de ser miembros de los Viudos Negros.

Alzando su copa, recitó el brindis ritual al Viejo King Cole y la comida dio comienzo oficialmente.

Halsted, quien había estado susurrando algo en el oído de Drake, le alcanzó un papel. Drake se levantó y recitó:

Entonces un licio con acierto raro

dispara una flecha por Zeus enviada.

¿Quién confiará en los Troyanos

si la astucia traidora de Pándaro
[26]

da fin a la tregua recién proclamada?

—¡Maldición! —exclamó Trumbull—. Ordené que no se leyera.

—Que yo no la leyera —dijo Halsted—. La leyó Drake.

—Es una desilusión no tener a Mario aquí —dijo Avalon—. Preguntaría qué significa.

—Adelante, Jeff —dijo Rubin—. Fingiré que no entiendo y tú me explicas.

Pero Avalon mantuvo un silencio digno mientras Henry servía la entrada y Rubin la miraba fijamente con su habitual desconfianza.

—Detesto las cosas que están tan molidas y nadando en salsa que no se puede saber de qué están hechas —dijo.

—Creo que lo hallará muy sano —dijo Henry.

—Y ya conoces la honradez de Henry —intervino Drake—. Si él dice que es sano, no le haría mal a una mosca.

—Pruébalo; te va a gustar —dijo Avalon.

Rubin lo probó, pero por su expresión no dio señales de aprobar. Según notaron más tarde, sin embargo, no había dejado nada en el plato.

—¿Hay necesidad de explicar esos versos, Dr. Avalon? ¿Tienen un doble sentido? —preguntó el Dr. Eldridge.

—No, en absoluto; y, por favor, no me llame doctor. Eso es sólo para las ocasiones formales, aunque es muy amable de su parte respetar la idiosincrasia del club. Es sólo que Mario nunca leyó la
Ilíada
; pocos lo hacen en la actualidad.

—Pándaro, según recuerdo, era un mensajero, un intermediario, y de ahí viene el verbo “alcahuetar”. Supongo que esa es “la astucia traidora” que usted menciona en su quintilla.

—¡Oh, no, no! —dijo Avalon, sin conseguir ocultar su deleite—. Usted se refiere al cuento medieval que Shakespeare escribió sobre Troilo y Cresida. En esa obra, Pándaro era un mediador. En la
Ilíada
era simplemente un arquero licio que le disparó a Menelao durante una tregua. Esa fue la astucia traidora. Muere en el próximo libro a manos de Diomedes, un guerrero griego.

—¡Oh! —dijo Eldridge, sonriendo débilmente—. Es fácil equivocarse, ¿no es cierto?

—Sólo si uno se fija —dijo Rubin, pero no pudo evitar una sonrisa cuando llegó el asado. En eso no había equivocación posible respecto a la naturaleza de los ingredientes. Enmantequilló un bollo y lo comió lentamente como dándose tiempo para contemplar la belleza de la carne.

—En realidad —dijo Halsted—, hemos solucionado más de un misterio en las últimas reuniones. Lo hemos hecho bastante bien.

—Lo hicimos pésimamente —dijo Trumbull—. Henry es quien lo hizo bien.

—Cuando digo “nosotros” incluyo a Henry —dijo Halsted, sonrojándose.

—¿Henry? —preguntó Eldridge.

—Nuestro estimado mozo —dijo Trumbull— y miembro honorario de los Viudos Negros.

Henry, que estaba llenando las copas de agua, dijo:

—Sus palabras son un gran honor para mí, señor.

—¡Qué honor ni qué nada! Yo no vendría a ninguna de las reuniones si usted no sirviera la mesa, Henry.

—Muy amable de su parte, señor.

Eldridge permaneció callado y pensativo de ahí en adelante, mientras seguía el hilo de la conversación que, como siempre, aumentaba gradualmente. Drake estaba haciendo cierta intrincada diferenciación entre el Agente Secreto X y el Operador 5, y Rubin —por alguna razón que sólo él conocía— se la discutía.

Drake, que nunca alzaba su voz levemente ronca, dijo:

—El Operador 5 puede haber usado disfraces. No voy a negar eso. Pero “el hombre de las mil caras” era el Agente Secreto X, sin embargo. Puedo enviarte una copia Xerox de la página de una revista de mi biblioteca para probártelo —dijo, y lo anotó en su agenda.

Rubin, oliendo su derrota, cambió su posición en seguida.

—El disfraz, como tal, no existe, de todos modos. Hay un millón de cosas que nadie puede disfrazar: la idiosincrasia de la postura, del modo de caminar, de la voz; un millón de hábitos que uno no puede cambiar porque ni siquiera sabe que los tiene. El disfraz funciona sólo porque nadie mira.

—La gente se engaña a sí misma, en otras palabras —dijo Eldridge interrumpiendo.

—Totalmente —dijo Rubin—. La gente quiere engañarse.

Se sirvió el postre helado y no mucho después Trumbull golpeó su copa de agua con una cuchara.

—Ha llegado el momento de la Inquisición —dijo—. Como Gran Inquisidor cedo mi puesto, ya que soy el anfitrión. Manny, ¿quieres hacer los honores del caso?

—Dr. Eldridge, ¿cómo justifica su existencia? —preguntó Rubin de inmediato.

—Por el hecho de trabajar para distinguir la verdad del error.

—¿Considera que tiene éxito en eso?

—No tan a menudo como quisiera, quizá. Pero, sin embargo, lo mismo que la mayoría. Distinguir la verdad del error es un deseo común; todos intentan hacerlo. Mi interpretación de la hazaña de Pándaro en los versos de Halsted fue errónea y Avalon me corrigió. Usted afirmó que el concepto común sobre el disfraz es erróneo y lo corrigió. Cuando encuentro un error, intento corregirlo si puedo. No siempre es fácil.

—¿En qué forma se expresa esa corrección de lo erróneo, Eldridge? ¿Cómo describiría usted su profesión?

—Soy profesor de Psicología Anormal —dijo Eldridge.

—¿Dónde…? —comenzó a decir Rubin, pero Avalon lo interrumpió con su voz profunda.

—Un momento, Manny. Lo siento, pero esto me huele a una evasiva. Le preguntaste al Dr. Eldridge por su profesión y él te contestó con un título… ¿Qué es lo que usted hace, Dr. Eldridge, para ocupar la mayor parte de su tiempo?

—Investigo fenómenos parapsicológicos —dijo Eldridge.

—¡Dios mío! —musitó Drake, y apagó su cigarrillo.

—¿No merece su aprobación, señor? —inquirió Eldridge, pero no se veía en él ninguna señal de molestia. Luego se volvió hacia Henry y agregó con perfecta calma—: No, gracias. No quiero más café.

Henry se volvió hacia Rubin, quien sostenía su taza en el aire para mostrar que estaba vacía.

—No es cuestión de aprobar o desaprobar —dijo Drake—. Creo que está perdiendo el tiempo.

—¿De qué manera?

—¿Usted investiga la telepatía, la precognición, cosas por el estilo?

—Sí. Y fantasmas y fenómenos espirituales, también.

—Muy bien. ¿Alguna vez se encontró con algo que no pudiera explicar?

—¿Explicar de qué modo? Podría explicar un fantasma diciendo: “Sí, ése es un fantasma”. Supongo que no es eso lo que quiere usted decir.

Rubin lo interrumpió.

—Detesto estar de parte de Drake, ahora; pero él quiere decir, como usted bien sabe, si alguna vez se ha encontrado con algún fenómeno que no pudiera explicar con las prosaicas leyes científicas aceptadas.

—Me he encontrado con muchos fenómenos de ese tipo.

—¿Que usted no podía explicarse? —preguntó Halsted.

—Que no podía explicarme. No pasa un mes sin que aparezca algo sobre mi escritorio que no puedo explicar —dijo Eldridge, asintiendo con la cabeza amablemente.

Hubo un corto silencio de desaprobación palpable y luego Avalon dijo:

—¿Quiere decir con eso que creen en tales fenómenos psíquicos?

—Si lo que usted quiere decir es si yo creo que suceden cosas que violan las leyes de la física… ¡No! Si yo creo, sin embargo, que conozco todo lo que puede saberse sobre las leyes de la física, también no. Y si yo creo que alguien sabe todo lo que puede saberse sobre las leyes de la física, no, por tercera vez.

—Esa es una evasiva —dijo Drake—. ¿Tiene usted alguna evidencia de que exista la telepatía, por ejemplo, y que las leyes de la física, tal como están actualmente aceptadas, tengan que ser modificadas de acuerdo con ella?

—No estoy preparado para afirmar tanto. Bien sé que incluso en las historias más minuciosas hay equivocaciones de buena fe, exageraciones, malas interpretaciones, mentiras deliberadas. Y, sin embargo, aun teniendo en cuenta todo esto, me encuentro con incidentes que no puedo permitirme descartar —Eldridge sacudió la cabeza y continuó—: No es fácil el trabajo que yo hago. Existen algunos incidentes para los cuales ninguna de las explicaciones normales parece servir; en los que la evidencia de algo totalmente fuera de las leyes conocidas que gobiernan el universo parece irrefutable. Parecería que debo aceptarlo… y, sin embargo, dudo. ¿Es posible que esté frente a una mentira tan hábilmente urdida, aun error tan diestramente escondido, que tome por un hecho lo que no es más que tontería? Puedo engañarme, tal como Rubin señaló.

—Manny diría que usted quiere engañarse —dijo Trumbull.

—Quizá quiera. Todos deseamos que algunas cosas insólitas sean realidad. Deseamos poder formular deseos y que se nos concedan, tener extraños poderes, ser irresistibles para las mujeres… y para nuestros adentros conspiramos para creer en tales cosas, por mucho que defendamos la más absoluta racionalidad.

—Yo no —dijo Rubin decididamente—. Nunca me he engañado a mí mismo en mi vida.

—¿No? —preguntó Eldridge, y lo miró pensativamente—. ¿Supongo que se negará entonces a creer en la existencia real de los fenómenos parapsicológicos bajo cualquier circunstancia?

—Yo no diría eso —dijo Rubin—, pero necesitaría algunas evidencias bastante buenas; mejores que las que hasta el momento me han presentado.

—¿Y el resto de ustedes, caballeros?

—Somos todos racionalistas —dijo Drake—. No sé si Mario también, pero él no está aquí esta noche.

—¿Tú también, Tom?

La cara de Trumbull, llena de surcos, se abrió en una torva sonrisa.

—Nunca me han convencido tus cuentos, Voss. No creo que puedan convencerme ahora.

—Nunca te conté cuentos que me convencieran a mí, Tom… Pero ahora tengo uno, algo que nunca te conté y que nadie conoce fuera de mi departamento de investigaciones. Puedo contarlo, y si descubren alguna explicación que no requiera un cambio de la visión científica fundamental sobre el universo, me sentiré muy aliviado.

—¿Una historia de fantasmas? —dijo Eldridge—. Es simplemente una historia que desafía el principio de causa y efecto, la piedra angular sobre la que reposa toda la ciencia. Para decirlo de otro modo, desafía el concepto del transcurso irreversible del tiempo.

—En realidad —dijo Rubin en seguida— es bastante posible, en el nivel subatómico, considerar al tiempo en ambas…

—¡Cállate, Manny —dijo Trumbull—, y deja hablar a Voss!

Silenciosamente, Henry había colocado el coñac frente a cada uno de los comensales. Eldridge tomó su copa distraídamente y la olió. Luego hizo un gesto de asentimiento en dirección a Henry, quien le devolvió una leve sonrisa de cortesía.

—Es extraño —dijo Eldridge—, pero muchos de los que afirman tener poderes extraños —o que hacen que otros lo afirmen por ellos—, son mujeres jóvenes que no poseen una educación especial, ninguna presencia, ninguna inteligencia en particular. Es como si la existencia de un talento especial hubiera consumido lo que de otro modo estaría distribuido entre las facetas más comunes de la personalidad. Quizá sea más notorio precisamente en las mujeres. Pero, sea como fuere, voy a referirme a alguien a quien por el momento llamaré Mary a secas. Comprenderán que éste no es su nombre verdadero. La mujer está todavía bajo investigación y sería fatal, en mi opinión, llamar la atención sobre el caso. ¿Me entienden?

Trumbull frunció el ceño con severidad.

—Vamos, Voss, ya sabes que te dije que nada de lo que aquí se dice se repite fuera de los límites de estas paredes. No necesitas cuidarte.

—Suelen suceder accidentes —dijo Eldridge tranquilamente—. Pero, permítanme volver a Mary. Nunca terminó la escuela primaría y el poco dinero que ha podido ganar lo ha hecho trabajando detrás del mostrador de una tienda de autoservicio. No es atractiva y nadie podría raptarla del mostrador, lo que quizá sea preferible, ya que es útil allí y trabaja bien. Puede ser que ustedes no piensen así, dado que no es capaz de sumar correctamente. Además le asaltan dolores de cabeza que no le permiten hacer nada y durante los cuales suele sentarse en un cuarto posterior y molestar a las otras empleadas musitando para sí cosas sin sentido y, en cierto modo, malignas. Sin embargo, la tienda no la dejaría ir por nada del mundo.

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