Cuentos completos (456 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

BOOK: Cuentos completos
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—Eso no es tan insignificante —murmuró Drake.

—Bueno, no es precisamente algo importante. La tercera vez —y yo me encontraba presente en esa ocasión— se trató de otro robo, pero algo mejor. Y el cuarto caso fue algo relacionado con espionaje.

—Le aseguro —dijo Trumbull— que eso no fue insignificante.

—Sí —dijo Halsted con voz tranquila—, pero no hubo violencia en ningún lado. ¡Asesinato, señores, asesinato!

—¿Qué es lo que quieres decir con asesinato? —preguntó Rubin.

—Quiero decir que cada vez que traemos a un invitado, surge algo insignificante porque lo tomamos tal como se presenta. No invitamos deliberadamente a quienes pueden ofrecernos crímenes interesantes. En realidad, ni siquiera se supone que ellos tengan que ofrecernos algún crimen. Son invitados, simplemente.

—¿Y qué?

—Y ahora hay seis de nosotros aquí. No hay invitados, pero debe de haber quien sepa de algún asesinato que sea un misterio y…

—¡Qué diablos! —dijo Rubin furioso—. Has estado leyendo a Agatha Christie. Cada uno de nosotros contará por turno un emocionante misterio y la Srta. Marple lo solucionará… O quizá Henry lo haga.

Halsted parecía avergonzado.

—¿Quieres decir que no es una idea nueva…?

—¡Dios mío! —dijo Rubin incrédulo.

—Bueno, tú eres escritor —dijo Halsted—. Yo no leo cuentos de misterio.

—Eso demuestra lo que te pierdes —dijo Rubin—, y además muestra lo idiota que eres. ¡Y te llamas matemático! Un verdadero misterio es algo tan matemático como cualquier cosa que uno pueda planificar, y debe construirse con material mucho más complicado.

—Un minuto —dijo Trumbull—. Ya que estamos aquí, ¿por qué no vemos si podemos solucionar algún asesinato?

—¿Tienes alguno? —dijo Halsted esperanzado—. Tú trabajas en el gobierno, con códigos y esas cosas. Debes de haberte visto frente a algún asesinato, pero ni siquiera tienes que dar nombres. Sabes que nada de lo que aquí se dice puede ser repetido afuera.

—Sé eso mejor que tú —dijo Trumbull—, pero no conozco ningún asesinato. Puedo darte algunos interesantes casos de códigos, pero eso no es lo que estás buscando… ¿y tú, Roger? Ya que comenzaste con esto, supongo que tienes algún as en la manga. ¿Algún asesinato matemático?

—No —dijo Halsted pensativamente—. No creo haber estado nunca implicado en un solo asesinato.

—¿No crees? ¿Quieres decir que tienes alguna duda? —preguntó Avalon.

—No, estoy seguro de que no. ¿Y tú, Jeff? Tú eres abogado.

—No de los que tienen asesinos como clientes —dijo Avalon, con lo que aparentemente era un triste movimiento negativo—. Las complicaciones de patentes son mi especialidad. Podrías preguntarle a Henry. Está más familiarizado con crímenes que nosotros… o parece estarlo.

—Lo siento, señor —dijo Henry, tranquilamente, mientras servía el café con su habitual pericia—. En mi caso, es simplemente teoría. He sido lo suficientemente afortunado para no haberme visto nunca implicado en una muerte violenta.

—Es decir —dijo Halsted— que con seis de nosotros aquí —siete, contando a Henry—, ¿no podemos contar con un solo asesinato?

—¿Cómo es que estás tan callado, Manny? —preguntó Trumbull—. En toda tu pintoresca carrera ¿vas a decirnos que nunca tuviste ocasión de matar aun hombre?

—Sería un placer algunas veces —dijo Rubin—, como ahora. Pero no tengo por qué hacerlo en realidad. Puedo entendérmelas perfectamente bien, no importa de qué tamaño sean: sin tener que ponerles una mano encima. Mira, recuerdo que…

Pero Mario Gonzalo, que había permanecido sentado con los labios muy apretados, dijo de pronto:

—Yo me vi envuelto en un asesinato.

—¡Oh! ¿De qué tipo? —preguntó Halsted.

—Mi hermana —dijo sombríamente—. Hace casi tres años. Sucedió antes que yo ingresara a los Viudos Negros.

—Lo siento —dijo Halsted—. Supongo que no deseas hablar de eso.

—No me importaría —dijo Mario, encogiéndose de hombros mientras sus ojos saltones y prominentes iban mirando a cada uno a la cara—, pero no hay nada de qué hablar. No hay ningún misterio. Es simplemente otra más de esas cosas que hacen que esta ciudad sea el hermoso lugar que es para vivir. Entraron en su departamento, intentaron robar y la mataron.

—¿Quién lo hizo? —preguntó Rubin.

—¿Quién sabe? ¡Toxicómanos! Sucede siempre en ese barrio. En el edificio de departamentos en el que vivían ella y su marido había habido cuatro asaltos desde Año Nuevo, y fue en abril cuando sucedió.

—¿Algún asesinato en esos asaltos?

—No tienen para qué. El ratero inteligente elige un momento en que el departamento está vacío. Si alguien se encuentra allí, lo asustan o lo atan, simplemente. Marge fue lo suficientemente estúpida como para intentar resistir y pelear. Había señales de lucha. —Gonzalo sacudió la cabeza.

—¿Detuvieron a los culpables? —preguntó Halsted después de una pausa dolorosa.

Gonzalo levantó los ojos y miró fijamente a Halsted sin siquiera intentar disimular su desdén.

—¿Crees que intentaron? Esas cosas suceden a diario. Nadie puede hacer nada. A nadie le importa, incluso, y si los hubieran detenido, ¿qué hay con ello? ¿Le devolvería la vida a Marge?

—Evitaría que se lo hicieran a otros.

—No faltarían otros miserables que lo hicieran. —Gonzalo aspiró profundamente y agregó—: Bueno, quizá sea mejor que hable y me lo saque de encima. Fue por culpa mía, en realidad, ¿saben?, porque me despierto demasiado temprano. Si no hubiera sido por eso, quizá Marge estaría viva y Alex no sería la ruina que es ahora.

—¿Quién es Alex? —preguntó Avalon.

—Mi cuñado. Estaba casado con Marge y yo lo quería mucho. Creo que lo quería a él más que a ella, para decir la verdad. Ella nunca aprobó lo que yo hacía. Pensaba que ser artista era simplemente mi manera de fracasar. Por supuesto, una vez que comencé a ganar decentemente… Pero no. En realidad ni siquiera entonces aprobó lo que yo hacía, y a cada momento —sin que yo quiera faltarles el respeto a los muertos— no hacía más que molestarme. A Alex lo quería, sin embargo.

—¿Él no era artista? —Avalon llevaba el peso del interrogatorio y los demás parecían dispuestos a dejárselo a él.

—No. Cuando se casaron, él no era gran cosa: vivía a la deriva. Pero después se transformó en lo que ella quería exactamente que fuese. Ella era lo que él necesitaba para darse un poco de ánimo. Se necesitaban el uno al otro. Ella tenía algo por qué preocuparse…

—¿No tenían niños?

—No. Ninguno. A menos que se pueda tomar en cuenta uno que perdieron. Pobre Marge. Algo biológico, de modo que no podía tener chicos. Pero no importaba. Alex era su chico y con ella prosperó. Consiguió un empleo el mes en que se casaron, lo ascendieron y le iba bien. Habían llegado al punto en que estaban planeando mudarse de ese maldito agujero y entonces sucedió eso. Pobre Alex. Él tiene tanta culpa como yo. En realidad, más. Habiendo tantos días, justamente tenía que elegir ése para salir del departamento.

—¿No se encontraba en el departamento?

—Por supuesto que no. Si hubiera estado, podría haberlos asustado.

—O podría haberse hecho matar.

—En cuyo caso, ellos probablemente habrían huido y dejado a Marge viva. Créanme, le he escuchado enumerar todas las posibilidades. Él sabe que, diga lo que diga, ella todavía estaría viva si él no hubiera salido del departamento ese día, y esto lo persigue. Y les aseguro que, desde que sucedió, el tipo es una ruina. Deambula de un lado a otro. Le doy dinero cuando puedo y suele conseguir uno que otro trabajito. Pobre Alex. Pasó cinco años de matrimonio en que realmente le fue bien. Estaba dispuesto a todo en ese tiempo. Ahora no le queda nada. —Gonzalo sacudió la cabeza—. Pero la víctima no llevó la peor parte. Fue un asesinato sin sentido, ¡maldita sea! Todo lo que tenían en el departamento no llegaba a más de diez o quince dólares en billetes chicos… pero por lo menos Marge murió rápidamente. El cuchillo estaba justo sobre el corazón. Pero Alex no pasa un solo día sin sufrir, y a mi madre le afectó mucho, y a mí me duele, también.

—Mira —dijo Halsted—, si no deseas hablar sobre eso…

—No importa… A veces me desvelo por la noche. Si yo no me hubiera levantado temprano ese día…

—Es la segunda vez que dices eso —observó Trumbull—. ¿Qué tiene que ver el que te hayas levantado temprano con el asesinato?

—Porque la gente que me conoce cuenta con ello. Miren, siempre me despierto a las ocho en punto. Ni cinco minutos antes ni cinco minutos después. Ni me molesto siquiera por poner el despertador al lado de mi cama, sino que lo dejo en la cocina. Es algo relacionado con ciertos ritmos del organismo.

—El reloj biológico —musitó Drake—. Ojalá funcionará así conmigo. Odio levantarme de mañana temprano.

—En mí funciona siempre —dijo Gonzalo, ya pesar de las circunstancias su voz tenía un tono de complacencia—. Incluso cuando me acuesto tarde —a las tres o cuatro de la madrugada—, siempre me despierto a las ocho. Me vuelvo a dormir más tarde, durante el día, si estoy agotado; pero a las ocho me despierto. Incluso los domingos. Uno diría que tiene derecho a dormir hasta tarde, los domingos; pero aun entonces, ¡qué diablos!, me despierto.

—¿Quieres decir que sucedió un domingo? —preguntó Rubin.

—Así es —asintió Gonzalo—. Debería haber estado dormido. Debería ser de esas personas que la gente no despierta un domingo por la mañana sin pensarlo dos veces… aunque no dudan en hacerlo. Saben que estoy despierto, incluso los domingos.

—¡Qué vida! —dijo Drake, todavía enfrascado aparentemente en sus dificultades mañaneras—. Tú eres un artista y fijas tu propio horario. ¿Por qué tienes que despertarte de mañana temprano?

—Bueno, trabajo mejor a esa hora. Además, me importa el tiempo. No tengo que vivir pendiente del reloj, pero me gusta saber qué hora es en todo momento. En cuanto al reloj que tengo parece estar adiestrado, ¿saben? Después de lo que pasó, después que asesinaron a Marge, estuve ausente de mi casa durante tres días y resultó que el reloj se detuvo justo a las ocho de la noche del domingo o del lunes a la mañana. No sé. De todos modos, cuando volví, allí estaba, señalándome las ocho como si quisiera insistirme en que ésa era la hora de levantarse.

Gonzalo permaneció pensativo durante unos momentos y nadie habló. Henry sirvió las copas de coñac con rostro inexpresivo, a menos que uno se fijara en sus labios levemente apretados.

Finalmente Gonzalo dijo:

—Fue extraño, porque la noche anterior fue horrible y no había ninguna razón para que así fuese. Esa época del año, a fines de abril, la época, en que florecen los cerezos, es mi favorita. No soy exactamente un pintor de paisajes, pero ésa es la única época en que me gusta ir al parque y hacer algunos bosquejos. Y el tiempo estaba excelente. Recuerdo que era un sábado muy templado, el primer fin de semana realmente lindo desde principios de año, y mi trabajo iba muy bien, también. No tenía razones para sentirme mal ese día, pero me sentía cada vez más inquieto. Recuerdo que apagué la televisión justo antes del noticiario de las once. Fue como si no quisiera escuchar las noticias, como si hubiese tenido la impresión de que habría malas noticias. Recuerdo eso. No pensé más en eso después, y no soy ningún místico. Pero tenía una premonición. Eso es todo.

—Me parece más probable que tuvieras un poco de indigestión —dijo Rubin.

—Está bien —dijo Gonzalo agitando las manos como si aceptara de buena gana la sugerencia—. Llámalo indigestión. Todo lo que sé es que aún no eran las once de la noche cuando entré a la cocina para darle cuerda al reloj —siempre le doy cuerda de noche— y me dije: “No puedo irme a la cama a esta hora”. Pero lo hice. Quizás era demasiado temprano, porque no pude dormir. Continúe dando vueltas en la cama preocupado… ya no recuerdo por qué. Lo que debía hacer es levantarme, trabajar, leer un libro o mirar alguna película por televisión… pero no pude hacerlo, simplemente. De modo que decidí quedarme en cama.

—¿Por qué? —preguntó Avalon.

—No sé. Parecía importante en ese momento. ¡Dios mío, qué bien recuerdo esa noche! No podía dejar de pensar que quizá dormiría hasta tarde porque no dormía en ese momento y sabía que no podría dormir. Quizá me haya dormido alrededor de las cuatro, pero a las ocho estaba despierto y me bajé de la cama para hacerme el desayuno. Fue otro día de sol. Templado y fresco, pero uno sentía que tendría todo el sol de un día de primavera sin el calor del verano. ¿Saben? A veces me duele no haber querido a Marge más de lo que la quise. Quiero decir, nos entendíamos bien, pero no había lazos estrechos entre nosotros. Juro que los visitaba más con el propósito de estar con Alex que con ella. Y en ese momento recibí una llamada.

—¿Una llamada telefónica? —preguntó Halsted.

—Sí. A las ocho de la mañana del domingo. ¿Quién llama a esa hora a menos que sepa que el estúpido está levantado a las ocho como siempre? Si hubiese estado durmiendo y la llamada me hubiese despertado y yo hubiera gruñido por teléfono, todo habría sido diferente.

—¿Quién era? —preguntó Drake.

—Alex. Me preguntó si me había despertado. Sabía que no, pero supongo que se sentía culpable por llamar tan temprano. Me preguntó si sabía qué hora era. Miré el reloj y le dije: “Son las ocho y nueve minutos. Por supuesto que estoy despierto”. Me sentía un poco orgulloso, ¿entienden? Y entonces me preguntó si podía venir, porque había tenido una pelea con Marge y había salido del departamento con un portazo y no quería volver hasta que ella se hubiese calmado… Les diré que me alegro de no haberme casado. En todo caso, si simplemente le hubiese dicho que no, que había pasado una mala noche y que necesitaba dormir y no quería visitas, él habría regresado a su departamento. No tenía otro lugar a dónde ir, y entonces nada hubiera sucedido. Pero no, Mario “corazón de oro” estaba tan orgulloso de ser madrugador que dijo: “Ven y nos prepararemos un café con huevos”, porque sabía que Marge no era de las que sirven desayuno los domingos temprano y suponía que Alex no había comido. De manera que él llegó a los diez minutos ya las ocho y media ya le había servido un plato de huevos revueltos con jamón mientras Marge estaba sola en el departamento esperando a los asesinos.

—¿Le dijo tu cuñado a su mujer a dónde iba? —inquirió Trumbull.

—No creo —dijo Gonzalo—. Supuse que no. Me imagino que lo que sucedió es que él salió en un arrebato de furia sin saber adonde iba. Entonces pensó en mí. Incluso, aunque supiese que iría a visitarme, pudo no habérselo dicho. Debe de haber pensado: “La dejaré que se preocupe”.

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