Cuentos completos (460 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

BOOK: Cuentos completos
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—¿Quieres decir que hay un factor que no hemos considerado? —preguntó Avalon gravemente.

—Me temo que sí, señor —asintió Henry.

—No tengo la menor idea de cuál pueda ser —confesó Avalon.

—Y sin embargo es un factor evidente, señor; el más evidente.

—¿Cuál es, entonces? —demandó Halsted visiblemente molesto—. ¡Al grano!

—Para comenzar —dijo Henry—, es evidente que la habilidad de la joven para predecir, tal como aquí se dijo, los detalles de un incendio a tres mil millas de distancia, no puede explicarse sino como precognición. Pero supongamos que la precognición también sea considerada imposible. En ese caso…

Rubin se puso de pie, con la barba erizada y mirando fijamente con sus ojos agrandados por los gruesos lentes de aumento.

—¡Por supuesto! El incendio fue premeditado. La mujer pudo haber sido aleccionada durante semanas enteras. El cómplice viaja a San Francisco y hacen coincidir todo. Ella predice algo que sabe que sucederá. Él causa algo que sabe que ella predecirá.

—¿Usted sugiere, señor, que un cómplice habría planeado deliberadamente matar a cinco personas, entre ellas aun chico de ocho años? —preguntó Henry.

—No confíes en la virtud de la humanidad, Henry —dijo Rubin—. Tú eres el que mejor percibe su maldad.

—Las maldades menores, señor, las que la mayoría de la gente pasa por alto. Encuentro difícil que alguien se proponga con toda premeditación un horrible asesinato masivo con el fin de dejar establecido un elaborado caso de precognición. Además, planificar un incendio en el que dieciocho de veintitrés personas escapan y en el que exactamente cinco personas mueren, requiere cierto grado de precognición de por sí.

Rubin se volvió, porfiado.

—Es fácil imaginar algunas maneras de atrapar a cinco personas: atascando una cerradura con un pedazo de cartón…

—¡Señores! —dijo Eldridge en tono perentorio, y todos se volvieron a mirarlo—. No les he dicho la causa del incendio. —Esperó a que todos le escucharan y enseguida continuó—: Fue un rayo. No veo cómo la caída de un rayo pueda planificarse para que caiga a una hora fija. —Extendió las manos en señal de impotencia—. Les repito que he estado luchando con esto durante semanas. No quiero aceptar que sea precognición, pero… Supongo que esto destruye su teoría, Henry.

—Por el contrario, profesor Eldridge, la confirma y la refuerza. Desde que usted comenzó a contarnos la historia de Mary y el incendio, cada palabra suya ha indicado que la idea de una farsa es imposible y que se trata de precognición. Pero si esta última es imposible, por necesidad se deduce, profesor, que usted ha estado mintiendo.

Avalon fue el que gritó más alto, pero no hubo un solo Viudo Negro que no exclamara “¡Henry!”

Pero Eldridge, echado hacia atrás, se reía.

—Por supuesto que estaba mintiendo. Desde el principio hasta el final. Quería ver si todos ustedes, los racionalistas, estaban tan ansiosos de aceptar los fenómenos parapsicológicos que pasaran por alto lo obvio antes de estropear la diversión. ¿Cómo me descubrió, Henry?

—Era una posibilidad desde el principio, señor, que se hizo más patente a medida que usted eliminaba una solución inventando más información. Cuando mencionó lo del rayo terminé de convencerme. Era: lo suficientemente importante como para haberlo mencionado al comienzo. Decirlo sólo al final era clara señal de que usted lo había inventado en el momento para eliminar la última esperanza.

—Pero ¿por qué era una posibilidad desde el comienzo, Henry? —preguntó Eldridge—. ¿Tengo la apariencia de ser un mentiroso? ¿Puede detectar a los mentirosos, así como Mary detectaba a los rateros en mi historia?

—Porque ésa es siempre una posibilidad que hay que tener en cuenta y de la que hay que cuidarse. Aquí es donde viene a cuento el comentario del presidente Jefferson.

—¿Cuál es?

—En 1807, el profesor Benjamín Silliman, de la Universidad de Yale, informó haber visto caer un meteorito en una época en que la existencia de los meteoritos no era aceptada por los científicos. Thomas Jefferson, racionalista de enorme talento y viveza, al oír el informe dijo: “Más fácil me resultaría creer que un profesor sureño pueda mentir que una piedra pueda caer del cielo”.

—Sí —dijo Avalon de inmediato—, pero Jefferson estaba equivocado. Silliman no mentía y las piedras caen del cielo.

—Exactamente, Sr. Avalon —admitió Henry imperturbable—. Es por eso que recuerdo esta cita. Pero considerando la gran cantidad de veces que se cuentan cosas imposibles, y las pocas veces que al final se han comprobado como posibles, tuve la impresión de que las posibilidades estadísticas estaban a mi favor.

No apuntes con el dedo (1973)

“The Pointing Finger”

El banquete de los Viudos Negros fue más bien tranquilo hasta que Rubin y Trumbull tuvieron una violenta disputa.

Mario Gonzalo había sido el primero en llegar, deprimido y turbado por algo que parecía agobiarlo.

Henry todavía estaba poniendo la mesa cuando Gonzalo llegó, pero se detuvo y con discreción le preguntó:

—¿Cómo se encuentra, señor?

—Supongo que bien —repuso Gonzalo encogiéndose de hombros—. Siento haberme perdido la última reunión, pero finalmente decidí ir a la policía y durante algunos días no estuve muy bien. No sé si podrán hacer algo, pero ahora depende de ellos. Casi desearía que no me hubiera dicho nada.

—Quizás no debí hacerlo.

Gonzalo volvió a encogerse de hombros.

—Escúcheme, Henry —dijo—. Llamé a cada uno de los muchachos y les conté la historia.

—¿Era necesario, señor?

—Tuve que hacerlo. Me habría sentido oprimido, si no. Además, no quería que pensaran que usted había fallado.

—No tenía eso importancia, señor.

Los otros llegaron uno a uno y por turno saludaron a Gonzalo con calurosas manifestaciones de bienvenida, que ostensiblemente ignoraban el recuerdo de hermanas asesinadas, y luego todos se sumieron en un silencio incómodo.

Avalon, que presidía en esa ocasión, parecía, como siempre, agregar la dignidad del cargo a su solemnidad natural. Tomó un sorbo de su primera copa y presentó a su invitado, un joven de cara agradable, cabello negro que ya comenzaba a escasear y bigote extraordinariamente grueso que parecía aguardar sólo los cambios necesarios en la moda para prolongarse en los extremos.

—Les presento a Simon Levy —dijo Avalon—, un escritor científico y un espléndido muchacho.

—¿No fue usted el que escribió un libro sobre el láser, llamado Los Avances de la Luz? —preguntó Emmanuel Rubin de inmediato.

—Sí —repuso Levy con la vigorosa complacencia del autor que inesperadamente se encuentra con que lo reconocen—. ¿Lo leyó usted?

Rubin, que cargaba, como siempre, con la inhibición de poseer el espíritu de un hombre de dos metros dentro de su estatura de un metro cincuenta y cinco, miró solemnemente a los otros a través de sus gruesos lentes y dijo:

—Lo leí y lo encontré bastante bueno.

La sonrisa de Levy se desvaneció como si considerara que "bastante bueno" no era nada bueno.

—Roger Halsted no estará con nosotros esta noche —anunció Avalon—. Se encuentra fuera de la ciudad. Envía sus disculpas y pidió que saludásemos de su parte a Mario si volvía.

—Nos salvamos de una estrofa —dijo Trumbull con una sonrisa desdeñosa.

—Me perdí la del mes pasado —dijo Mario—. ¿Era buena?

—No la habrías entendido, Mario —respondió Avalon con toda seriedad.

—¿Tan buena fue?

Luego las conversaciones fueron bajando de tono hasta llegar a ser casi un murmullo, y entonces surgió, de algún modo, el Acta de Unión. Más tarde, ni Rubin ni Trumbull pudieron recordar exactamente cómo.

En voz bastante más alta de lo que la conversación requería dijo:

—El Acta de Unión, que constituyó el Reino Unido con Inglaterra, Gales y Escocia, se convirtió en ley con el Tratado de Utrecht, en 1713.

—No, no fue así —dijo Rubin, mientras su barba escasa y de color pajizo se estremecía indignada—. El Acta se aprobó en 1707.

—¿Estás tratando de decirme, pedazo de bestia, que el Tratado de Utrecht fue firmado en 1707?

—No, no te estoy diciendo esto —grito Rubin con voz que alcanzó la furia de un rugido—. El Tratado de Utrecht fue firmado en 1713. Adivinaste por lo menos esa parte, sólo Dios sabe cómo.

—Si el Tratado fue firmado en 1713, entonces eso prueba lo del Acta de la Unión.

—No, en absoluto, porque el Tratado no tiene nada que ver con el Acta de la Unión, que es de 1707.

—¡Maldito seas! Te apuesto cinco dólares a que no sabes distinguir entre el Acta de la Unión y la Unión Ferroviaria.

—Aquí están mis cinco dólares ¿y los tuyos? ¿O no puedes darte el lujo de gastarte el salario de una semana que te pagan en ese empleo de mala muerte que tienes?

Se habían levantado y se inclinaban uno hacia el otro sobre la figura de James Drake, quien filosóficamente amontonaba cucharadas de crema sobre la última de sus papas asadas y se la comía.

—No sirve de nada que sigan gritándose, amigos bestias. Consúltenlo —dijo Drake.

—¡Henry! —aulló Trumbull.

Hubo una pequeñísima demora ya poco llegó Henry con la tercera edición de la Enciclopedia Columbia.

—Asumo mis facultades de presidente de esta reunión —dijo Avalon—. Yo verificaré como observador imparcial.

Comenzó a volver las páginas del grueso volumen, diciendo:

—Unión, unión, unión, ¡ah!, Acta de. —Casi de inmediato dijo—: 1707. Manny gana. Tú pagas, Tom.

—¿Qué? —gritó Trumbull, enfurecido—. Déjame ver eso.

Silenciosamente, Rubin recogió los dos billetes de cinco dólares y en tono reflexivo dijo:

—Un buen libro de consulta, la Enciclopedia Columbia. Es el mejor libro de consulta en un solo tomo que hay en el mundo, y más útil que la Británica, aunque malgaste algunas páginas refiriéndose a Isaac Asimov.

—¿A quién? —preguntó Gonzalo.

—Asimov. Un amigo mío. Escritor de ciencia-ficción y patológicamente presumido. Lleva un ejemplar de la enciclopedia a las fiestas y dice: "Hablando de cosas concretas, la Enciclopedia Columbia tiene un excelente artículo sobre eso, 249 páginas después de un artículo que han escrito sobre mí. Permítame mostrarle". Luego señala el artículo sobre él.

Gonzalo lanzó una carcajada.

—Se parece mucho a ti, Manny.

—Dile eso y te matará… si no lo hago yo primero.

Simon Levy se volvió hacia Avalon y dijo:

—¿Hay siempre discusiones como ésta, Jeff?

—Muchas discusiones —dijo Avalon—, pero generalmente no llegan al extremo de apuestas y consultas. Cuando eso sucede, Henry está preparado. Tenemos no sólo la Enciclopedia Columbia, sino también ejemplares de la Biblia, tanto en su versión antigua como en la moderna, el Diccionario Webster, en edición no abreviada, por supuesto, el Diccionario Biográfico Webster, el Diccionario Geográfico Webster, el Diccionario Breuer de Frases y Fábulas y las Obras Completas de Shakespeare. Esa es toda la biblioteca de los Viudos Negros y Henry es el encargado. Generalmente soluciona todas las discusiones.

—Siento haber preguntado —dijo Levy.

—¿Por qué?

—Mencionaste a Shakespeare y su sólo nombre a estas alturas me provoca náuseas.

—¿Shakespeare? —Avalon miró a su invitado con solemne desaprobación.

—No te quepa la menor duda. He estado viviendo con él, prácticamente, leyéndolo de atrás para adelante, y si oigo una vez más "Vete aun convento" u "¡oh, venganza…!", creo que voy a vomitar.

—Conque así es, ¿eh? Bueno, espera… Henry, ¿falta poco para el postre?

—En seguida, señor. Coupe aux marrons.

—¡Bien!… Espera a que terminemos el postre y continuaremos, Simon.

Diez minutos más tarde, Avalon hizo tintinear su copa para acallar a la asamblea.

—En virtud de mi cargo —dijo—, comunico que ha llegado la hora de la gran inquisición, como siempre. Pero nuestro honorable invitado ha dejado escapar que durante dos meses ha estado estudiando a Shakespeare con gran concentración y pienso que eso ha de ser investigado. Tom, ¿quieres hacer los honores del caso?

Trumbull estaba indignado.

—¿Shakespeare? ¿Quién diablos quiere hablar de Shakespeare?

Su humor no era de los mejores después de la pérdida de los cinco dólares y la expresión de elegante superioridad de Rubin.

—Es mi privilegio como presidente —dijo Avalon firmemente.

—Hum. Está bien. Sr. Levy, como escritor científico, ¿cuál es su relación con Shakespeare?

—Como escritor científico, ninguna. —Hablaba con un claro acento de Brooklyn—. Simplemente estoy en pos de tres mil dólares.

—¿En Shakespeare?

—En algún lugar de Shakespeare. No puedo decir que haya tenido mucha suerte, sin embargo.

—Está jugando a las adivinanzas, Levy. ¿Qué quiere decir con eso de tres mil dólares en algún lugar de Shakespeare que no puede encontrar?

—Bueno, es una historia complicada.

—¿Y? Cuéntela. Para eso estamos aquí. Es una vieja regla que nada de lo que se dice en esta habitación puede repetirse afuera bajo ninguna circunstancia, de modo que hable libremente. Si usted se pone aburrido, ya nos encargaremos de detenerlo. No se preocupe por eso.

Levy extendió sus brazos.

—Muy bien, pero déjenme terminar mi té.

—Adelante. Henry se lo traerá, ya que usted no es lo suficientemente civilizado como para tomar café… ¡Henry!

—Sí, señor —susurró Henry.

—No empiece hasta que él vuelva —dijo Trumbull—. No queremos que él se pierda nada de esto.

—¿El mozo?

—Es uno de nosotros. El mejor de todos.

Henry llegó con el té y Levy dijo:

—Es un asunto de herencia, en cierto modo. No se trata de que la propiedad familiar esté en juego, ni de millones en joyas ni nada por el estilo. Son solamente tres mil dólares que no necesito realmente, pero que sería agradable tener.

—¿Una herencia de quién? —preguntó Drake.

—Del abuelo de mi mujer. Murió hace dos meses, a la edad de setenta y seis. Había vivido con nosotros durante cinco años. Un poco fastidioso, pero era un buen tipo; y, siendo de la familia de mi mujer, ella se encargaba de todo. Se sentía agradecido hacia nosotros, en cierto modo, por tenerlo en casa. No tenía otros descendientes, y si no estaba con nosotros no le quedaba más que algún hogar para ancianos.

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