Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
—No puedo decírtelo. Están demasiado lejos. Pásame la lámpara, ¿quieres? Trataré de llamar su atención de esta manera.
Al cabo de dos minutos, abandonó.
—No hay nada que hacer. Deben ser ciegos. ¡Oh, oh, ahora avanzan hacia nosotros! ¿Qué crees?
—¡Eh, déjame ver! —dijo Donovan.
Hubo un nuevo silencio y Donovan asomó la cabeza. Se acercaban. Dave avanzaba rápidamente a la cabeza de los seis «dedos», que lo seguían en fila india, balanceándose.
—¿Qué hacen? Eso es lo que quisiera saber. Parece una pantomima —se preguntó Donovan.
—¡Déjate de descripciones! —gruñó Powell—. ¿A qué distancia están?
—A unos quince metros y vienen en esta dirección. Estaremos fuera dentro de quince min… ¡Eh, eh, ay…! ¡AY!
—¿Qué ocurre, ahora? —Powell necesitó algunos segundos para volver en sí ante las exaltaciones vocales de Donovan—. Vamos ya. Déjame asomar también… No seas egoísta.
Avanzó hacia el agujero, pero Donovan lo apartó de un puntapié.
—Han dado media vuelta, Greg. Se marchan. ¡Dave! ¡Eh, Da…ve!
—¿De qué te sirve gritar, idiota? El sonido no se transmite.
—Pues entonces, golpea las paredes, derríbalas, manda alguna vibración. Tenemos que llamar su atención de alguna manera, Greg, o estamos fritos.
Se agitaba como un loco. Powell lo sacudió.
—Espera, Mike, espera. Escucha, tengo una idea. ¡Por Júpiter, es el momento de apelar a las soluciones sencillas! ¡Mike!
—¿Qué quieres?
—Déjame meter aquí antes que estén fuera de nuestro alcance.
—¡Fuera de nuestro alcance! ¿Qué vas a hacer? ¡Eh! ¿Qué vas a hacer con el detonador? —dijo agarrando el brazo de Powell.
Powell se soltó con una violenta sacudida.
—Voy a hacer algunos disparos…
—¿Por qué?
—Te lo diré más tarde. Veamos si sirve de algo, primero. Si no… Quítate de aquí y deja que me meta yo.
Los robots eran ya unos simples puntos que disminuían de tamaño en la distancia. Powell ajustó la mira y la alzó cuidadosamente y apretó tres veces el gatillo. Bajó el arma y miró atentamente. Uno de los subsidiarios había caído. Sólo se veían seis relucientes figuras.
—¡Dave! —gritó Powell por el transmisor, dudando.
Hubo una pausa y los dos hombres oyeron la respuesta.
—¿Jefe? ¿Dónde estás? El pecho de mi tercer subsidiario ha estallado. Está fuera de servicio.
—Déjate de subsidiarios —dijo Powell—. Estamos atrapados en una trampa…, es un desprendimiento de tierras, donde estaban trabajando. ¿Puedes ver nuestros destellos?
—Sí, vamos allí en seguida.
Powell se echó hacia atrás y relajó sus músculos doloridos.
—Bien, Greg —dijo Donovan lentamente con un sollozo contenido en la voz—. Has ganado. Golpeo el suelo con mi frente delante de tus pies. Ahora no me cuentes ningún cuento. Dime exactamente qué ha pasado.
—Es fácil. Que durante todo el proceso hemos omitido lo evidente…, como de costumbre. Sabíamos que se trataba del circuito de iniciativa personal, y que ocurría siempre durante los momentos de peligro, pero seguíamos buscando un orden específico como causa. ¿Y por qué tenía que haber un orden?
—¿Por qué no?
—Mira. ¿Qué tipo de orden requiere mayor iniciativa? ¿Qué tipo de orden se presenta casi siempre sólo en momentos de peligro?
—No me preguntes, Greg. Dímelo y basta.
—Eso estoy haciendo. Es una orden séxtuple. En condiciones ordinarias, con uno o más de los «dedos» realizando un trabajo rutinario que no requiere una estrecha supervisión, nuestros cuerpos transmiten el movimiento rutinario. Pero en un caso de peligro, los seis subsidiarios tienen que ser inmediatamente movilizados.
»Dave tiene que mandar seis robots a la vez. El resto era fácil. Cualquier disminución en la iniciativa requerida, como la llegada de los seres humanos, lo hace retroceder. Por esto destruí uno de los robots. Al hacerlo, él transmitía sólo una orden quíntuple. La iniciativa disminuye…, vuelve a la normalidad.
—Pero…, ¿cómo has descubierto todo esto?
—Simple suposición lógica. Lo he probado y ha salido bien.
—Aquí estoy —resonó de nuevo en sus oídos la voz del robot—. ¿Pueden esperar media hora?
—Fácilmente —dijo Powell. Y volviéndose hacia Donovan, prosiguió—: Y ahora el juego será sencillo. Revisaremos los circuitos y comprobaremos cada parte que tiene un trabajo de orden séxtuple como en oposición a un orden quíntuple. ¿Qué campo nos deja esto?
—No mucho, me temo —dijo Donovan después de haber reflexionado—. Si Dave es como el modelo preliminar que vimos en la fábrica, tiene un circuito coordinador especial que será la única sección afectada. —Se animó súbitamente de una forma extraña—. Oye, no estaría del todo mal. No hay nada contra esto…
—Muy bien. Piensa en esto y comprobaremos los planos cuando regresemos. Y ahora, hasta que venga Dave, voy a descansar.
—¡Eh, espera! Dime una cosa. ¿Qué eran aquellas extrañas marchas, aquellos pasos de baile que ejecutaban los robots cada vez que se descomponían?
—¿Eso? No lo sé. Pero tengo una idea. Recuerda que estos subsidiarios eran como «dedos» de Dave. Decíamos siempre esto, ¿te acuerdas? Pues bien, tengo la impresión que durante estos intervalos, cada vez que Dave se convertía en un caso de psiquiatría, se dejaba llevar por su obsesión,
daba vueltas a sus dedos
.
Susan Calvin hablaba de Powell y Donovan sin el menor esfuerzo de sonrisa, pero su voz cobraba calor cuando mencionaba los robots. Le era muy fácil hablar de los Speedy, los Cuties o los Daves, y la atajé. De lo contrario, nos hubiera explicado media docena más.
—¿Y no ha ocurrido nunca nada, en la Tierra? —pregunté.
Me miró frunciendo ligeramente el ceño.
—No, no tenemos gran cosa que ver con los robots, aquí en la Tierra.
—Pues es una lástima. Sus ingenieros son buenos, pero, ¿no podríamos hablar un poco de esto? Es su cumpleaños, ya lo sabe usted.
Me alegró ver que se sonrojaba.
—También yo he tenido disgustos con los robots —dijo—. ¡Cielos, cuánto tiempo hace que no pienso en esto! ¡Si hace cerca de cuarenta años! Ciertamente…, fue en 2021. Y yo tenía casi cuarenta años. ¡Oh…, preferiría no hablar de esto!
Esperé, seguro que cambiaría de parecer. Y así fue.
—¿Por qué no? —dijo—. No puede hacerme ya daño alguno. Ni tan sólo el recuerdo. Fui un poco locuela en otro tiempo, joven. ¿Lo creería usted?
—No —dije.
—Pues lo era. Pero Herbie era un robot qué podía leer el pensamiento.
—¿Cómo?
—El único en su clase. Ni antes ni después. Un error…, en cierto modo.
“Liar! (Out Of The Unknown)”
Alfred Lanning encendió cuidadosamente el cigarro, pero las puntas de los dedos le temblaban ligeramente. Sus cejas grises se juntaban mientras iba hablando entre bocanadas de humo.
—Que lee el pensamiento…, no queda la menor duda de eso. Pero, ¿por qué? —dijo, mirando al matemático Peter Bogert.
Bogert echó atrás su negro cabello con las dos manos.
—Éste fue el trigésimo cuarto modelo RB que sacamos, Lenning. Todos los demás eran estrictamente ortodoxos.
El tercer hombre que había con ellos en la mesa frunció el ceño. Milton Ashe era el empleado más joven de la «U. S. Robots & Mechanical Men Inc.», y estaba orgulloso de su puesto.
—Escuche, Bogert, no hubo el menor error en el montaje, desde el principio hasta el fin. Esto puedo garantizarlo.
Los labios gruesos de Bogert esbozaron una sonrisa protectora.
—¿De veras? Si puede usted responder de la operación entera de montaje, recomendaré su ascenso. Contando exactamente, la manufactura de un solo ejemplar de cerebro positrónico, requiere setenta y cinco mil doscientas treinta y cuatro operaciones, y cada una de ellas depende separadamente de un cierto número de factores, de cinco a ciento cinco. Si uno de ellos sale positivamente «mal», el cerebro está inutilizado. No hago más que citar nuestro folleto informativo, Ashe.
Milton Ashe se sonrojó, pero una voz seca cortó su respuesta.
—Si vamos a empezar echándonos la culpa mutuamente, me voy —dijo Susan Calvin con las manos sobre el regazo, palideciendo ligeramente sus delgados labios—. Tenemos en nuestras manos un robot capaz de leer el pensamiento y me parece que lo más importante es descubrir por qué lo lee. No será diciendo: «¡Es culpa tuya! ¡Es culpa mía!», como lo averiguaremos.
Sus fríos ojos grises se fijaron en Milton Ashe que hizo una mueca.
Lanning hizo una también, y, como siempre en tales casos, sus largos cabellos blancos y sus penetrantes y astutos ojos hicieron de él la imagen de un patriarca bíblico.
—Tiene usted razón, doctora Calvin. Vamos a exponerlo todo en forma de píldora concentrada —prosiguió, cambiando el tono de voz, que se hizo más aguda—. Hemos producido un cerebro positrónico de un tipo supuestamente ordinario, que tiene la extraordinaria propiedad de sincronizarse con las ondas del pensamiento ajeno. Esto marcaría la fecha más importante en el avance de la ciencia robótica de nuestra Era si supiésemos por qué sucede. No lo sabemos, y tenemos que averiguarlo. ¿Está esto claro?
—¿Puedo hacer una indicación? —preguntó Bogert.
—Diga.
—Que hasta que hayamos despejado esta incógnita, y como matemático tengo motivos para suponer que la cosa no será fácil, conservemos la existencia de RB-34 secreta. Incluso para los demás miembros de la compañía. Como jefes de departamento, tenemos el deber de no considerar este problema insoluble, y cuantos menos estemos al corriente…
—Bogert tiene razón —dijo la doctora Calvin—. Desde que el Código Interplanetario ha sido modificado en el sentido de permitir que los modelos de robots sean probados en los talleres antes de ser lanzados al espacio, la propaganda antirrobot ha aumentado. Si trasciende la noticia de la existencia de un robot capaz de leer el pensamiento antes que podamos anunciar que tenemos el dominio completo del fenómeno, la campaña adquirirá un incremento considerable.
Lanning fumaba su cigarro, asintiendo gravemente. Se volvió a Ashe.
—Tengo entendido que estaba usted solo cuando se dio cuenta del fenómeno —dijo en forma interrogadora.
—Lo dije, en efecto. Me llevé el susto mayor de mi vida. Acababan de sacar a RB-34 de la mesa de ajuste y me lo enviaron. Overmann estaba fuera, de manera que me lo llevé a las salas de prueba y empecé con él. —Se detuvo y una leve sonrisa apareció en sus labios—. ¿Alguno de ustedes ha sostenido alguna vez una conversación mental sin saberlo?
Nadie se tomó la molestia de contestar y prosiguió:
—Al principio no se da uno cuenta, ¿comprenden?… Me habló, tan lógica y cuerdamente como puedan imaginar, y sólo cuando estaba ya a más de medio camino de las salas de pruebas me di cuenta que no había dicho nada. Desde luego, había pensado mucho, pero no es lo mismo, ¿no es así? Encerré aquella máquina y corrí en busca de Lanning. Tenerlo a mi lado, caminando juntos y verlo penetrar en mi cerebro, leyendo mis pensamientos, me daba escalofríos.
—Lo comprendo —dijo Susan Calvin, pensativa. Sus ojos se fijaban con intensidad en Ashe, de una manera curiosamente significativa—. Tenemos tanto la costumbre de considerar nuestros pensamientos como cosa privada…
—Entonces, sólo lo sabemos nosotros cuatro —intervino Lanning con impaciencia—. ¡Bien! Tenemos que seguir adelante, sistemáticamente. Ashe, quisiera que comprobase la operación de montaje desde el principio hasta el fin. Tiene usted que eliminar todas las operaciones en las cuales no hay posibilidad material de error, y anotar aquellas en que puede haberlo, con su naturaleza y posible magnitud.
—Orden contundente —gruñó Ashe.
—¡Naturalmente! Desde luego, tomará usted a sus órdenes a todos los hombres que necesite, y no me importa si pasamos de los previstos. Pero no tienen que saber por qué, ¿comprende?
—¡Ejem!…, sí. ¡Otro trabajito de alivio! —dijo el joven técnico con una mueca.
Lanning giró en su silla y se volvió hacia Susan Calvin.
—Usted tendrá que emprender su trabajo en otra dirección. Como robopsicóloga de la organización, tendrá que estudiar el robot y trabajar retrospectivamente. Trate de descubrir cómo funciona. Vea qué más está ligado a sus poderes telepáticos, hasta dónde se extienden, qué curvatura toma su dirección y qué perjuicio ha ocasionado exactamente a los robots RB ordinarios. ¿Comprende?
Lanning no esperó a que la doctora Calvin contestase.
—Yo coordinaré los datos e interpretaré matemáticamente los resultados. —Chupó violentamente su cigarro y miró a los demás a través del humo—. Bogert me ayudará en eso, desde luego.
Bogert se frotaba las uñas de una mano con la palma de la otra.
—Bien. Entonces, manos a la obra. —Ashe echó su silla atrás y se levantó. Su agradable rostro juvenil esbozó una sonrisa—. Tengo que realizar el trabajo más arduo de todos, de manera que me voy a trabajar.
Y con un «¡Hasta luego!», salió.
Susan Calvin contestó con una inclinación casi imperceptible de cabeza, pero sus ojos lo siguieron hasta que se perdió de vista, y no contestó cuando Lanning, con un guiño, dijo:
—¿Quiere usted subir y ver al RB-34 ahora, doctora Calvin?
Cuando Susan Calvin entró, los ojos fotoeléctricos de RB-34 se levantaron del libro que estaba leyendo, al oír el chirrido de los goznes y se puso de pie. La doctora Calvin se detuvo para volver a poner en su sitio el gran letrero de «Prohibida la entrada» de la puerta y se aproximó al robot.
—Te he traído los textos sobre los motores hiperatómicos, Herbie, algunos por lo menos. ¿Quieres echarles una mirada?
RB-34, conocido por el apodo de «Herbie», tomó los tres pesados volúmenes que ella llevaba en los brazos y abrió uno de ellos por el índice.
—¡Hum!… «Teoría de Hiperatómico»… —murmuró sin articular, como para sí mismo. Hojeó las páginas y con el aire abstraído, añadió—: ¡Siéntate, doctora Calvin! Necesitaré algunos minutos.
La doctora psicóloga se sentó mientras él tomaba también una silla, se sentaba al otro lado de la mesa y comenzaba a recorrer sistemáticamente los textos. Media hora después los dejó a un lado.
—Desde luego, sé por qué has traído esto.
—Lo temía —dijo la doctora, torciendo el gesto—. Es difícil trabajar contigo, Herbie. Estás siempre un paso más adelante que yo.