Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
Cutie permanecía inmóvil al lado de la portilla, como una estatua de acero. Sin volver la cabeza, elijo:
—¿De qué punto de luz pretendes venir?
—Allí está —dijo Powell después de haber buscado—. Aquel tan brillante de la esquina. Lo llamamos Tierra. La buena y vieja Tierra. Somos tres mil millones en él, Cutie, y dentro de unas dos semanas volveré a estar allá con ellos.
Y entonces, cosa sorprendente, Cutie pareció canturrear, distraído. No era en realidad una tonada, pero poseía la curiosa calidad sonora de un «pizzicato». Cesó tan rápidamente como había empezado.
—¿Y de dónde vengo yo, Powell? No me has explicado
mi
existencia.
—Todo lo demás es sencillo. Cuando estas estaciones fueron establecidas por primera vez para alimentar de energía solar a los planetas, eran regidas por seres humanos. Sin embargo, el calor, las fuertes radiaciones solares y las tempestades de electrones hacían la estancia en el puesto difícil. Se perfeccionaron los robots para sustituir el trabajo humano y ahora sólo se necesitan dos jefes para cada estación. Estamos tratando de reemplazar incluso a estos dos y aquí es donde intervienes tú. Tú eres el tipo de robot más perfeccionado, y si demuestras la capacidad de dirigir esta estación independientemente, jamás un ser humano volverá a poner los pies aquí, salvo para traer las piezas de recambio para reparaciones.
Su mano se levantó y la placa de metal volvió a caer en su sitio. Powell volvió a la mesa y frotó una manzana contra la manga antes de morderla. El rojo resplandor de los ojos del robot detuvo un ademán.
—¿Esperas acaso que dé crédito a alguna de estas absurdas hipótesis que acabas de exponerme? —dijo lentamente—. ¿Por quién me tomas?
Powell escupió fragmentos de manzana sobre la mesa y se puso colorado.
—¡Pero, maldito sea! ¡No son hipótesis, son hechos!
—¡Globos de energía de millones de kilómetros de anchura! —dijo Cutie amargamente—. ¡Mundos con tres mil millones de seres humanos! ¡El vacío infinito!… Lo siento. Powell, pero no creo nada de esto. Lo resolveré yo solo. Adiós.
Dio la vuelta y salió de la cámara. Pasó por delante de Michael Donovan, hizo una inclinación de cabeza al llegar al umbral y salió al corredor, ignorante de la expresión de asombro de los dos hombres.
Mike Donovan se pasó la mano por el rojo cabello y dirigió una mirada de contrariedad a Powell.
—¿Qué diablos estaba diciendo el maldito artefacto este? ¿Qué es lo que no cree?
—Es un escéptico —dijo el otro, mordiéndose nerviosamente el bigote—. No cree que lo hayamos fabricado, ni que la Tierra exista, ni que haya un espacio estrellado.
—¡Por el viejo Saturno! Ha salido un robot loco de nuestras manos…
—Dice que va a resolver el problema él solo.
—Bien, en este caso, espero condescenderá a explicarme todo lo que descubra. —Y con súbita rabia, añadió—: ¡Oye! ¡Como ese montón de metal me largue a mí una de éstas, le parto esta varilla de cromo en la espalda!
Se sentó encogiéndose de hombros y se sacó una novela del bolsillo.
—Este robot empieza a darme susto, de todos modos. Es demasiado inquisitivo…
Mike Donovan se estaba comiendo un bocadillo de lechuga y tomate cuando Cutie llamó suavemente a la puerta y entró.
—¿Está aquí Powell?
Donovan le contestó con voz pausada y apagada por la masticación.
—Está reuniendo datos sobre la función de las corrientes electrónicas. Parece que nos acercamos a una tormenta.
En aquel momento entró Gregory Powell, miró un papel lleno de cifras que traía en la mano y se sentó. Dejó las hojas sobre la mesa y comenzó a hacer cálculos. Donovan lo miraba, masticando la lechuga y recogiendo las migas de pan. Cutie esperaba, silencioso.
—El potencial Zeta se eleva, pero lentamente —dijo Powell levantando la vista—. De todos modos, las corrientes funcionales son errantes y no sé qué esperar. ¡Ah, hola, Cutie! Creía que estabas vigilando la instalación de la nueva
barra de mando
.
—Ya está instalada —dijo el robot tranquilamente—; he venido a sostener una conversación con ustedes.
—¡Ah!… —dijo Powell, aparentemente inquieto—. Bien, siéntate. No, en esta silla, no. Una de las patas es floja y no resistiría tu peso.
—He tomado una decisión —dijo el robot, después de haber obedecido.
Donovan levantó la vista y dejó los restos de su bocadillo a un lado. Se disponía a hablar, pero Powell le hizo guardar silencio con un gesto.
—Sigue, Cutie. Te escuchamos.
—He pasado estos dos últimos días en concentrada introspección —dijo Cutie—, y los resultados han sido de lo más interesante. Empecé por un seguro aserto que consideré podía permitirme hacer. Yo, por mi parte, existo, porque pienso…
—¡Ah, por Júpiter…, un robot Descartes! —gruñó Powell.
—¿Quién es Descartes? —preguntó Donovan—. Oye, ¿es que tenemos que estar aquí sentados escuchando a este loco metálico…?
—¡Cállate, Mike!
—Y la cuestión que inmediatamente se presenta —continuó Cutie imperturbable—, es: ¿cuál es exactamente la causa de mi existencia?
Powell se quedó con la boca abierta.
—Estás diciendo tonterías. Ya te he dicho que te hicimos nosotros.
—Y si no nos crees, con gusto volveremos a hacerte pedazos —añadió Donovan.
El robot tendió sus fuertes manos con un gesto de imploración.
—No acepto nada por autoridad. Una hipótesis debe ser corroborada por la razón, de lo contrario, carece de valor; y es contrario a todos los dictados de la lógica suponer que ustedes me han hecho.
Powell detuvo con su mano el gesto amenazador de Donovan.
—¿Por qué dices esto, exactamente?
Cutie se echó a reír. Era una risa inhumana, la risa más mecanizada que había surgido jamás. Era aguda y explosiva, regular como un metrónomo y sin matiz alguno.
—Fíjate en ti —dijo finalmente—. No lo digo con espíritu de desprecio, pero fíjate bien. Estás hecho de un material blando y flojo, sin resistencia, dependiendo para la energía de la oxidación ineficiente del material orgánico…, como esto —añadió señalando con un gesto de reprobación los restos del bocadillo de Donovan—. Pasan periódicamente a un estado de coma, y la menor variación de temperatura, presión atmosférica, la humedad o la intensidad de radiación afecta vuestra eficiencia. Son
alterables
.
»Yo, por el contrario, soy un producto acabado. Absorbo energía eléctrica directamente y la utilizó con casi un cien por ciento de eficiencia. Estoy compuesto de fuerte metal, estoy consciente constantemente y puedo soportar fácilmente los más extremados cambios ambientales. Estos son hechos que, partiendo de la irrefutable proposición que ningún ser puede crear un ser más perfecto que él, reduce vuestra tonta teoría a la nada.
Las maldiciones murmuradas en voz baja por Donovan brotaron inteligibles al levantarse frunciendo sus rojas cejas.
—¡Muy bien, hijo de unos desperdicios de metal! Si no te hicimos nosotros, ¿quién te hizo?
—Muy bien, Donovan —asintió Cutie gravemente—. Esta era, desde luego, la cuestión siguiente. Evidentemente, mi creador tiene que ser más poderoso que yo y, por lo tanto, sólo es posible una hipótesis.
Los dos hombres de la Tierra le miraban sin expresión y Cutie prosiguió:
—¿Cuál es el centro de las actividades aquí en la Estación? Al servicio de quién estamos todos? ¿Qué absorbe toda nuestra atención?
Esperó, a la expectativa. Donovan miró asombrado a su compañero.
—Apostaría a que este amasijo de tornillos está hablando del mismo Convertidor de Energía.
—¿Es así, Cutie? —preguntó Powell.
—Estoy hablando del Señor —fue la fría respuesta que siguió.
Aquello fue la señal del estallido de risas de Donovan y el mismo Powell se permitió esbozar una sonrisa. Cutie se puso de pie y sus ojos brillantes se fijaron en uno y después en el otro.
—Da lo mismo lo que piensen y no me extraña que se nieguen a creerlo. Ustedes no tienen que estar mucho tiempo aquí, estoy seguro de ello. Powell mismo ha dicho que al principio sólo los hombres servían al Señor; que después vinieron los robots para el trabajo rutinario; y finalmente yo, para dirigir. Los hechos son sin duda verdaderos, pero la explicación es completamente ilógica. ¿Quieren saber la verdad que hay detrás de todo esto?
—Sigue, Cutie, me diviertes.
—El Señor creó al principio el tipo más bajo, los humanos, formados más fácilmente. Poco a poco fue reemplazándolos por robots, el siguiente paso, y finalmente me creó a mí, para ocupar el sitio de los últimos humanos. A partir de ahora sirvo al Señor.
—No harás nada de esto —dijo Powell secamente—. Seguirás nuestras órdenes y te estarás tranquilo hasta que estemos convencidos que puedes dirigir el Convertidor. ¡Escucha!
El Convertidor
, no el Señor. Si no nos convences, serás desmontado. Y ahora, si no te importa…, puedes marcharte. Y llévate estos datos y regístralos debidamente.
Cutie aceptó los gráficos que le tendían y salió sin decir palabra. Donovan se echó atrás en su silla y se mesó los cabellos.
—Ese robot nos va a dar trabajo. ¡Está como una cabra!
El soñoliento zumbido del Convertidor se oye más fuerte en la cámara de mando y mezclado a él se oye la aspiración de los contadores Geiger y el intermitente ruido de las señales luminosas.
Donovan apartó los ojos del telescopio y encendió los Luxites.
—El haz de la Estación 4 capta Marte en horario. Podemos cortar los nuestros ya.
Powell parecía abstraído.
—Cutie está en el cuarto de máquinas. Le daré la señal y puede hacerse cargo de ello. Oye, Mike, ¿qué piensas de estas cifras?
Donovan las estudió atentamente y lanzó un silbido de perplejidad.
—¡Hombre, esto es lo que yo llamo intensidad de rayos gamma! El viejo Sol hace de las suyas…
—Sí —respondió Powell amargamente—, estamos en mala posición para aguantar una tormenta de electrones, además. Nuestro haz de Tierra está probablemente en el sendero indicado. —Apartó su silla de la mesa—. ¡Demonios! ¡Si tan sólo aguantase hasta que venga el relevo, pero lleva ya diez días! Oye, Mike, ¿y si fueses abajo a echar una mirada a Cutie?
—Bien. Dame algunas de estas almendras. —Agarró el saquito que le arrojó Powell y se dirigió hacia el ascensor.
El instrumento se deslizó suavemente hacia abajo y se detuvo en la pequeña puerta de la sala de máquinas. Donovan se asomó a la barandilla y miró hacia abajo. Los enormes generadores estaban en plena acción y de los tubos-L salía el agudo silbido que saturaba toda la estación.
Vio la enorme y reluciente figura de Cutie al lado del tubo-L de Marte, observando atentamente los demás robots que trabajaban al unísono.
Y entonces Donovan se quedó rígido. Los robots, que parecían empequeñecidos junto el enorme tubo-L, estaban alineados delante de él, con la cabeza doblada en ángulo recto, mientras Cutie andaba lentamente arriba y abajo por delante de ellos. Transcurrieron quince segundos y entonces, con un estruendo metálico que retumbó en la estancia, cayeron todos de rodillas.
Donovan bajó precipitadamente la estrecha escalera. Corrió hacia ellos, con el rostro rojo como sus cabellos, agitando furiosamente los puños en el aire.
—¿Qué diablos significa esto. Idiotas sin seso? ¡Vamos! ¡Ocúpense del tubo-L! ¡Como no lo tengan en perfecta condición, limpio, antes que termine el día, les coagulo el cerebro con corriente alterna!
Ni un solo robot se movió.
Incluso Cutie, en el extremo, el único que estaba de pie, permaneció silencioso, con la mirada fija en los oscuros rincones de la gran máquina que tenía delante. Donovan dio un fuerte empujón al primer robot.
—¡Levántate! —rugió.
Lentamente el robot obedeció.
Sus ojos fotoeléctricos se fijaron con reproche sobre el hombre de la Tierra.
—No hay más Señor que el Señor —dijo—, y QT-1 es su profeta.
—¿Eh?… —Donovan se encontró frente a veinte pares de ojos fijos en el y veinte voces de timbre metálico que declaraban solemnemente:
—«No hay más Señor que el Señor y QT-1 es su profeta…»
—Temo —dijo Cutie al llegar a este punto—, que mis amigos obedecen ahora a alguien más alto que tú.
—¡Que diablos dices! ¡Sal de aquí inmediatamente! Ya te arreglaré las cuentas más tarde, y a estos aparatos animados, ahora mismo.
—Me da pena —dijo Cutie lentamente moviendo despacio la cabeza—, pero veo que no me entiendes. Todos ellos son robots, y por lo tanto seres dotados de razón. Les he predicado la Verdad y ahora reconocen al Señor. Me llaman el Profeta. Soy indigno de ello —añadió bajando la cabeza—, pero quizá…
Donovan consiguió recobrar el aliento e hizo uso de él.
—¿Sí, eh?… ¡Vaya, que bonito!… Pues escucha que te diga una cosa, chimpancé de bronce. Aquí no hay tal Señor, ni tal Profeta, ni es cuestión de quién da órdenes. ¿Entendido? —Su voz se convirtió en un mugido—. ¡Y ahora, fuera de aquí!
—Obedezco solamente al Maestro.
—¡Al diablo el Maestro! —Donovan escupió sobre el tubo-L—. ¡Esto para el Maestro! ¡Haz lo que te digo!
Ni Cutie ni los demás robots dijeron una palabra, pero Donovan se dio cuenta de un aumento de tensión. Los ojos fríos aumentaron la intensidad de su color, y Cutie parecía más rígido que nunca.
—¡Sacrílego! —murmuró, con voz metálica emocionada.
Donovan tuvo la primera sensación de miedo al ver aproximarse a Cutie. Un robot
no puede sentir odio
, pero los ojos de Cutie eran inescrutables.
—Lo siento, Donovan —dijo el robot—, pero después de esto no puedes seguir por más tiempo aquí. Por consiguiente, Powell y tú tienen vedado el acceso a la sala de control y la sala de máquinas.
Había hecho un gesto pausado y en el acto dos robots sujetaron los brazos de Donovan.
Donovan no tuvo tiempo de hacer más que una angustiada aspiración antes de sentirse levantado y llevado escaleras arriba a la velocidad de un buen galope.
Gregory Powell andaba arriba y abajo de la habitación, con el puño cerrado. Dirigió una intensa mirada de desesperación a la puerta y se acercó a Donovan amargamente.
—¿Por qué diablos tenías que escupir contra el tubo-L?
Mike Donovan se desplomó sobre el sillón y golpeó el brazo furiosamente.
—¿Qué querías que hiciese con este espantajo electrificado? ¡No voy a doblegarme ante sus caprichos!, ¿verdad?