Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
—¿Qué pasa? —dijo—. ¿Te has roto una uña?
—¡Ya!… —exclamó Donovan febril—. ¿Qué has estado haciendo aquí abajo todo el día? —Hizo una profunda aspiración—: ¡Speedy no ha regresado!
Los ojos de Powell se agrandaron momentáneamente y se detuvo en la escalera; después reaccionó y siguió subiendo. No pronunció una palabra hasta llegar al rellano de arriba y entonces, dijo:
—¿Has mandado a buscar el selenio?
—Sí.
—¿Y cuánto tiempo lleva fuera?
—Cinco horas ya.
Silencio. Era una situación endiablada. Llevaban exactamente doce horas en Mercurio y ya estaban metidos hasta las cejas en muchas complicaciones. Hacía ya tiempo que Mercurio era el mundo endiablado del sistema, pero aquello resultaba algo excesivo, incluso para un diablo.
—Empieza por el principio y vamos a poner esto en claro —dijo Powell.
Estaban en la sala de la radio, con el equipo ya ligeramente anticuado, que nadie había tocado durante los diez años anteriores a su llegada. Incluso diez años, tecnológicamente hablando, tienen importancia. Comparemos a Speedy con el tipo de robots en boga por allá el año 2005. Pero el avance en robótica de aquellos días era tremendo. Powell, contrariado, tocó una superficie metálica todavía reluciente. El aspecto de abandono que reinaba en la estancia, e incluso en toda la estación, era infinitamente deprimente. Donovan debió darse cuenta, porque empezó:
—He tratado de localizarlo por radio, pero ha sido inútil. La radio es inoperante en la cara solar de Mercurio, a más de tres kilómetros en todo caso. Éste es uno de los motivos por los cuales falló la primera expedición. Y no podemos instalar el equipo de ultraonda antes de algunas semanas…
—Deja todo esto. ¿Qué has conseguido?
—He localizado la señal de un cuerpo inorgánico en la onda corta. No he conseguido más que la posición. He seguido su rastro durante dos horas y he anotado los resultados en el mapa.
Llevaba en el bolsillo un cuadrado de pergamino, reliquia de la infructuosa primera expedición, y lo arrojó sobre la mesa con rabia, extendiéndolo con la palma de la mano. Powell, con las manos sobre el pecho, lo observaba a distancia. El lápiz de Donovan señaló nerviosamente.
—La cruz roja es el pozo de selenio. Tú mismo lo marcaste.
—¿Cuál de ellos? —interrumpió Powell—. MacDougal localizó tres antes de marcharse.
—He mandado a Speedy al más próximo, naturalmente. A veintiocho kilómetros de aquí. Pero, ¿qué diferencia hay? —añadió con la voz tensa—. Aquí hay los puntos de lápiz que marcaban la posición de Speedy.
Por primera vez el estudiado aplomo de Powell falló y tendió las manos hacia el mapa.
—¿Lo dices en serio? Esto es imposible.
—Pues así es —gruñó Donovan.
Los diminutos puntos de lápiz formaban un vago círculo alrededor de la cruz roja del pozo de selenio. Y Powell se atusó el bigote, infalible signo de ansiedad.
—Durante las dos horas que lo he seguido —prosiguió Donovan— dio cuatro vueltas alrededor del pozo. Me parece que va a seguir así siempre. ¿Te das cuenta de la situación en que nos encontramos?
Powell levantó un instante la vista pero no dijo nada. Sí, se daba muy bien cuenta de la situación en que estaban. Aparecía tan clara como un silogismo. La barrera de fotocélulas, único obstáculo que se interponía entre el monstruoso sol de Mercurio y ellos, estaba destruida. Lo único que podía salvarlos era el selenio. El único que podía conseguir el selenio era Speedy. Si Speedy no regresaba, no había selenio. Si no había selenio, no había barrera de fotocélulas. Si no había barrera de fotocélulas…, sería la muerte, abrasados lentamente de la forma más desagradable posible.
Donovan se secó con rabia la roja melena y en tono amargado dijo:
—Vamos a ser el hazmerreír de todo el sistema, Greg. ¿Cómo puede haber ido todo tan mal, tan de repente? ¡El famoso equipo de Powell y Donovan es enviado a Mercurio para informar sobre la conveniencia de abrir de nuevo el yacimiento minero de la Fase Solar con técnica moderna y robots y el primer día lo estropean todo! Un trabajo de simple rutina, además… Jamás sobreviviremos a esto.
—Ni tendremos necesidad de sobrevivir, quizá —respondió Powell tranquilamente—. Si no hacemos algo pronto, sobrevivir, o incluso sólo vivir, no importará.
—¡No seas estúpido! Si te gusta bromear con esto, a mí, no. Ha sido criminal enviarnos aquí con un solo robot. Y fue idea genial tuya, creer que podíamos restablecer la barrera de fotocélulas solos.
—Ahora no eres leal. Fue una decisión mutua y tú lo sabes muy bien. Lo único que necesitábamos era un kilogramo de selenio, una Placa Inmovilizadora Dielectródica y unas tres horas de tiempo; la cara solar está llena de pozos de selenio. El espectro-reflector de MacDougal descubrió tres en cinco minutos. ¡Qué diablos! ¡No podíamos esperar la próxima conjunción!
—Bien, ¿y qué vamos a hacer? Powell, tú tienes una idea. Lo sé, si no la tuvieses no estarías tan tranquilo. No eres más héroe que yo. ¡Vamos, suéltala ya!
—No podemos ir en busca de Speedy por la cara del sol, Mike. Ni aun los nuevos insotrajes aguantan más de veinte minutos de luz directa del sol. Pero ya conoces el viejo refrán, «Envía un robot a buscar un robot». Mira, Mike, quizá las cosas no están tan mal. Abajo, en los subniveles tenemos seis robots que podemos utilizar si funcionan. Si funcionan.
Un destello de esperanza apareció súbitamente en los ojos de Donovan.
—¿Quieres decir los seis robots de la primera expedición? ¿Estás seguro? Pueden ser máquinas subrobóticas. Diez años son muchos años para los tipos de robots, ya lo sabes.
—No importa, son robots. He pasado el día entre ellos y lo sé. Tienen cerebro positrónico; primitivo, desde luego. Vamos abajo —dijo introduciéndose el mapa en el bolsillo.
Los seis robots estaban en el último subnivel,, rodeados de cajas de embalaje de incierto contenido. Eran enormes, muy grandes, y a pesar que estaban sentados en el suelo con las piernas estiradas, sus cabezas se elevaban sus buenos dos metros en el aire.
—¡Fíjate en el tamaño! —silbó Donovan—. El torso debe tener tres metros de circunferencia.
—Es porque están dotados del viejo mecanismo McGuffy. He mirado su interior; es la cosa más complicada que has visto jamás.
—¿Los has cargado ya?
—No, no tenía ningún motivo para ello. No creo que tengan nada descompuesto. Incluso el diagrama está en buen estado. Pueden hablar.
Destornilló la placa del pecho del más cercano e insertó en él la esfera de cinco centímetros de diámetro que contenía la diminuta chispa de energía atómica que daba vida al robot. Era difícil fijarla, pero lo consiguió, y volvió a atornillar laboriosamente la placa. Los controles de radio de modelos más modernos no habían sido oídos hacía diez años. Después repitió la operación con los otros cinco.
—No se mueven —dijo Donovan, inquieto.
—No les hemos dado orden para que lo hagan —respondió Powell sucintamente. Volvió al primero de la fila y lo golpeó en el pecho—. ¡Tú! ¿Me oyes?
La cabeza del monstruo se inclinó respetuosamente, como lo hubiera hecho un siervo, y sus ojos se fijaron en Powell. Después, con una voz dura, como un graznido, como la de un gramófono de la época medieval, articuló: «Sí, señor».
Powell miró a Donovan sin expresión.
—¿Has oído? Son de los tiempos de los primeros robots parlantes, cuando parecía que los robots iban a ser desterrados de la Tierra. Los fabricantes luchaban e imbuyeron en ellos sanos instintos de esclavitud.
—De poco les ha valido —murmuró Donovan.
—No, no les valió, pero lo intentaron. —Se volvió de nuevo hacia el robot—. ¡Levántate!
El robot se incorporó lentamente y Donovan levantó la cabeza con un leve silbido.
—¿Puedes salir a la superficie? ¿A la luz? —preguntó Powell.
El lento cerebro del robot funcionó pausadamente.
—Sí, señor —dijo por fin.
—Bien. ¿Sabes lo que es un kilómetro?
Otra reflexión y otra lenta respuesta.
—Sí, señor.
—Vamos a llevarte a la superficie y te indicaremos una dirección. Avanzarás veintiocho kilómetros y por alguna parte de aquella región encontrarás otro robot, más pequeño que tú. ¿Sigues entendiendo?
—Sí, señor.
—Encontrarás este robot y le ordenarás que regrese. Si no quiere regresar, tienes que traerlo a la fuerza.
Donovan agarró la manga de Powell.
—¿Por qué no enviarlo directamente a buscar el selenio?
—Porque quiero que Speedy regrese, idiota. Quiero averiguar qué le ocurre. Bien —añadió dirigiéndose al robot—, sígueme.
El robot permaneció inmóvil y su voz graznó:
—Perdón, señor, pero no puedo. Tienes que montar primero. —Con un fuerte golpe, juntó sus manos entrelazando los dedos. Powell lo miró y se acarició el bigote.
—¡Eh…! ¡Ah!
—¿Tenemos que montarlo? —dijo Donovan saltándole los ojos—. ¿Como un caballo?
—Me parece que ésa es la intención. Pero no sé por qué. No veo… ¡Ah, si! Ya te he dicho que en aquellos tiempos estaban luchando con la seguridad de los robots. Evidentemente, quisieron dar la sensación de seguridad no permitiéndoles moverse sin llevar un
cornac
en los hombros. ¿Qué hacemos ahora?
—Eso es lo que estoy pensando —murmuró Donovan—. No podemos salir a la superficie, ni con robot ni sin él. ¡Por el pellejo de…! —Hizo chasquear los dedos—. Dame el mapa —dijo excitado—. No en balde he pasado dos horas estudiándolo. ¡Hay una explotación minera! ¿Por qué no utilizamos los túneles?
El yacimiento minero estaba marcado en el mapa por un círculo negro y las delgadas líneas que salían de él, a la manera de una telaraña, eran los túneles. Donovan estudió las explicaciones de lectura al pie de la página.
—Mira —dijo—, los pequeños puntos negros son aberturas que dan a la superficie y aquí hay uno que quizá no esté a más de cinco kilómetros del pozo de selenio. Aquí hay un número…, ¡hubieran podido escribir más grande!… 13-a. Si los robots saben el camino hasta aquí…
Powell hizo la pregunta y recibió un sordo «Sí, señor».
—Ponte el insotraje —dijo, satisfecho.
Era la primera vez que se ponían los insotrajes, lo cual requería más tiempo del que habían creído el día anterior a su llegada, y sintieron incomodados los movimientos de sus miembros.
El insotraje era mucho más voluminoso y feo que el traje espacial reglamentario; pero considerablemente más ligero porque no entraba metal alguno en su composición. Compuestos de plástico resistente al calor y planchas de corcho químicamente tratadas, y equipados con un dispositivo desecador para mantener el aire seco, los insotrajes podían resistir el ardor del sol de Mercurio durante veinte minutos. Y quizá de cinco a diez más, sin causar la muerte del ocupante.
Y las manos del robot seguían formando estribo sin demostrar el más leve indicio de sorpresa ante la grotesca figura en que Powell se había convertido. La voz de Powell, enronquecida por la radio, gritó:
—¿Estás a punto de llevarnos a Salida 13-a?
—Sí, señor.
«Bien —pensó Powell—; pueden carecer de radio control, pero, por lo menos, van equipados con radio receptor.»
—Monta en uno de los otros, Mike —le dijo a Donovan.
Puso un pie en el improvisado estribo y montó. Encontró el asiento cómodo; los hombros del robot habían sido evidentemente moldeados con este fin; había una depresión en cada hombro, y dos «orejas» salientes cuyo objeto parecía claro.
Powell se agarró a las «orejas» y sacudió la cabeza del robot. Su montura se volvió pesadamente. «Guía, Macduff.» Pero Powell no se sintió tranquilizado.
Los gigantescos robots avanzaron lentamente con mecánica precisión y franquearon la puerta cuyo dintel apenas distaba un palmo sobre su cabeza, de manera que los dos amigos tuvieron que encogerse rápidamente; siguieron un corredor en el cual los lentos pasos resonaban rítmicamente y finalmente entraron en la compuerta neumática.
El largo túnel sin aire que se extendía delante de ellos hasta llegar a formar un solo punto, evocó a Powell la exacta magnitud del esfuerzo realizado por la primera expedición, con sus rudimentarios robots y sus elementales necesidades. Pudo ser un fracaso, pero su fracaso fue bastante más útil que los éxitos usuales del Sistema Solar.
—Fíjate en que estos túneles están iluminados y su temperatura es la normal de la Tierra. Probablemente ha sido así durante los diez años que han permanecido desiertos.
—¿Cómo es eso?
—Energía barata; la más barata del Sistema. Fuerza solar, ¿comprendes?, y en la Clara Solar de Mercurio, la fuerza solar es
algo
. Por esto la estación fue construida a la luz del sol en lugar de las sombras de la montaña. Es realmente un enorme convertidor de energía. El calor es transformado en electricidad, luz, fuerza mecánica y lo que quieras; de manera que la energía es suministrada por un proceso simultáneo, pues sirve también para refrigerar la estación.
—Mira —dijo Donovan—. Todo esto es muy instructivo, pero, ¿te importaría cambiar de tema? Ocurre que esta conversión de la energía de la que hablas es realizada principalmente por la barrera de fotocélulas, y éste es para mí un doloroso tema en este momento.
Powell gruñó ligeramente y cuando Donovan rompió el subsiguiente silencio fue para abordar un tema totalmente distinto.
—Escucha, Greg. ¿Qué diablos debe ocurrirle a Speedy? No puedo comprenderlo.
No es cosa fácil encogerse de hombros dentro de un insotraje, pero Powell lo intentó.
—No lo sé, Mike. Ya sabes que está perfectamente adaptado a un ambiente mercuriano. El calor no significa nada para él y está construido para poca gravedad y suelo accidentado. Está a prueba de averías…, o por lo menos, debería estarlo.
—Señor —dijo el robot—. Ya estamos.
—¿Eh? —dijo Powell medio dormido—. Bien, salgamos; vamos a la superficie.
Se encontraban en una pequeña subestación, vacía, sin aire, en ruinas. Donovan había observado un agujero dentellado en la parte alta de una de las paredes a la luz de su lámpara de bolsillo.
—¿Un meteorito, supones? —había preguntado.
—¡Al diablo! —respondió Powell—. No importa, salgamos.
Un imponente acantilado de negra roca basáltica ocultaba la luz del sol y la profunda noche oscura de un mundo sin aire los envolvía. Delante de ellos, la sombra se extendía y terminaba como en un filo de navaja de un insoportable resplandor de luz blanca que relucía con millares de cristales sobre el suelo de roca.