Cuentos completos (216 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

BOOK: Cuentos completos
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—Nos vimos forzados a hacerlo, Karl. No lo deseábamos. —La voz de Antil era estridente a causa de la agitación—. No aceptaron nuestras favorables condiciones de capitulación y empezaron a disparar sus pistolas de tonita. Tuvimos… tuvimos que emplear… el arma. Después tuvimos que matar a la mayoría… sin misericordia.

—No te entiendo. ¿De qué arma estás hablando?

—¿Recuerdas aquella vez en las ruinas de Ash-taz-zor, Karl? La habitación secreta; la antigua inscripción; las cinco armas.

Karl asintió sombríamente.

—Pensé que lo eran, pero no estaba seguro.

—Era un arma horrible, Karl. —Antil se apresuró a continuar, como si no pudiera soportar pensar en ello—. Los antiguos la descubrieron… pero no la utilizaron nunca. En lugar de ello, la escondieron, y no sé por qué no la destruyeron. Me gustaría que lo hubieran hecho; realmente me gustaría. Pero no fue así y yo la encontré y debo usarla… por el bien de Venus.

Su voz se convirtió en un susurro, pero con un esfuerzo manifiesto recobró ánimos para continuar la explicación.

—Las pequeñas e inofensivas varillas que viste aquella vez, Karl, eran capaces de producir un campo de fuerza de una naturaleza desconocida (los antiguos se negaron sabiamente a mostrarse explícitos en este punto) que tiene el poder de desconectar el cerebro de la mente.

—¿Qué? —Karl estaba boquiabierto—. ¿De qué estés hablando?

—Debes saber que el cerebro no es más que el asiento de la mente y no la mente misma. La naturaleza de ésta es un misterio, desconocido incluso para nuestros antepasados; pero sea lo que fuere, emplea el cerebro como su intermediario con el exterior.

—Comprendo. Y vuestra arma separa la mente del cerebro… convierte a la mente en algo desvalido… un piloto espacial sin mandos.

Antil asintió solemnemente.

—¿Has visto alguna vez un animal sin cerebro? —preguntó de repente.

—Pues, sí, un perro… durante mis estudios de biofísica en la Universidad.

—Entonces, ven, te enseñaré a un ser humano sin cerebro.

Karl siguió al venusiano hasta un ascensor. Mientras descendía al nivel más bajo —el nivel de la prisión— su mente era un torbellino. Atormentado por el horror y la furia, tenía alternativos impulsos de un irrazonado deseo de escapar y un anhelo casi insuperable de matar al venusiano que estaba junto a él. Aturdido, salió del cubículo y siguió a Antil hasta un lóbrego pasillo, que serpenteaba entre dos hileras de diminutas celdas con rejas.

—Allí.

La voz de Antil sobresaltó a Karl como si se hubiera tratado de un súbito chorro de agua fría. Siguió la dirección indicada por la mano palmeada y contempló con repugnancia hipnótica la figura humana que señalaba.

Era un ser humano, indudablemente, por la forma… pero inhumano, sin embargo. Aquello (Karl no podía denominarlo por «él») estaba sentado silenciosamente en el suelo, con sus grandes ojos fijos en la pared lisa que había enfrente. Ojos que estaban desprovistos de alma, labios sueltos de los que se le escapaba la saliva, dedos que se movían sin un propósito determinado.

Asqueado, Karl volvió rápidamente la cabeza.

—No es del todo exacto que carezca de cerebro —la voz de Antil era baja—. Orgánicamente, su cerebro está perfecto e intacto. Sólo que… está desconectado.

—¿Cómo vive, Antil? ¿Por qué no se muere?

—Porque el sistema autónomo está intacto. Ponlo en pie y mantendrá el equilibrio. Empújale y recuperará su posición. Su corazón late. Respira. Si pones comida en su boca, tragará, aunque se moriría de hambre antes de realizar el acto voluntario de comer los alimentos que han sido colocados frente a él. Es vida…, una especie de vida; pero estaría mejor muerto, pues la desconexión es permanente.

—Es horrible… horrible.

—Es peor de lo que crees. Estoy convencido de que en algún lugar del cuerpo de este hombre, la mente, intacta, todavía existe. Prisionera e impotente en un cuerpo que no puede controlar. ¿Cuál debe ser la tortura de esa mente?

Karl se puso súbitamente rígido.

—No conquistarás la Tierra por medio de esta horrible y atroz brutalidad. Es un arma increíblemente cruel, pero no más mortífera que una docena de las nuestras. Pagarás por esto.

—Por favor, Karl, no tienes ni la más remota idea del carácter mortífero del Campo de Desconexión. El campo es independiente del espacio y quizá también del tiempo, así que su campo de acción puede extenderse casi indefinidamente. ¿Sabes que no se requirió más que un disparo para incapacitar a todas las criaturas de sangre caliente que había en Afrodópolis? —La voz de Antil subió de tono con nerviosismo—. ¿Sabes que puedo envolver TODA LA TIERRA con el campo… convertir a tus miles de millones de semejantes en el duplicado de esos cuerpos muertos en vida con UN SOLO DISPARO?

Karl no reconoció su propia voz al murmurar:

—¡Loco! ¿Eres tú el único que conoce el secreto de este infame campo?

Antil prorrumpió en una risa hueca.

—Sí, Karl, la culpa es sólo mía, nada más que mía. Pero matarme no solucionaría nada. Si yo muero, hay otros que saben dónde encontrar la inscripción, otros que no sienten mi simpatía por la Tierra. No tengo nada que temer de ti, Karl, pues mi muerte significaría el fin de tu mundo.

El terrícola estaba deshecho…, deshecho por completo. En su interior ya no había ni la más pequeña duda en cuanto al poder de los venusianos.

—Me rindo —murmuró—, me rindo. ¿Qué debo decir a mi pueblo?

—Expón mis condiciones y lo que podría hacer si quisiera.

Karl se alejó del venusiano como si su mismo contacto fuera mortal.

—Se lo diré.

—Diles también que Venus no es vengativa. No deseamos utilizar nuestra arma, ya que es demasiado horrible para emplear. Si nos conceden la independencia en nuestros propios términos, y nos permiten ciertas precauciones necesarias para evitar una nueva esclavitud futura, lanzaremos cada una de nuestras cinco armas y la inscripción explicativa hacia el Sol.

La voz del terrícola siguió siendo un susurro desentonado:

—Se lo diré.

El almirante Von Blumdorff era tan prusiano como su nombre, y su código militar era la simple fuerza bruta. De modo que fue completamente natural que sus reacciones ante el informe de Karl Frantor fueran explosivas dentro de su sarcástica burla.

—Es usted un loco inconsciente —gritó al joven—. Esto es lo que resulta de las conversaciones, las palabras, las tonterías. Ha osado venirme con ese cuento de viudas viejas sobre armas misteriosas de incalculable fuerza. Sin una sola prueba, usted acepta todo lo que ese maldito verdoso le dice, y se rinde despreciablemente. ¿Acaso no podía amenazar, no podía engañar, o mentir?

—El no amenazó, engañó ni mintió —contestó amablemente Karl—. Lo que dijo fue una verdad indiscutible. Si usted hubiera visto al hombre sin cerebro…

—¡Bah! Esa es la parte más inexcusable de todo este maldito asunto. ¡Exhibir ante usted a un lunático, algún retrasado mental cualquiera, y decir «¡Ésta es nuestra arma!», y usted creyéndolo todo! ¿Hicieron algo más que hablar? ¿Hicieron una demostración del arma? ¿Se la enseñaron siquiera?

—Naturalmente que no. El arma es mortal. No van a matar a un venusiano para darme gusto. En cuanto a enseñarme el arma…, bueno, ¿enseñaría usted su carta buena a su contrario? Ahora conteste usted a unas cuantas preguntas. ¿Por qué está Antil tan seguro de sí mismo? ¿Cómo conquistó todo Venus tan fácilmente?

—Admito que no puedo explicármelo, pero, ¿prueba eso que su explicación sea la correcta? De cualquier modo, estoy harto de tanto hablar. Vamos a atacar enseguida y ¡al infierno todas las teorías! Me enfrentaré a ellos con proyectiles de tonita y usted podrá observar su engaño en sus horribles caras.

—Pero, almirante, debe usted comunicar mi informe al presidente.

—Lo haré… cuando haya mandado Afrodópolis al otro mundo.

Conectó la unidad central de emisión.

—¡Atención, todas las naves! ¡Formación de batalla! Dentro de quince minutos nos lanzaremos sobre Afrodópolis con todas las sobrecargas de tonita. —Después se volvió hacia el ordenanza—. Diga al capitán Larsen que informe a Afrodópolis de que tienen quince minutos para izar la bandera blanca.

Los minutos que transcurrieron a continuación fueron tensos y exasperantes para Karl Frantor. Permaneció sentado en silencio, con la cabeza sepultada entre las manos; el débil clic del cronómetro al final de cada minuto sonaba como un trueno en sus oídos. Contó esos clics en un susurro 8- 9-10. ¡Dios!

¡Sólo faltaban cinco minutos para una muerte segura! ¿O tendría razón Von Blumdorff? ¿Habían ideado los venusianos un atrevido engaño?

Un ordenanza penetró en la habitación y saludó.

—Los verdosos acaban de contestar, señor.

—Bien. —Von Blumdorff se inclinó hacia delante con impaciencia.

—Dicen: «Urgentemente solicitamos a la flota que no ataque. Si lo hacen, no seremos responsables de las consecuencias.»

—¿Eso es todo? —dijo con un grito ultrajado.

—Sí, señor.

El almirante prorrumpió en una sulfurada sarta de maldiciones.

—Vaya un descaro que tienen —gritó—. Se atreven a mantener su engaño hasta el final.

Y cuando terminó de decirlo, los quince minutos habían transcurrido, y la poderosa flota se puso en movimiento. En filas y ordenada formación, descendieron hacia el nublado velo del segundo planeta. Von Blumdorff sonreía entre dientes al contemplar el pavoroso espectáculo que se reflejaba en el televisor… hasta que la matemáticamente precisa formación de batalla se rompió de repente.

El almirante siguió observando y se frotó los ojos. La mitad de la flota más distante se había vuelto repentinamente loca. Primero, las naves se tambalearon; después cambiaron de dirección y dispararon a objetivos descabellados.

Entonces llegaron llamadas de la mitad sana de la flota… informes de que el ala izquierda había dejado de responder a la radio.

El ataque a Afrodópolis fue inmediatamente interrumpido al darse la orden de capturar las naves que volaban a ciegas. Von Blumdorff paseaba furioso arriba y abajo y se mesaba el cabello. Karl Frantor gritó: «Es su arma» y volvió a sumirse en su anterior silencio.

De Afrodópolis no llegó ningún mensaje.

Durante dos horas enteras, el resto de la flota terrestre luchó con sus propias naves. Siguiendo los cursos sin rumbo de las astronaves afectadas, se acercaban y las agarraban. Atados entonces con rígida fuerza, se aplicaban los cohetes hasta que el loco vuelo de las otras se equilibrada y detenía. Veinte naves de la flota no pudieron ser recuperadas; algunas continuaron en órbita alrededor del Sol, otras se dirigieron hacia un espacio desconocido y unas pocas se estrellaron en Venus.

Cuando las restantes naves del ala izquierda fueron abordadas, los confiados grupos de rescate se quedaron horrorizados. Setenta y cinco cuerpos humanos de mirada fija y estúpida en cada nave. Ni un sólo ser humano normal. Algunos de los primeros en entrar gritaron con horror y huyeron impulsados por el pánico. Otros sólo sintieron náuseas y desviaron la mirada. Un oficial se hizo cargo de la situación de un rápido vistazo; cargó su pistola atómica lentamente e irradió a todos los seres sin cerebro que había a su alcance.

El almirante Von Blumdorff era un hombre deshecho, una sombra lastimosa y agotada de su antiguo orgullo y carácter fanfarrón, cuando supo lo peor. Le llevaron a uno de los seres sin cerebro y retrocedió con pasos vacilantes.

Karl Frantor le miró con ojos inyectados de sangre.

—Bueno, almirante, ¿está usted satisfecho?

Pero el almirante no contestó. Sacó su pistola, y antes de que nadie pudiera evitarlo, se disparó un tiro en la cabeza.

Una vez más, Karl Frantor se encontraba ante una reunión del presidente y su gabinete, ante un desalentado grupo de hombres asustados. Su informe fue claro y no dejó ninguna duda en cuanto a la decisión que debía tomarse.

El presidente Debuc contempló al ser sin cerebro que le llevaron como prueba.

—Estamos acabados —dijo—. Debemos rendirnos incondicionalmente, ponernos a su merced. Pero algún día… —Sus ojos se iluminaron al pensar en la venganza.

—¡No, señor presidente! —sonó la voz de Karl—, no debe haber un algún día. Tenemos que dar a los venusianos su sencillo derecho: libertad e independencia. Lo pasado debe olvidarse… Nuestros muertos no han hecho más que pagar por el medio siglo de esclavitud venusiana. Después de esto, debe haber un nuevo orden en el sistema solar… el nacimiento de un nuevo día.

El presidente bajó la cabeza mientras reflexionaba y después la levantó de nuevo.

—Tiene usted razón —contestó con energía—; no habrá ideas de venganza.

Dos meses después se firmó el tratado de paz y Venus se convirtió en lo que ha sido desde entonces: una potencia independiente y soberana. Y con la firma del tratado, se envió hacia el Sol una diminuta partícula que daba incesantes vueltas. Era… un arma demasiado terrible para emplear.

Robbie (1940)

“Strange Playfellow (Robbie)”

—Noventa y ocho…, noventa y nueve…, ¡cien! —Gloria retiró su mórbido antebrazo de delante de los ojos y permaneció un momento parpadeando al sol. Después, tratando de mirar en todas direcciones a la vez, avanzó cautelosamente algunos pasos, apartándose del árbol contra el que se apoyaba.

Estiró el cuello, estudiando las posibilidades de unos matorrales que había a la derecha y se alejó unos pasos para tener mejor punto de vista. La calma era absoluta, a excepción del zumbido de los insectos y el gorjear de algún pájaro que afrontaba el sol de mediodía.

—Apostaría a que se ha metido en casa, y le he dicho mil veces que esto no es leal —se quejó.

Avanzando los labios con un mohín y arrugando el entrecejo, se dirigió decididamente hacia el edificio de dos pisos del otro lado del camino.

Demasiado tarde oyó un crujido detrás de ella, seguido del claro «clump-clump» de los pies metálicos de Robbie. Se volvió rápidamente para ver a su triunfante compañero salir de su escondrijo y echó a correr hacia el árbol a toda velocidad. Gloria chilló, desalentada.

—¡Espera, Robbie! ¡Esto no es leal, Robbie! ¡Prometiste no salir hasta que te hubiese encontrado! —Sus diminutos pies no podían seguir las gigantescas zancadas de Robbie. Entonces, a tres metros de la meta, el paso de Robbie se redujo a un simple arrastrarse y Gloria, haciendo un esfuerzo final por alcanzarlo, echó a correr jadeante y llegó a tocar la corteza del árbol en primer lugar.

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