Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
Orgullosa, se volvió hacia el leal Robbie y con la más baja ingratitud, le recompensó su sacrificio mofándose de su incapacidad para correr.
—¡Robbie no puede correr! —gritaba con toda la fuerza de su voz de ocho años—. ¡Le gano cada día! ¡Le gano cada día! —cantaban las palabras con un ritmo infantil.
Robbie no contestó, desde luego…, con palabras. Echó a correr, esquivando a Gloria cuando la niña estaba a punto de alcanzarlo, obligándola a describir círculos que iban estrechándose, con los brazos extendidos azotando el aire.
—¡Robbie…, estate quieto! —gritaba. Y su risa salía estridente, acompañando las palabras.
Hasta que Robbie se volvió súbitamente y la agarró, haciéndole dar vueltas en el aire, de manera que durante un momento para ella el universo fue un vacío azulado y los verdes árboles que se elevaban del suelo hacia la bóveda celeste. Y después se encontró de nuevo sobre la hierba, al lado de la pierna de Robbie y agarrada todavía a un duro dedo de metal.
Al poco rato recobró la respiración. Trató inútilmente de arreglar su alborotado cabello con un gesto de vaga imitación de su madre y miró si su vestido se había desgarrado.
Golpeó con la mano la espalda de Robbie.
—¡Mal muchacho! ¡Malo, malo! ¡Te pegaré!
Y Robbie se inclinaba, cubriéndose el rostro con las manos, de manera que ella tuvo que añadir:
—¡No, no, Robbie! ¡No te pegaré! Pero ahora me toca a mí esconderme, porque tienes las piernas más largas y me prometiste no correr hasta que te encontrase.
Robbie asintió con la cabeza —pequeño paralelepípedo de bordes y ángulos redondeados, sujeto a otro paralelepípedo más grande, que servía de torso, por medio de un corto cuello flexible— y obedientemente se puso de cara al árbol. Una delgada película de metal bajó sobre sus ojos relucientes y del interior de su cuerpo salió un acompasado tictac.
—Y ahora no mires, ni te saltes ningún número —le advirtió Gloria, mientras corría a esconderse.
Con invariable regularidad fueron transcurriendo los segundos, y al llegar a cien se levantaron los párpados y los ojos colorados de Robbie inspeccionaron los alrededores. Al instante se fijaron en un trozo de tela de color que salía de detrás de una roca. Avanzó algunos pasos y se convenció a sí mismo que era Gloria.
Lentamente, manteniéndose entre Gloria y el árbol-meta, avanzó hacia el escondrijo, y, cuando Gloria estuvo plenamente a la vista y no pudo dudar de haber sido descubierta, tendió un brazo hacia ella, y se golpeó con el otro la pierna, produciendo un ruido metálico. Gloria salió, contrariada.
—¡Has mirado! —exclamó con neta deslealtad—. Además, estoy cansada de jugar al escondite. Quiero que me lleves a paseo.
Pero Robbie estaba ofendido de la injusta acusación, y, sentándose cautelosamente, movió la cabeza contrariado de un lado a otro.
Gloria cambió de tono, adaptando una gentil actitud de halago.
—Vamos, Robbie, no lo he dicho en serio, que mirases. Llévame a paseo.
Pero Robbie no era tan fácil de conquistar. Miró fijamente al cielo y siguió moviendo negativamente la cabeza, obstinado.
—¡Por favor, Robbie, llévame a paseo! —Rodeó su cuello con sus rosáceos brazos y estrechó su presa. Después cambiando repentinamente de humor, se apartó de él—. Si no me das un paseo, voy a llorar. —Y su rostro hizo una mueca, dispuesta a cumplir su amenaza.
El endurecido Robbie no hizo caso de la terrible posibilidad, y siguió moviendo la cabeza por tercera vez. Gloria consideró necesario jugar su última carta.
—Si no me llevas —exclamó amenazadora—, no te contaré más historias. ¡Ni una más!
Ante este ultimátum, Robbie se rindió sin condiciones y movió afirmativamente la cabeza, haciendo resonar su cuello de metal. Levantó cuidadosamente a la chiquilla y la sentó en sus anchos hombros.
Las amenazadoras lágrimas de Gloria se secaron en el acto y se echó a reír con deleite. La piel metálica de Robbie, mantenida a una temperatura constante gracias a las resistencias interiores, era suave y agradable, y el ruido metálico que ella producía al golpear el cuerpo con sus tacones daba mayor encanto a la situación.
—Eres un caza aéreo, Robbie, eres un gran caza aéreo de plata. Tiende los brazos. ¡Tienes que tenderlos, Robbie, si quieres ser un caza aéreo!
Ante aquella lógica irrefutable los brazos de Robbie se convirtieron en alas, que recogían las corrientes de aire, y fue un caza aéreo.
Gloria se agarraba a la cabeza del robot, inclinándose hacia la derecha. Entonces dotó a la nave de un motor que hacía «Brrrr», y de armas que producían sonidos onomatopéyicos de disparos. Daba caza a los piratas y las baterías de la nave entraban en acción.
—¡Hemos matado a otro! ¡Dos más!… —gritaba—. ¡Más aprisa, hombre! ¡Nos quedamos sin municiones!
Apuntaba por encima de su hombro con indomable valor, y Robbie era una achatada nave del espacio que zumbaba a través de la bóveda celeste con la máxima aceleración.
Cruzó corriendo el campo hacia la alta hierba, y se detuvo con una rapidez que arrancó un grito a su sonrojada amazona y la dejó caer suavemente sobre la blanda alfombra verde. Gloria se reía y jadeaba, lanzando intermitentes exclamaciones.
—¡Oh, qué bueno!…
Robbie esperó a que recobrase la respiración y entonces le tiró suavemente de un mechón de pelo.
—¿Quieres algo? —dijo Gloria con una expresión de inocencia en los ojos, que no consiguió engañar ni por un instante a su voluminosa «niñera». Robbie le tiró del pelo con más fuerza.
—¡Ah, ya sé!… Quieres una historia.
Robbie asintió rápidamente.
—¿Cuál?
Robbie describió un semicírculo en el aire con un dedo.
—
¿Otra vez?
—protestó la chiquilla—. Te he explicado
La Cenicienta
un millón de veces. ¿No estás cansado de ella? ¡Es para niños! Bien, bien —añadió, viendo a Robbie describir otro semicírculo.
Gloria reflexionó, evocó en su memoria el recuerdo del cuento (con sus modificaciones propias, que eran varias) y empezó:
—¿Estás a punto? Bien, pues había una vez una bella muchacha que se llamaba Ella. Y tenía una cruel madrastra y dos hermanastras muy feas y muy malas y…
Gloria había llegado al momento crítico del cuento: «Daba medianoche en el reloj y sus andrajos se convertían…»; y Robbie escuchaba atentamente, con los ojos ardientes, cuando vino la interrupción.
—¡Gloria!
Era la voz aguda de una mujer que había llamado no una, sino varias veces; y tenía el tono nervioso de aquel a quien la ansiedad convierte en impaciencia.
—Mamá me llama —dijo Gloria, contrariada—. Será mejor que me lleves a casa, Robbie.
Robbie obedeció apresuradamente, porque sabía que más valía cumplir las órdenes de la señora Weston sin la menor vacilación. El padre de Gloria estaba raramente en casa durante el día, a excepción de los domingos —hoy, por ejemplo—, y cuando esto ocurría, se mostraba el hombre más afable y comprensivo. La madre de Gloria, en cambio, era una fuente de sinsabores para Robbie, que sentía siempre el deseo de alejar de su presencia. La señora Weston los vio en el momento en que aparecían por encima de los altos tallos de la vegetación, y volvió a entrar en la casa a esperarlos.
—Te he llamado hasta quedarme ronca, Gloria —dijo severamente—. ¿Dónde estabas?
—Estaba con Robbie —balbuceó Gloria—. Le estaba contando
La Cenicienta
y he olvidado que era hora de comer.
—Pues es una lástima que Robbie lo haya olvidado también. —Y como si de repente recordase la presencia del robot, se volvió rápidamente hacia él—. Puedes marcharte, Robbie. No te necesita ya. Y no vuelvas hasta que te llame —añadió secamente.
Robbie dio la vuelta para marcharse, pero se detuvo al oír a Gloria salir en su defensa.
—¡Espera, mamá! Tienes que dejar que se quede: No he acabado de contarle
La Cenicienta
. Le he prometido contarle
La Cenicienta
, y no he terminado.
—¡Gloria!
—De verdad, mamá. Se estará tan quieto que no te darás siquiera cuenta que está aquí. Puede sentarse en la silla del rincón, y no dirá ni una palabra…; bueno, no hará nada, quiero decir. ¿Verdad, Robbie?
Robbie, así interpelado, movió de arriba abajo su pesada cabeza.
—Gloria, si no dejas esto inmediatamente, no verás a Robbie en una semana.
La chiquilla bajó los ojos.
—Bueno…, pero
La Cenicienta
es su cuento favorito y no lo había terminado… ¡Y le gusta tanto!
El robot salió de la habitación con paso vacilante y Gloria ahogó un sollozo.
George Weston se encontraba a gusto… Tenía la inveterada costumbre de pasar las tardes de los domingos a gusto. Una buena digestión de la sabrosa comida; una vieja y suave
chaise longue
para tumbarse; un número del
Times
; las zapatillas en los pies, el torso sin camisa… ¿Cómo podía uno no encontrarse a gusto?
No experimentó ningún placer, por lo tanto, cuando vio entrar a su esposa. Después de diez años de matrimonio era todavía lo suficientemente estúpido para seguir enamorado de ella, y tenía siempre mucho gusto en verla; pero las tardes de los domingos eran sagradas y su concepto de la verdadera comodidad era poder pasar tres o cuatro horas solo. Por consiguiente, concentró su atención en las últimas noticias de la expedición Lefebre-Yoshida a Marte (tenía que salir de la Base Luna y podía incluso tener éxito) y fingió no verla.
La señora Weston esperó pacientemente dos minutos, después, impaciente, dos más, y finalmente rompió el silencio.
—George…
—¿Ejem?
—¡He dicho George! ¿Quieres dejar este periódico y mirarme?
El periódico cayó al suelo, crujiendo, y George volvió el rostro contrariado hacia su mujer.
—¿Qué ocurre, querida?
—Ya sabes lo que ocurre. Es Gloria y esa terrible máquina.
—¿Qué terrible máquina?
—No finjas no saber de lo que hablo. El robot, al cual Gloria llama Robbie. No se aparta de ella ni un instante.
—¿Y por qué quieres que se aparte? Es su deber… Y en todo caso, no es ninguna terrible máquina. Es el mejor robot que se puede comprar con dinero y estoy seguro que me hace economizar medio año de renta. Es más inteligente que muchos de mis empleados.
Hizo ademán de volver a tomar el periódico, pero su mujer fue más rápida que él y se lo arrebató.
—Vas a escucharme, George. No quiero ver a mi hija confiada a una máquina, por inteligente que sea. No tiene alma y nadie sabe lo que es capaz de pensar. Una chiquilla no está hecha para ser cuidada por una
cosa
de metal.
—¿Y cuándo has tomado esta decisión? —preguntó el señor Weston frunciendo el ceño—. Ya lleva con Gloria dos años y no he visto que te preocupases hasta ahora.
—Al principio era diferente. Era una novedad, me quitó un peso de encima y era una cosa elegante. Pero ahora, no lo sé… Los vecinos…
—¿Y qué tienen que ver los vecinos con esto? Mira, un robot es muchísimo más digno de confianza que una nodriza humana. Robbie fue construido en realidad con un solo propósito: ser el compañero de un chiquillo. Su «mentalidad» entera ha sido creada con este propósito. Tiene forzosamente que querer y ser fiel a esta criatura. Es una máquina,
hecha así
. Es más de lo que puede decirse de los humanos.
—Pero pueble ocurrir algo. Puede…, puede —La señora Weston tenía unas ideas muy vagas del contenido interior de un robot—, no sé, si algo de dentro se estropease y…
No podía decidirse a completar su claro y espantoso pensamiento.
—Tonterías… —negó Weston con un involuntario estremecimiento nervioso—. Es completamente ridículo. Cuando compré a Robbie tuvimos una larga discusión acerca de la Primera Regla Robótica. Ya sabes que un robot no puede dañar a un ser humano; que mucho antes que algo pudiese alterar esta Primera Regla, el robot quedaría completamente inutilizado. Es una imposibilidad matemática. Además, dos veces al año viene un ingeniero de la U. S. Robots a hacer una revisión completa del mecanismo. Hay menos probabilidades de algo que se estropee en Robbie, a que uno de nosotros se vuelva repentinamente loco; considerablemente menos. Además, ¿cómo se lo vas a quitar a Gloria?
Hizo una nueva e infructuosa tentativa de tomar el periódico y su mujer lo arrojó con rabia a la habitación contigua.
—Ahí está la cosa, George. No quiere jugar con nadie más. Hay por aquí docenas de niños y niñas con quienes podría trabar amistad, pero no quiere. No quiere ni acercarse a ellos, a menos que yo la obligue. Es imposible que se críe así. Querrás que sea una niña normal, ¿verdad? Querrás que sea capaz de ocupar su sitio en la sociedad…, supongo.
—Estás luchando contra las sombras, Grace. Imagínate que Robbie es un perro. He visto centenares de chiquillos que querían más a su perro que a su padre.
—Un perro es diferente, George. Tenemos que librarnos de este terrible instrumento. Puedes volverlo a vender a la compañía. Lo he preguntado y es posible.
—¿Que lo has
preguntado
…? Mira, Grace, escucha, no nos apartemos de la cuestión. Vamos a conservar el robot hasta que Gloria sea mayor, y no se hable más de este enojoso asunto.
Y con estas palabras, salió de la habitación dando un bufido.
Dos días después, la señora Weston encontró a su marido en la puerta.
—Tienes que escuchar una cosa, George. Hay mala voluntad por el pueblo.
—¿Acerca de qué? —preguntó el señor Weston entrando en el cuarto de baño y ahogando la posible respuesta con el ruido del agua.
La señora Weston esperó a que cesara. Después dijo:
—Acerca de Robbie.
Weston avanzó un paso con la toalla en la mano, el rostro colorado y colérico.
—¿Qué diablos estás diciendo?
—La cosa se ha ido formando y formando… He tratado de cerrar los ojos y no verlo, pero no puedo más. Todo el pueblo considera a Robbie peligroso. No dejan acercarse aquí a los chiquillos.
—Nosotros le confiamos
nuestra
hija.
—La gente no razona, ante estas cosas.
—¡Pues que se vayan al diablo!
—Decir esto no resuelve el problema. Yo tengo que comprar allí. Tengo que ver a los vecinos cada día. Y estos días es peor cuando se habla de robots. Nueva York acaba de dictar la orden prohibiendo que los robots salgan a la calle entre la puesta y la salida del sol.