Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
Y todos asentimos sombríamente.
Qué tonta me parece esa predicción tres décadas más tarde.
El resto de la historia no es en realidad mía, porque no vi a Harman hasta un mes después de que su azaroso viaje concluyera con un feliz aterrizaje.
Fue casi treinta y seis horas después del despegue que un proyectil pasó disparado sobre Washington para sepultarse en el fango después de cruzar el Potomac.
Los investigadores llegaron a la escena del aterrizaje quince minutos más tarde, y en otros quince minutos estuvo allí la policía, pues se descubrió que el proyectil era un cohete. Miraron con involuntario respeto al cansado y desgreñado hombre que se tambaleó al salir de él, al borde del colapso.
Había un absoluto silencio cuando el hombre sacudió su puño frente a los atontados espectadores y les gritó:
—Vamos, cuélguenme, tontos. Pero he llegado a la Luna, y no pueden colgar
eso.
Busquen al OEFIC. Tal vez declaren que el vuelo es ilegal, y por lo tanto, inexistente —se rió débilmente y súbitamente se desmayó.
—Llévenlo al hospital. Está enfermo —gritó alguien.
Completamente inconsciente, Harman fue cargado en un auto policial y trasladado, en tanto que la policía formaba una guardia alrededor del cohete.
Funcionarios del gobierno llegaron a investigar la nave, leyeron la bitácora, inspeccionaron los dibujos y fotografías que había tomado a la Luna, y finalmente partieron en silencio. La multitud se hizo más grande y se difundió la noticia de que un hombre había llegado a la Luna.
Curiosamente, hubo poco resentimiento por el hecho. Los hombres estaban impresionados y respetuosos; la muchedumbre murmuraba y echaba inquisitivas miradas al desvaído cuarto menguante, que apenas se distinguía bajo el brillante sol. Por encima de todo, había caído un inquietante manto de silencio, el silencio de la indecisión.
Luego, en el hospital, Harman reveló su identidad y el voluble mundo se enloqueció. Hasta el mismo Harman estaba atontado por la sorpresa ante el rápido cambio de la opinión mundial. Parecía casi increíble, y sin embargo era verdad. El descontento secreto, combinado con el heroico relato del hombre que se había enfrentado con obstáculos abrumadores —la clase de relato que ha conmovido el corazón de los hombres desde el principio del tiempo— sirvió para que todo el mundo cayera en una creciente corriente de anti-victorianismo. Y Eldredge había muerto: nadie podía remplazado.
Poco después vi a Harman en el hospital. Estaba reclinado, y aún semisepultado entre los papeles, las cartas y los telegramas. Me hizo una mueca y asintió.
—Bien, Cliff —susurró— el péndulo ha vuelto a oscilar.
“The Weapon Too Dreadful to Use”
Karl Frantor encontró el panorama muy deprimente. De los espesos nubarrones, caía la eterna llovizna; una vegetación baja y similar al caucho con su empañado color marrón-rojizo se extendía en todas direcciones. De vez en cuando algún pájaro revoloteaba frenéticamente encima de sus cabezas, emitiendo lastimosos graznidos en su ir y venir.
Karl volvió la cabeza para contemplar la diminuta cúpula de Afrodópolis, la ciudad más grande de Venus.
—Dios mío —murmuró—, incluso la cúpula es mejor que este mundo espantoso del exterior. —Se envolvió mejor en el tejido impermeabilizado de su abrigo—. Me alegraré de regresar a la Tierra.
Se volvió hacia la frágil figura de Antil, el venusiano.
—¿Cuándo llegaremos a las ruinas, Antil?
No hubo respuesta, y Karl observó la lágrima que resbalaba por las mejillas verdes y arrugadas del venusiano. Otra brillaba en sus ojos dulces e increíblemente hermosos, grandes como los de los lémures.
La voz del terrícola se dulcificó.
—Lo siento, Antil, no pretendía decir nada contra Venus.
Antil volvió su rostro verde hacia Karl.
—No es eso, amigo mío. Naturalmente, no encontrarás mucho que admirar en un mundo extraño. Sin embargo, yo amo a Venus y lloro porque me conquista su belleza.
Las palabras fueron pronunciadas con facilidad pero con la inevitable distorsión causada por unas cuerdas vocales inhabilitadas para lenguajes ásperos.
—Sé que te parece incomprensible —continuó Antil—, pero para mí Venus es un paraíso, una tierra dorada… No puedo expresar con exactitud los sentimientos que me produce.
—Sin embargo, algunos dicen que sólo los terrícolas pueden amar —la simpatía de Karl era fuerte y sincera.
El venusiano movió la cabeza tristemente.
—Hay muchas otras cosas, aparte de la capacidad de sentir emoción, que tu pueblo nos niega.
Karl cambió apresuradamente de tema.
—Dime, Antil, ¿acaso Venus no tiene un aspecto monótono incluso para ti? Has estado en la Tierra y debes saberlo. ¿Cómo puede compararse esta eternidad de marrón y gris a los vivos y cálidos colores de la Tierra?
—Para mí es mucho más hermoso. Te olvidas de que mi sentido del color es tremendamente distinto del vuestro. ¿Cómo puedo explicar las bellezas, la riqueza del color que abunda en este paisaje? [El ojo venusiano puede distinguir entre dos tonos, cuya longitud de onda no difiere más que en cinco unidades Ángstrom. Ven miles de colores para los que los terrícolas son ciegos. (N. del A.)]
Guardó silencio, sumido en las maravillas de las que hablaba, mientras que para el terrícola el absoluto y melancólico gris permanecía invariable.
—Algún día —la voz de Antil era como la de una persona que sueña—, Venus pertenecerá una vez más a los venusianos. Los habitantes de la Tierra dejarán de dominarnos, y la gloria de nuestros antepasados volverá a nosotros.
Karl se echó a reír.
—Vamos, Antil, hablas como un miembro de las bandas Verdes que están causando tantos problemas al Gobierno. Pensaba que no creías en la violencia.
—Así es, Karl —los ojos de Antil eran graves y parecían bastante asustados—, pero los extremistas están ganando poder y temo lo peor. Y si… si se desatara una rebelión abierta contra la Tierra, yo tendría que unirme a ellos.
—Pero si no estás de acuerdo con sus ideas.
—No, desde luego —se encogió de hombros, un gesto que había aprendido de los terrícolas—, no podemos lograr nada por medio de la violencia. Vosotros sois cinco mil millones y nosotros apenas cien millones. Tenéis recursos y armas, mientras que nosotros no tenemos nada. Sería una empresa de locos, y aunque ganáramos, dejaríamos tal secuela de odio que nunca podría haber paz entre nuestros dos planetas.
—Entonces, ¿por qué te unirías a ellos?
—Porque soy venusiano.
El terrícola volvió a echarse a reír.
—Parece ser que el patriotismo es tan irracional en Venus como en la Tierra. Pero vamos, dirijámonos a las ruinas de vuestra antigua ciudad. ¿Estamos cerca de ella?
—Sí —contestó Antil—. Ahora sólo falta algo más de un kilómetro terrestre. Sin embargo, recuerda que no debes perturbar nada. Las ruinas de Ash-taz-zor son sagradas para nosotros, como el único vestigio existente del tiempo en que también nosotros éramos una gran raza, no los degenerados restos de ella.
Siguieron caminando en silencio, avanzando sobre la tierra blanda del suelo, esquivando las contorsionadas raíces del árbol de la serpiente, y manteniéndose apartados de las ocasionales parras retorcidas.
Antil fue el que reanudó la conversación.
—Pobre Venus. —Su voz tranquila y melancólica era triste—. Hace cincuenta años el terrícola llegó con promesas de paz… y le creímos. Le mostramos las minas de esmeralda y la hierba mágica y sus ojos brillaron de deseo. Llegaron más y más, y su arrogancia aumentó. Y ahora…
—Es horrible, Antil —dijo Karl—, pero realmente te lo tomas demasiado a pecho.
—¡Demasiado a pecho! ¿Estamos autorizados a votar? ¿Tenemos alguna representación en el Congreso Provincial de Venus? ¿Acaso no existen leyes que prohíben a los venusianos ir en el mismo estratocoche que los terrícolas, o comer en el mismo hotel, o vivir en la misma casa? ¿Acaso no están todos los colegios cerrados para nosotros? ¿Acaso los habitantes de la Tierra no se han apropiado de las partes mejores y más fértiles del planeta? ¿Acaso hay algún derecho cualquiera que los terrícolas nos reconozcan en nuestro propio planeta?
—Lo que dices es totalmente cierto, y lo deploro. Pero hubo una época en que en la Tierra existían las mismas condiciones con respecto a ciertas razas llamadas «inferiores», y, con el tiempo, todos esos impedimentos fueron desapareciendo hasta alcanzar la total igualdad que hoy reina. Recuerda, también, que la gente inteligente de la Tierra está de vuestra parte. ¿Acaso yo, por ejemplo, he demostrado alguna vez algún prejuicio contra Venus?
—No, Karl, ya sé que no lo has hecho. Pero ¿cuántos hombres inteligentes hay? En la Tierra, se requirieron largos y fatigantes milenios, llenos de guerras y sufrimientos, para que la igualdad fuera establecida. ¿Y si Venus se niega a esperar esos milenios?
Karl frunció el ceño.
—Tienes razón, naturalmente; pero debéis esperar. ¿Qué otra cosa podéis hacer?
—No lo sé… no lo sé. —La voz de Antil se apagó en el silencio.
De repente, Karl deseó no haber iniciado aquel viaje a las ruinas de la misteriosa Ash-taz-zor. El terreno enloquecedoramente monótono y hasta los comentarios de Antil habían servido para deprimirle en gran manera. Estaba a punto de renunciar a su proyecto, cuando el venusiano levantó sus dedos palmeados para señalar un montículo de tierra que había frente a ellos.
—Ésa es la entrada —dijo—. Ash-taz-zor ha estado enterrada bajo la tierra desde incontables miles de años, y sólo los venusianos la conocen. Tú eres el primer terrícola que la ve.
—Lo mantendré en absoluto secreto, Antil. Te lo he prometido.
—Vamos, pues.
Antil apartó la frondosa vegetación para dejar al descubierto una estrecha entrada entre dos piedras grandes e hizo señas a Karl de que le siguiera. Entraron cautelosamente en un estrecho y húmedo corredor. Antil extrajo de su morral una pequeña lámpara de atomita que lanzó su nacarado resplandor sobre las paredes de piedra que goteaban.
—Estos pasillos y refugios —dijo— fueron excavados hace tres siglos por nuestros antepasados, que consideraban la ciudad como un lugar sagrado. Sin embargo, últimamente, los hemos abandonado. Yo fui el primero en visitarlos después de muchísimo tiempo. Quizá éste sea otro signo de nuestra degeneración.
Siguieron en línea recta a lo largo de unos cien metros; entonces los pasillos desembocaron en una amplia estancia abovedada. Karl se quedó boquiabierto ante el espectáculo que se ofreció a sus ojos.
Eran restos de edificios, maravillas arquitectónicas sin igual en la Tierra desde los días de la Atenas de Pericles. Pero todo estaba en ruinas, así que sólo se conservaba un reflejo de la magnificencia de la ciudad.
Antil le condujo a través del espacio abierto y se internó en otro corredor que serpenteaba a lo largo de unos quinientos metros a través de tierra y roca. Aquí y allí desembocaban otros pasillos y una o dos veces Karl avistó edificios en ruinas. Los hubiera investigado si Antil no le hubiese marcado el camino.
Volvieron a surgir, esta vez ante un edificio bajo e irregular, construido con piedra blanca y verde. El ala derecha estaba completamente destruida, pero el resto parecía casi intacto.
Los ojos del venusiano brillaron; su insignificante figura se enderezó con orgullo.
—Esto es lo que corresponde a un moderno museo de artes y ciencias. En él observarás la pasada grandeza y la cultura de Venus.
Dominado por una gran emoción, Karl entró. Era el primer terrícola que veía aquellas obras antiguas. Observó que el interior estaba dividido en una serie de profundos nichos, que partían de la larga columnata central. El techo era una gran pintura que apenas se distinguía a la escasa luz de la lámpara de atomita.
Maravillado, el terrícola recorrió los nichos. Las esculturas y pinturas que le rodeaban poseían una extraña peculiaridad, una apariencia sobrenatural que aumentaba su belleza.
Karl comprendió que se le escapaba algo vital del arte venusiano simplemente porque faltaba una base común entre su propia cultura y la de ellos, pero apreciaba la excelencia técnica del trabajo. Admiró especialmente el colorido de las pinturas, que superaba a todo lo que había visto en la Tierra. A pesar de lo cuarteadas, descoloridas y opacas que estaban había en ellas una combinación y una armonía soberbias.
—Qué no hubiera hecho Miguel Ángel\1\2con la maravillosa percepción cromática del ojo venusiano.
Antil rebosaba felicidad.
—Cada raza tiene sus propios atributos. A menudo he deseado que mis oídos pudieran distinguir los tonos sutiles y los diapasones del sonido tal como dicen que pueden hacerlo los habitantes de la Tierra. Quizá entonces entendería lo que hay de tan agradable en vuestra música. A mí, su ruido me parece terriblemente monótono.
Siguieron adelante, y a cada minuto la opinión de Karl sobre la cultura venusiana mejoraba. Había largas y estrechas tiras de un metal delgado, atadas juntas, cubiertas con las líneas y óvalos de la escritura venusiana…, miles y miles de ellas. Allí, Karl lo sabía, se encerraban tales secretos que los científicos de la Tierra hubieran dado media vida por conocerlos.
Entonces, cuando Antil señaló hacia un diminuto artefacto de unos quince centímetros de altura, y dijo que, según la inscripción, era cierto tipo de convertidor atómico con una eficacia varias veces superior a la de cualquier modelo terrestre corriente. Karl explotó.
—¿Por qué no reveláis estos secretos a la Tierra? Si conocieran los adelantos que alcanzasteis en épocas pasadas, los venusianos ocuparían un lugar mucho más importante que el actual.
—Harían uso de nuestros conocimientos de tiempos pasados, sí —repuso amargamente Antil—, pero nunca aflojarían su opresión sobre Venus y su pueblo. Espero que no hayas olvidado tu promesa de guardar un secreto absoluto.
—No, no diré nada; pero creo que estáis cometiendo una equivocación.
—Creo que no. —Antil hizo ademán de salir del nicho, pero Karl le llamó.
—¿No entramos en esta pequeña habitación de aquí? —preguntó.
Antil dio media vuelta, con la mirada fija.
—¿Una habitación? ¿De qué habitación hablas? Aquí no hay ninguna.
Karl alzó las cejas en un movimiento de sorpresa mientras señalaba mudamente una estrecha rendija que se extendía por la pared posterior.