Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
—El sistema de castas supone una falta de flexibilidad.
—En efecto —concedió Blei—, pero también otorga cierta seguridad. Contamos con firmes reglas matrimoniales y una estricta herencia de empleo. Cada hombre, mujer y niño conoce su lugar, lo acepta y es aceptado en él; prácticamente no tenemos neurosis ni enfermedades mentales.
—¿Y no hay inadaptados?
Blei movió los labios como para decir que no, pero los cerró, guardó silencio y arrugó la frente. Por fin dijo:
—Organizaré la visita, doctor. Entre tanto, supongo que deseará refrescarse y dormir.
Se levantaron juntos y abandonaron la habitación. Blei le cedió cortésmente el paso al terrícola.
Lamorak se sintió oprimido por la vaga sensación de crisis que había impregnado su conversación con Blei.
El periódico reforzó esa sensación. Lo leyó atentamente antes de acostarse, en un principio por simple interés analítico. Era un tabloide con ocho páginas de papel sintético. Una cuarta parte del contenido consistía en asuntos «personales»: nacimientos, bodas, defunciones, récords de producción, volumen (¡no dos dimensiones, sino tres!) habitable en expansión. El resto incluía ensayos eruditos, material educativo y ficción. No había prácticamente ninguna noticia en el sentido en que Lamorak entendía la palabra.
Sólo una nota se podía considerar noticia, y era estremecedora en su brevedad.
Bajo el titular, escrito en caracteres pequeños, de «Las exigencias no han cambiado» se leía: «No hubo cambios en su actitud de ayer. El consejero jefe, tras una segunda entrevista, anunció que sus exigencias siguen siendo totalmente irracionales y no se pueden satisfacer bajo ningún concepto.»
Luego, entre paréntesis y con otra tipografía, seguía la frase: «Los editores de este periódico están de acuerdo en que Elsevere no puede ni debe bailar a su son; pase lo que pase.»
Lamorak lo releyó tres veces. «Su» actitud. «Sus» exigencias. «Su» son. ¿De quién?
Esa noche durmió intranquilo.
No hubo tiempo para leer periódicos en los días siguientes, pero el asunto no dejó de obsesionarlo.
Blei, que continuaba siendo su guía y compañero durante la mayor parte del recorrido, parecía cada vez más reservado.
El tercer día (que seguía artificialmente el esquema de veinticuatro horas de la Tierra), Blei se detuvo en un sitio y dijo:
—Este nivel está consagrado totalmente a las industrias químicas. Esa sección no es importante…
Pero se desvió con demasiada prisa y Lamorak lo agarró del brazo.
—¿Cuáles son los productos de esa sección?
—Fertilizantes. Sustancias orgánicas —contestó secamente Blei.
Lamorak lo retuvo, buscando aquello que Blei parecía eludir. Recorrió con la vista los más cercanos horizontes, las líneas de rocas y los edificios apiñados entre los niveles.
—¿No es aquello una residencia privada? —Blei no miró hacia donde le señalaba—. Creo que es la mayor que he visto. ¿Por qué está aquí, en un nivel de fábricas? —Eso bastaba para destacarla. Ya había observado que los niveles de Elsevere estaban divididos estrictamente en residenciales, agrícolas e industriales—. ¡Consejero Blei!
El consejero se alejaba y Lamorak corrió tras él.
—¿Hay algún problema?
—Sé que soy descortés —masculló Blei—. Lo lamento. Tengo ciertas preocupaciones…
Apuró el paso.
—¿Referentes a sus exigencias?
Blei se paró en seco.
—¿Qué sabe usted de eso?
—No más de lo que he dicho. Es lo que leí en el periódico.
Blei farfulló algo.
—¿Ragusnik? —repitió Lamorak—. ¿Qué es eso?
Blei suspiró profundamente.
—Supongo que debería contárselo. Es humillante, profundamente embarazoso. El Consejo pensó que el asunto se arreglaría pronto y no interferiría en la visita de usted, de modo que no era preciso que usted supiese nada. Pero ya ha pasado casi una semana. No sé qué sucederá y, a pesar de las apariencias, sería mejor que usted se marchara. No hay razones para que un forastero se arriesgue a morir.
El terrícola sonrió, incrédulo.
—¿Morir? ¿En este pequeño mundo, tan apacible y laborioso? No puedo creerlo.
—Se lo explicaré. Creo que será mejor que lo haga. —Miró hacia otra parte—. Como ya le dije, en Elsevere todo se debe reciclar. Supongo que lo entiende.
—Sí.
—Eso incluye los… excrementos humanos.
—Ya lo suponía.
—Se les extrae el agua mediante destilación y absorción. Lo que queda lo convertimos en fertilizantes para levadura; una parte se usa como fuente de sustancias orgánicas y otros subproductos. Estas fábricas que usted ve se dedican a ese propósito.
—¿Y bien?
Lamorak había tenido cierta dificultad para beber el agua de Elsevere al principio, porque era tan realista como para deducir su origen; pero logró superar esa sensación. Incluso en la Tierra, el agua se saneaba por procesos naturales a partir de toda clase de sustancias desagradables al paladar.
Blei continuó, con creciente dificultad:
—Igor Ragusnik es el encargado de los procesos industriales relacionados con los desechos. Ese puesto le ha pertenecido a su familia desde la colonización de Elsevere. Uno de los colonos originales fue Mikhail Ragusnik y él…, él…
—Se encargaba del saneamiento de los desechos.
—Sí. Ese edificio que usted señaló es la residencia de Ragusnik. Es la mejor y más modernizada de todo el asteroide. Ragusnik consigue muchos privilegios que los demás no tenemos; pero, a fin de cuentas… —la voz del consejero cobró una repentina intensidad—: No podemos hablar con él.
—¿Qué?
—Exige plena igualdad social. Pretende que sus hijos se mezclen con los nuestros y que nuestras esposas visiten… ¡Oh!
Fue todo un gemido de absoluta repulsión.
Lamorak pensó en la nota del periódico, que ni siquiera mencionaba el nombre de Ragusnik ni decía nada específico sobre sus exigencias.
—Supongo que es un paria a causa de su trabajo.
—Naturalmente. Desechos humanos y… —Blei no hallaba las palabras. Tras una pausa dijo en un tono de voz más bajo—: Me imagino que usted, como terrícola, no lo entiende.
—Como sociólogo creo que sí. —Pensó en los intocables de la antigua India, aquellos que manipulaban los cadáveres. Pensó en la situación de los porquerizos en la nueva Judea—. Supongo que Elsevere no cederá ante esas exigencias.
—Nunca —dijo Blei enérgicamente—. Jamás.
—¿Entonces?
—Ragusnik ha amenazado con interrumpir su actividad.
—En otras palabras, hacer huelga.
—Sí.
—¿Eso sería grave?
—Tenemos comida y agua suficientes para un tiempo; el saneamiento no es esencial en ese sentido. Pero se acumularían los desechos, contaminarían todo el asteroide. Después de varias generaciones de cuidadoso control de las enfermedades, tenemos poca resistencia natural a los gérmenes. Si estalla una epidemia, lo cual será inevitable, caeremos a centenares.
—¿Ragusnik lo sabe?
—Sí, por supuesto.
—¿Cree usted que, de todos modos, cumplirá su amenaza?
—Está loco. Ya ha dejado de trabajar; no ha habido saneamiento de desechos desde el día anterior a la llegada de usted.
La prominente nariz de Blei tembló como si captara tufo de excrementos en el aire. En un acto reflejo, Lamorak olfateó a su vez, pero no olió nada.
—Como ve usted, será mejor que se vaya, por mucho que nos humille tener que sugerírselo.
—Espere, todavía no. ¡Santo Dios, esto me interesa mucho profesionalmente! ¿Puedo hablar con Ragusnik?
—De ningún modo —rechazó Blei, alarmado.
—Pero me gustaría comprender la situación. Aquí las condiciones sociológicas son únicas y no se dan en ninguna otra parte. En nombre de la ciencia…
—¿Cómo quiere hablar? ¿Bastaría con recepción de imagen?
—Sí.
—Lo consultaré con el Consejo —murmuró Blei.
Rodeaban a Lamorak con inquietud, y la ansiedad les enturbiaba la expresión austera y majestuosa. Blei, sentado entre ellos, eludía deliberadamente la mirada del terrícola.
El jefe del Consejo, canoso, de rostro arrugado y cuello flaco, murmuró:
—Si usted, por propia convicción, logra persuadirlo, se lo agradeceremos. Pero de ningún modo debe insinuar que nosotros cederemos.
Una cortina como de seda cayó entre el Consejo y Lamorak. Todavía podía distinguir a los consejeros individualmente, pero se volvió de pronto hacia el receptor, que se encendió como un parpadeo.
Apareció una cabeza, en colores naturales y con gran realismo; una cabeza fuerte y de tono oscuro, barbilla sólida, barba crecida y labios carnosos y rojos formando una fina línea horizontal.
—¿Quién es usted? —preguntó la imagen, con suspicacia.
—Me llamo Steven Lamorak y soy terrícola.
—¿Un forastero?
—Así es. Estoy de visita en Elsevere. Usted es Ragusnik.
—Igor Ragusnik, a su servicio —asintió socarronamente la imagen—; sólo que no hay servicio ni lo habrá hasta que a mi familia y a mí nos traten como a seres humanos.
—¿Se da cuenta del peligro en que se encuentra Elsevere y la posibilidad de contraer enfermedades contagiosas?
—En veinticuatro horas se puede volver a la normalidad con sólo reconocer que soy humano. Está en manos de ellos corregir la situación.
—Usted parece ser un hombre culto, Ragusnik.
—¿Y?
—Me han dicho que no le niegan ninguna comodidad material; que dispone usted de la mejor vivienda, indumentaria y alimentos que nadie en Elsevere, y que sus hijos reciben la mejor educación.
—Concedido. Pero todo por servomecanismos. Y nos envían niñas huérfanas con el propósito que nos ocupemos de ellas hasta que tengan edad para ser nuestras esposas. Y mueren jóvenes, de soledad. ¿Por qué? —Su tono de voz adquirió de pronto más pasión—: ¿Por qué debemos vivir en el aislamiento como si fuéramos monstruos a los que no se pueden aproximar los seres humanos? ¿No somos seres humanos como los demás, con las mismas necesidades, los mismos deseos y los mismos sentimientos? ¿No realizamos una función honorable y útil…?
Sonaron suspiros a espaldas de Lamorak. Ragusnik los oyó y elevó la voz:
—Veo a los del Consejo ahí detrás. Respondedme. ¿No es una función honorable y útil? Transformamos vuestros desechos en alimentos para vosotros. ¿Quien purifica la corrupción es peor que quien la produce? Escuchad, consejeros, no cederé. Mi familia estará mejor muerta que viviendo como ahora.
—Usted lleva viviendo de esa manera desde que nació, ¿verdad? —interrumpió Lamorak.
—¿Y qué si es así?
—Pues que sin duda está acostumbrado.
—Jamás. Resignado, tal vez. Mi padre estaba resignado y yo me he resignado durante un tiempo. Pero he visto a mi hijo, a mi único hijo, sin otro niño con quien jugar. Mi hermano y yo nos teníamos el uno al otro, pero mi hijo nunca tendrá a nadie, así que ya no me resigno. He terminado con Elsevere y he terminado de hablar.
El receptor se apagó.
El jefe del Consejo se había puesto amarillo. Sólo él y Blei quedaban con Lamorak.
—Ese hombre está desquiciado —comentó el jefe del Consejo—. No sé cómo obligarlo.
Tenía una copa de vino; se la llevó a los labios y derramó unas gotas que le mancharon de rojo los pantalones blancos.
—¿Tan poco razonables son sus exigencias? —preguntó Lamorak—. ¿Por qué no se lo puede aceptar en la sociedad?
Los ojos de Blei destellaron de furia un instante.
—¡Alguien que tiene que reciclar los excrementos! —Se encogió de hombros—. Usted, claro, es de la Tierra.
Incongruentemente, Lamorak recordó a otro inaceptable, una de las muchas creaciones clásicas del caricaturista medieval Al Capp: el «hombre del trabajo sucio».
—¿Ragusnik maneja realmente los excrementos? Quiero decir si hay contacto físico. Sin duda todo se efectúa con maquinaria automática.
—Por supuesto —confirmó el jefe del Consejo.
—Entonces, ¿cuál es la función de Ragusnik?
—Regula manualmente los controles que garantizan el funcionamiento adecuado de la maquinaria. Cambia las unidades cuando hay que repararlas, varía los índices de funcionamiento según la hora del día y acomoda el producto final a la demanda. Si dispusiéramos de espacio para máquinas diez veces más complejas, todo se podría realizar automáticamente, pero sería un derroche innecesario.
—Aun así —insistió Lamorak—, Ragusnik sólo realiza sus tareas pulsando botones, cortando contactos o con acciones similares.
—Sí.
—Entonces, su trabajo no es diferente del de cualquier elseveriano.
Blei replicó en tono cortante:
—Ya veo que usted no lo entiende.
—¿Y van a poner en peligro la vida de sus hijos por una cosa así?
—No tenemos opción —aseguró Blei.
La angustia de su voz evidenciaba que la situación era un suplicio para él, pero que realmente no tenía otra opción.
Lamorak se encogió de hombros, irritado.
—Entonces, rompan la huelga. ¡Oblíguenlo!
—¿Cómo? —se desesperó el jefe del Consejo—. ¿Quién se atrevería a tocarlo o a acercarse a él? Y aunque lo matáramos con una descarga a distancia, ¿nos serviría de algo?
—¿No saben manejar sus máquinas? —preguntó Lamorak, pensativo.
El jefe del Consejo se puso de pie y gritó:
—¿Yo?
—No me refería exactamente a usted. Hablaba en general. ¿Podría alguien aprender a manejar las máquinas de Ragusnik?
El jefe del Consejo se calmó.
—Sin duda con los manuales…, aunque le aseguro que nunca he tenido interés en leerlos.
—O sea que alguien podría aprender todo el procedimiento y sustituir así a Ragusnik hasta que él se rinda.
—¿Quién podría aceptar semejante tarea? —replicó Blei—. Yo no, desde luego, de ninguna manera.
Lamorak recordó fugazmente alguno de los tabúes terrícolas que eran igual de fuertes. Pensó en el canibalismo, en el incesto, en la blasfemia de un hombre piadoso.
—Pero ustedes deben de haber previsto la posibilidad que el puesto quede vacante. ¿Y si Ragusnik muriese?
—Pues su hijo le sucedería automáticamente, o su pariente más cercano —respondió Blei.
—¿Y si no tuviera parientes adultos? ¿Y si toda su familia muriese de repente?
—Eso nunca ha ocurrido y nunca ocurrirá.
—Si existiera ese peligro —añadió el jefe del Consejo—, podríamos, supongo, entregar un niño a los Ragusnik para que le enseñaran la profesión.