Cuentos completos (102 page)

Read Cuentos completos Online

Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

BOOK: Cuentos completos
10.43Mb size Format: txt, pdf, ePub

La conexión se interrumpió bruscamente y la señorita Robbins se sintió herida y desacostumbradamente violenta. Ah fin y al cabo sólo había intentado ser útil, cumplir con lo, que ella consideraba una obligación para con sus estudiantes.

Regresó al aula y lanzó una metálica mirada al reloj de pared. La hora de estudio estaba llegando a su fin. La siguiente versaría sobre composición de inglés.

Pero su cabeza estaba en otra parte. Automáticamente, fue llamando a los estudiantes que tenían que leer algunas selecciones de sus creaciones literarias. Y de vez en cuando grabó algún que otro fragmento que luego repasó con lenta vocalización para mostrar a los estudiantes cómo debía ser leído el inglés.

La mecánica voz del vocalizador, como siempre, acusaba perfección, pero, también como siempre, evidenciaba falta de carácter. A menudo se preguntaba si era correcto enseñar a los estudiantes un habla disociada de la individualidad, preocupada sólo por el acento y la entonación.

Ese día, en cambio, no pensaba en tal cosa. Sólo tenía ojos para Richard Hanshaw. Éste permanecía tranquilo en su asiento, evidenciando quizás excesiva indiferencia por cuanto le rodeaba. Estaba como sumido en sí mismo y no parecía ser el chico de siempre. Resultaba obvio para la Robbins que el muchacho había sufrido alguna inusual experiencia aquella mañana, y que, realmente, había acertado en avisar a la madre, aunque no debiera haber mencionado lo del chequeo. Tampoco era una exageración a aquella altura de los tiempos. Todo tipo de personas pasaba por él. No era ninguna desgracia someterse a una prueba. O no debería serlo, vaya.

Al fin se decidió a llamar a Richard. Lo llamó dos veces antes de que respondiera y se pusiera en pie.

La pregunta general solía ser: «Si quieres efectuar un viaje y debes escoger algún viejo vehículo, cuál elegirías y por qué.» La Robbins intentaba usar el tópico cada semestre. Le parecía adecuado porque contenía un sentido histórico. Obligaba a los jóvenes cerebros a pensar sobre el modus vivendi mantenido en los pasados tiempos.

Se aprestó a escuchar cuando Richard comenzó a leer en voz baja.

—Si tuviera que elegir entre algún viejo «véhiculo» —comenzó, acentuando la e de vehículo en lugar de la i—, yo elegiría un globo aerostático. Viaja menos que los demás «véhiculos», pero es limpio. Como llega hasta la estratosfera, debe estar todo purificado para que uno no pueda coger enfermedades. Y se pueden ver las estrellas si es de noche tan bien como desde un observatorio. Si se mira abajo se puede ver la Tierra como un mapa o quizá se vean las nubes… —Y así prosiguió durante algunas páginas más.

—Richard —señaló la Robbins una vez hubo terminado el chico su lectura—, se dice ve-hí-cu-los y no vé-hi-cu-los. La h divide las dos vocales y debes acentuar la segunda, no la primera. Y no se dice «viaja menos» sino «corre menos». ¿Qué os parece a los demás?

Un pequeño coro de voces confluyó en una única respuesta de aprobación. Miss Robbins prosiguió.

—Muy bien, muy bien. Ahora, decidme: ¿qué diferencia hay entre un adjetivo y un adverbio? ¿Quién sabría decírmela?

Y así sucesivamente. La hora de la comida llegó; algunos alumnos se quedaron a comer en el comedor del colegio; otros marcharon a casa. Richard figuraba entre los que se quedaron. La señorita Robbins lo advirtió, percatándose de que aquello no era lo normal.

Llegó la tarde y, finalmente, sonó la campana de fin de jornada. Veinticinco chicos y chicas recogieron sus pertenencias y se dispusieron formando una fila.

Miss Robbins batía palmas.

—Aprisa, niños, aprisa. Vamos, Zelda, ocupa tu puesto.

—Me había olvidado mi grabadora, señorita Robbins —se excusó la niña.

—Pues cógela, cógela ya. Ahora, niños, apurad.

Pulsó el botón que corría una sección de pared y revelaba la tiniebla gris de una ancha Puerta. No era la Puerta usual que los estudiantes utilizaban para ir a casa a comer, sino un avanzado modelo que constituía el orgullo de cualquier colegio privado que se preciara.

En adición a su doble anchura, poseía un mecanismo accesorio dotado con un «manipulador serial automático», capaz de ajustar la puerta a un diverso número de diferentes coordenadas a intervalos automáticos.

A comienzos de semestre, la señorita Robbins empleaba siempre toda una, tarde con el mecanismo, ajustando la maquinaria a las coordenadas de las distintas casas de los nuevos alumnos. Pero luego, gracias a Dios, raramente prestaba atención a las particularidades de un tan perfecto funcionamiento serial.

La clase se alineaba por orden alfabético, primero las chicas, luego los chicos. La Puerta se convirtió en violeta oscuro y Hester Adams agitó su mano mientras penetraba en su área.

—¡Adioooooo…!

El «adiós» se partía por la mitad, como siempre solía ocurrir.

La puerta se volvió gris, luego violeta nuevamente y Theresa Cantrocchi desapareció por ella. Gris, violeta, Zelda Charlowicz. Gris, violeta, Patricia Coombs. Gris, violeta, Sara May Evans.

La fila se reducía a medida que la Puerta los transportaba uno tras otro a sus respectivas casas. Naturalmente, podía ocurrir que una madre olvidara la Puerta de su casa abierta para la recepción en la ocasión oportuna, en cuyo caso la Puerta del colegio permanecía siempre gris. El violeta era señal de paso franco. Automáticamente, después de un minuto de espera, la Puerta entraba en su siguiente combinación mecánica comunicando con la casa del próximo niño de turno, mientras que el muchacho olvidado tenía que aguardar. Un oportuno telefonazo a los negligentes padres devolvía el mundo a su normal funcionamiento. No era conveniente que ocurrieran semejantes cosas, teniendo en cuenta la especial sensibilidad de los niños que veían así lo poco que sus padres se preocupaban por ellos. Miss Robbins, siempre que visitaba a los padres, procuraba ponerlo de relieve, aunque de vez en vez solía ocurrir.

Las chicas se agotaron y comenzó el turno de los niños. Primero John Abramowitz y luego Edwin Byrne…

Naturalmente, otro problema más frecuente era que algún chico entrara antes de turno. Lo hacían a pesar de la vigilancia del profesor que, reloj en mano, computaba los envíos. Claro que esto solía ocurrir principalmente a comienzos, de temporada, cuando el orden de la fila todavía no les era del todo familiar.

Cuando tal cosa ocurría, los niños eran enviados a casas ajenas y luego regresaban. Tomaba algunos minutos rectificar el error y los padres se disgustaban.

Miss Robbins advirtió repentinamente que la línea se había detenido. Se dirigió al chico que estaba en cabeza.

—Camina, Samuel. ¿A qué estás esperando?

—No es mi combinación, señorita Robbins.

—Bien, ¿de quién es, entonces?

Contempló la fila con impaciencia. Alguien estaba en un lugar que no le correspondía.

—De Dick Hanshaw, señorita Robbins.

—¿Dónde está?

Ahora contestó otro muchacho, con el más bien repelente tono de aquellos que, conscientes de su cumplimiento del deber, reprueban automáticamente cualquier desviación de sus compañeros y no dudan en denunciarla a los encargados de mantener la autoridad.

—Salió por la puerta de incendios, señorita Robbins.

—¿Qué?

La Puerta pasó a otra combinación y Samuel Jones penetró por ella. Uno tras otro, los chicos fueron despachados.

Miss Robbins quedó sola en el aula. Se dirigió a la puerta de incendios. Era pequeña, abierta manualmente, y oculta tras un recodo de la pared para que no rompiera la estética del paisaje.

La abrió de un tirón. Estaba allí como medio de fuga en caso de incendio, un artilugio que había perdurado anacrónicamente a pesar de los modernos extintores que todos los edificios públicos usaban. No había nada en el exterior, excepto lo exterior mismo… La luz del sol era mortecina y soplaba un viento polvoriento.

Miss Robbins cerró la puerta. Se alegraba de haber llamado a la señora Hanshaw. Había cumplido con su deber. Más aún, era obvio que algo le ocurría a Richard. De nuevo sintió deseos de llamar por teléfono.

La señora Hanshaw había decidido finalmente no ir a Nueva York. Se había quedado en casa con una mezcla de ansiedad y rabia irracional, la última dirigida contra la descarada señorita Robbins.

Quince minutos antes del final de las clases su ansiedad comenzó a dirigirse hacia la Puerta. Un año atrás la había equipado con un mecanismo automático que la activaba según las coordenadas de la escuela, manteniéndola hasta la llegada de Richard.

Sus ojos permanecían fijos en el gris de la Puerta (¿por qué la inactividad del campo de fuerza no tenía otro color más vivo y alegre?) mientras esperaba. Sus manos sintieron frío y se buscaron inconscientemente.

La Puerta varió al violeta justo al preciso segundo pero nada ocurrió. Los minutos pasaron y Richard se demoraba. Luego comenzó a retardarse. Finalmente se hizo demasiado tarde.

Estuvo esperando durante un cuarto de hora. En circunstancias normales hubiera llamado a la escuela, pero ahora no podía hacerlo, no podía. No después que la profesora la había imbuido deliberadamente en aquella historia del estado mental de Richard. ¿Cómo iba a hacerlo?

La señora Hanshaw se removió intranquila en su asiento, encendió un cigarrillo con dedos temblorosos y expulsó él humo. ¿Qué podía haber ocurrido? ¿Podía Richard haberse quedado en la escuela por alguna razón? Se lo hubiera dicho anticipadamente. Se le ocurrió pensar que… él sabía que ella planeaba ir a Nueva York y que no estaría de vuelta hasta bien entrada la noche… No, se lo hubiera dicho. ¿Por qué se preocupaba entonces?

Su orgullo comenzó a resquebrajarse. Tendría que llamar a la escuela o si no (cerró los ojos al evocar la posibilidad) a la policía.

Cuando abrió los ojos, Richard estaba ante ella, la mirada fija en el suelo.

—Hola, mamá.

La ansiedad de la señora Hanshaw se transformó, por arte de magia, en repentina ira, argucia que sólo las madres conocen.

—¿Dónde has estado, Richard?

Pero entonces, antes de ponerse a despotricar contra los hijos desnaturalizados que parten el corazón a las desconsoladas madres que tanto tienen que sufrir, se dio cuenta del aspecto de Richard y exclamó con horror:

—¡Has estado al aire libre!

Su hijo se miró los polvorientos zapatos que sobresalían por los bordes de los chanclos y luego se fijó en las marcas de barro de sus piernas y en la mancha que lucía su camisa.

—Bueno, mamá, mira, yo pensé que… —Y se cortó.

—¿Algo no marchaba en la Puerta de la escuela?

—No, mamá.

—¿Te das cuenta de que he estado a punto de enfermar por tu culpa? —Vanamente esperó respuesta—. De acuerdo. Hablaré contigo más tarde, jovencito. Primero tomarás un buen baño. Luego, cada milímetro de tu ropa será desinfectado. ¡Mecano!

Pero el mecano había comenzado a reaccionar nada más oír la frase «tomarás un baño» y esperaba ya en el cuarto de aseo.

—Quítate en seguida esos zapatos. Luego, ve con el mecano.

Richard lo hizo mientras ella lo decía con una resignación que lo colocaba pasivamente más allá de toda inútil protesta.

La señora Hanshaw cogió los manchados zapatos entre el índice y el pulgar y los llevó basta el conducto de eliminación que zumbó desmayadamente al recibir aquella inesperada carga.

No cenó con Richard pero permitió que éste comiera en la compañía solitaria del mecano. Esto, pensó ella, sería un evidente signo de su disgusto y serviría mejor que cualquier castigo para que él se diera cuenta de que había obrado mal. Richard, se decía frecuentemente a sí misa, era un chico sensible.

Aun así, subió para acompañarlo mientras se metía en cama.

Le sonrió y le habló suavemente. Pensó que sería lo mejor. A fin de cuentas ya había sido bastante castigado.

—¿Qué te ha ocurrido hoy, muchachito, pequeñito Dickie?

No lo había llamado así desde que dejara de ser una criatura y sólo al oírlo se sintió presa de ternura tal que tuvo al borde de las lágrimas. Sin embargo, él se limitó mirarla y responderle fríamente.

—Sólo que no me gustó pasar por esas malditas Puertas, mamá.

—Pero, ¿por qué no?

Colocó sus manos al borde de la sábana (pura, limpia, fresca, antiséptica y, cómo no, eliminada después de usada).

—No me gustan —dijo.

—¿Cómo esperas, pues, ir a la escuela, Dickie?

—Me levantaré más temprano —murmuró.

—Entonces, ¿nada malo les ocurre a las Puertas?

—No me gustan, eso es todo. —Ahora ya no la miraba.

—Bueno, bueno —dijo ella haciendo aspavientos—, que tengas felices sueños. Mañana te encontrarás mejor.

Lo besó y abandonó la habitación, pasando su mano automáticamente frente a la fotocélula que disminuía la intensidad de las luces de los cuartos.

Pero ella misma tuvo también agitados sueños aquella noche. ¿Por qué no le gustaban las Puertas a Dickie? Nunca le habían molestado hasta ahora. Podría desarticular la Puerta por la mañana, pero eso haría que Richard se fijase más en ellas.

Dickie se estaba comportando irracionalmente. ¿Irracionalmente? Eso le recordó a la Robbins y su diagnóstico y su mandíbula crujió en la oscuridad de su dormitorio. ¡Absurdo! El chico se encontraba mal y una noche de descanso era toda la terapia que necesitaba.

Pero a la mañana siguiente, al levantarse, comprobó que su hijo ya no estaba en casa. El mecano no podía hablar pero podía responder con gestos que equivalían a un sí o un no, y no le llevó más de medio minuto a la señora Hanshaw el enterarse de que su hijo se había levantado treinta minutos antes de lo acostumbrado, recogido sus cosas y salido de la casa.

Pero no por la Puerta.

Sino por la puerta, con p minúscula.

El visófono de la señora Hanshaw sonó a las tres y diez de la tarde de aquel día. Calculó quién podía ser y al activar el receptor comprobó que no se había equivocado. Se miró rápidamente en el espejo para dotarse de una tranquila apariencia después de un día de serena preocupación y se introdujo en la sintonía visual.

—Sí, señorita Robbins —dijo fríamente.

La profesora de Richard estaba un tanto alterada.

—Señora Hanshaw —dijo—, Richard ha salido, adrede por la puerta de incendios aunque yo le había dicho que utilizara la Puerta usual. No sé dónde ha ido.

—Sin duda viene a su casa.

—¿Que va a su casa? ¿Aprueba usted lo que está haciendo? —La Robbins parecía no dar crédito a lo que oía.

Other books

Legenda Maris by Tanith Lee
6 Under The Final Moon by Hannah Jayne
The Black Stars by Dan Krokos
The Wizard Heir by Chima, Cinda Williams
Angel of Auschwitz by Tarra Light
Condemned and Chosen by Destiny Blaine