Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
¿Por qué estaban ellos hablando sobre eso?
¡Emociones! ¿Qué derecho tiene alguien a meterse con las emociones? Las palabras fueron inventadas para ocultar las emociones. Había sido el temor a las emociones en crudo lo que había convertido el lenguaje en necesidad básica.
Polen sabía. Sus máquinas habían pasado la pantalla de verbalización y habían arrastrado el subconsciente hacia la luz del sol. El chico y la chica, el hijo y la madre. Para este caso, el gato y el ratón o la serpiente y el ave. La información sonaba al unísono en su universalidad y toda se había volcado dentro y a través de Polen hasta que él no pudo soportar más el toque de la vida.
En los últimos años había entrenado su pensamiento hacia otras direcciones, minuciosamente. Ahora, estos dos aficionados venían a movilizar el barro.
Casey manoteó sin mirar cerca de la punta de su nariz para alejar una mosca.
—Eso está mal —dijo—. Solía pensar que obtendrías cosas fascinantes de, digamos, ratas. Bueno, puede que no fuesen fascinantes, pero no tan aburridas como esa basura que puedes obtener de ciertos seres humanos. Solía pensar.
Polen recordó lo que solía pensar.
—Maldita sea este DDT —dijo Casey—. Las moscas se alimentaron de él, creo. Sabes, voy a realizar trabajo de graduado en química y entonces tendré empleo con insecticidas. Ayúdenme. Personalmente obtendré algo que sí matará estas alimañas.
Estaban en la habitación de Casey, y había algo con olor a kerosén del insecticida recientemente aplicado.
Polen se encogió de hombros y dijo:
—Un periódico doblado siempre las matará.
Casey detectó una burla no existente y respondió en el acto:
—¿Cómo resumirías tu primer año de trabajo, Polen? Quiero decir, aparte del verdadero resumen que cualquier científico podría establecer si se animara, por un: “nada”, quiero decir.
—Nada —dijo Polen—. Ese es tu resumen.
—Sigue —dijo Casey—. Usas más perros que los fisiólogos y apuesto que a los perros les importan menos los experimentos de los fisiólogos. Podría apostar.
—Oh, déjalo ya —dijo Winthrop—. Suenas como un piano con 87 teclas eternamente desafinadas. ¡Ya me aburres!
No podías decir eso a Casey.
Y dijo, con repentina animación, mirando lejos de Winthrop:
—Te diré lo que probablemente encuentres en los animales, si los miras desde muy cerca. Religión.
—¡Mira al estúpido! —dijo Winthrop, furioso—. Esa es una afirmación estúpida.
Casey sonrió.
—Vamos, vamos, Winthrop. Estúpido es solamente un eufemismo para demonio y no querrás jurar.
—No me vengas con moralejas. Y no blasfemes.
—¿Qué hay de blasfemo en ello? ¿Por qué no podría una pulga considerar a un perro como algo a ser venerado? Es la fuente de calor, comida, y todo eso es bueno para la pulga.
—No quiero discutirlo.
—¿Por qué no? Hazlo. Podrías incluso decir que para una hormiga, el oso hormiguero es un orden superior de la creación. Podría ser muy grande para ser comprendido, demasiado poderoso para siquiera soñar resistirse. Podría moverse sobre ellas como un remolino inexplicable e invisible, que las visita con destrucción y muerte. Pero eso no les hecha a perder las cosas a las hormigas. Ellas podrían razonar que esa destrucción es simplemente el justo castigo al pecado. Y el oso hormiguero ni siquiera sabría que es una deidad. Ni le importaría.
Winthrop se había puesto blanco. Dijo:
—Sé que dices esto solamente para molestarme y siento mucho ver que arriesgas tu alma por la diversión de un momento. Déjame decir algo —la voz tembló un poco—, y déjame decir que es muy serio. Las moscas que te atormentan son tu castigo en esta vida. Puedes pensar que Belzebú, como todas las fuerzas del mal, hace daño, pero es al fin el último bien. La maldición de Belzebú está sobre ti para tu bien. Es posible que tenga éxito en hacerte cambiar el modo de vida antes de que sea demasiado tarde.
Salió corriendo de la habitación.
Casey lo miró mientras se iba. Sonriendo, dijo:
—Te dije que Winthrop creía en Belzebú. Es gracioso ver los nombres respetables que le das a una superstición. —Su risa murió un poco antes de lo esperado.
Había dos moscas en la habitación, zumbando a través del aire hacia él.
Polen se levantó y cayó en una pesada depresión. En un año había aprendido poco, pero era mucho, y su risa se iba adelgazando. Solamente sus máquinas podían analizar las emociones de los animales apropiadamente, pero estaba ansioso por profundizar en las emociones humanas.
No le gustaba observar los salvajes deseos de muerte donde otros podían ver solamente unas palabras de gresca sin importancia.
De repente, Casey dijo:
—Hey, ahora pienso en eso; trataste de hacer algo con mis moscas, como Winthrop dijo. ¿Qué resultó?
—¿Lo hice? Después de veinte años apenas si recuerdo —murmuró Polen.
—Deberías —dijo Winthrop—. Estábamos en tu laboratorio y te quejaste de que las moscas seguían a Casey incluso hasta allí. Él sugirió que tú las analizaras y lo hiciste. Grabaste sus movimientos y zumbidos y revoloteos por más de media hora. Jugaste con una docena de moscas.
Polen se encogió de hombros.
—Oh, bueno —dijo Casey—. No importa. Ha sido bueno verte, viejo. —Un sincero apretón de manos, la palmada en el hombro, la amplia sonrisa… —para Polen todo eso se traducía en el disgusto de Casey acerca de que Polen era exitoso después de todo.
—Déjame saber de ti alguna vez —dijo Polen.
Las palabras eran golpes sordos. No significaban nada. Casey lo sabía. Polen lo sabía. Todos lo sabían. Pero las palabras eran necesarias para esconder las emociones cuando fallaban, y la lealtad humana mantenía la apariencia.
El apretón de Winthrop era más gentil.
—Me trajo viejos tiempos, Polen —dijo—. Si alguna vez vas a Cincinnati, ¿por qué no paras en la casa? Serás siempre bienvenido.
Para Polen todo parecía un alivio a su obvia depresión. La ciencia también, parecía, no era la respuesta, y la inseguridad básica de Winthrop se sentía complacida con la compañía.
—Lo haré —dijo Polen. Era el modo habitual, educado, de decir “No lo haré”.
Vio que se dirigía hacia otros grupos.
Winthrop nunca lo sabría. Polen estaba seguro. Dudaba si Casey lo sabía. Sería la suprema ironía si Casey no lo sabía.
Había observado las moscas de Casey, por supuesto, pero no solamente aquella vez, sino muchas otras veces. ¡Siempre la misma respuesta! ¡Siempre la misma respuesta no-publicable!
Con un estremecimiento que no pudo controlar, de repente Polen tomó conciencia de una solitaria mosca suelta en la habitación, virando sin sentido por un momento, y volando recto y reverentemente en la dirección que Casey acababa de tomar un momento antes.
¿Podía Casey no saber? ¿Podía ser la esencia del castigo primordial que él nunca sepa que es Belzebú?
¡Casey! ¡Señor de las Moscas!
“Nobody Here But”
No fue culpa nuestra. Ignorábamos que algo anduviera mal hasta que llamé a Cliff Anderson y le hablé cuando él no estaba allí. Más aún, yo no hubiera sabido que no estaba allí si no hubiese entrado mientras yo hablaba con él.
No, no, no, no…
Nunca puedo contar esto con claridad. Me dejo llevar… Será mejor que empiece por el principio. Yo soy Bill Billings, mi amigo es Cliff Anderson. Yo soy ingeniero electrónico, él es matemático y los dos somos profesores en el Instituto de Tecnología del Medio Oeste. Ahora ya saben ustedes quiénes somos.
Desde que abandonamos el uniforme, Cliff y yo hemos estado trabajando en las máquinas de calcular. Ya saben de qué se trata. Norbert Wiener las popularizó con su libro Cibernética. Si han visto fotos, sabrán que son aparatos realmente grandes. Ocupan una pared entera y son muy complicados; y también son caros.
Pero Cliff y yo teníamos ciertas ideas. Verán, una máquina pensante es grande y cara porque está llena de relés y de tubos de vacío, de modo que las corrientes eléctricas microscópicas se puedan controlar, encender y apagar, aquí y allá. Lo que de verdad importa está en esas pequeñas corrientes eléctricas, así que…
Una vez le dije a Cliff:
—¿Por qué no podemos controlar las corrientes sin tanto aderezo?
—¿Por qué no, en efecto? —dijo él, y se puso a trabajar en la matemática del asunto.
No importa cómo llegamos allí en dos años. El problema fue lo que obtuvimos después de concluir. Resultó que terminamos con algo de esta altura y de esta anchura y tal vez de esta profundidad…
No, no. Olvidaba que ustedes no pueden verme. Les daré las cifras: un metro de altura, dos metros de longitud y algo más de medio metro de fondo. ¿Entendido? Se necesitaban dos hombres para transportarlo, pero se podía transportar y eso era lo importante. Y, además, escuchen lo que les digo: era capaz de hacer cualquier tarea que pudieran hacer las calculadoras gigantes. No tan rápidamente, quizá, pero seguíamos trabajando en eso.
Teníamos grandes planes, planes colosales. Podíamos instalar esa cosa en barcos o en aviones. Al cabo de un tiempo, si lográbamos reducir su tamaño lo bastante podríamos montar una en un automóvil.
Estábamos interesados especialmente en el tema de los automóviles. Supongamos que uno tiene una pequeña máquina pensante en el salpicadero, conectada con el motor y con la batería y equipada con células fotoeléctricas. Se podría entonces fijar el itinerario ideal, eludir coches, detenerse ante los semáforos y escoger la velocidad óptima para el terreno en cuestión. Todos podrían sentarse en el asiento trasero y se acabarían los accidentes automovilísticos.
Era sensacional. Resultaba tan estimulante y nos entusiasmábamos tanto con cada nuevo logro que aún podría llorar cuando recuerdo aquella vez en que descolgué el teléfono para llamar al laboratorio y todo se fue al demonio.
Esa noche estaba en casa de Mary Ann… ¿Les he hablado de Mary Ann? No. Creo que no.
Mary Ann era la chica que habría sido mi novia si se hubiesen dado dos condicionantes. Primero, si ella hubiera querido; segundo, si yo hubiera tenido agallas para pedírselo. Tiene el cabello rojo y alberga dos toneladas de energía en un cuerpo de cincuenta kilos, que está perfectamente configurado desde el suelo hasta el metro sesenta de altura. Yo me moría por pedírselo, pero cada vez que ella se acercaba, encendiéndome el corazón como si cada contoneo fuera una cerilla, yo me deshacía.
No es que no sea guapo. La gente me dice que soy aceptable. Tengo todo mi cabello y mido casi uno ochenta de estatura. Hasta sé bailar. Lo que pasa es que no tengo nada que ofrecer. No necesito contarles cuánto ganan los profesores universitarios. Con la inflación y con los impuestos, equivale a casi nada. Desde luego, si lográbamos obtener las patentes básicas para nuestra maquinita pensante, todo cambiaría. Pero yo no podía pedirle que esperara. Tal vez, una vez que todo estuviera organizado…
Sea como fuere, esa noche yo estaba allí, cavilando, cuando ella entró en la sala de estar. Mi brazo buscaba a tientas el teléfono.
—Estoy lista, Bill —dijo Mary Ann—. Vamos.
—Aguarda un minuto. Quiero llamar a Cliff.
Frunció el ceño.
—¿No puede esperar?
—Tenía que haberle llamado hace dos horas.
Sólo me llevó dos minutos. Llamé al laboratorio. Cliff estaba trabajando esa noche, así que contestó. Pregunté algo, respondió algo, pregunté algo más y me dio alguna explicación. Los detalles no importan, pero, como ya he dicho, él es el matemático del equipo. Cuando yo construyo los circuitos y ensamblo las cosas de modo que parecen imposibles, él es quien baraja los símbolos y me dice si son imposibles o no. En cuanto colgué llamaron a la puerta.
Temí que Mary Ann tuviera otro visitante y sentí una rigidez en la espalda cuando ella fue a abrir. La miré de reojo mientras garrapateaba lo que Cliff acababa de decirme. Entonces, Mary Ann abrió la puerta y allí estaba Cliff Anderson.
—Pensé que te encontraría aquí… —dijo—. Hola, Mary Ann. Oye, ¿no ibas a llamarme a las seis? Eres tan de fiar como una silla de cartón.
Cliff es bajo, rechoncho y pendenciero, pero lo conozco y no le presto atención.
—Hubo novedades y se me olvidó. De todas formas, acabo de llamarte. ¿A qué viene tanto jaleo?
—¿Llamarme? ¿A mí? ¿Cuándo?
Iba a señalar el teléfono y me quedé mudo. Fue como si el mundo se derrumbara. Cinco segundos antes de que llamaran a la puerta yo hablaba con Cliff, que estaba en el laboratorio, y el laboratorio se encontraba a diez kilómetros de la casa de Mary Ann.
—Acabo de hablar contigo —tartamudeé.
Evidentemente no me hice entender.
—¿A mí? —repitió Cliff.
Señalé el teléfono con ambas manos.
—Por teléfono. Llamé al laboratorio. ¡Con este teléfono! Mary Ann me oyó. Mary Ann, ¿yo no estaba hablando con…?
—No sé con quién hablabas —me cortó Mary Ann—. Bien, ¿nos vamos?
Así es Mary Ann. Una fanática de la sinceridad.
Me senté. Traté de hablar con voz baja y clara:
—Cliff, marqué el número del laboratorio, atendiste el teléfono, te pregunté que si habías resuelto los detalles, dijiste que sí y me los diste. Aquí están. Los he anotado. ¿Esto es correcto, o no?
Le entregué el papel donde había anotado las ecuaciones. Cliff las miró.
—Son correctas —admitió—. Pero ¿cómo las conseguiste? No las habrás resuelto solo, ¿verdad?
—Acabo de decírtelo. Me las diste por teléfono.
Cliff sacudió la cabeza.
—Bill, me fui del laboratorio a las siete y cuarto. No hay nadie allí.
—Pues yo hablé con alguien, te lo juro.
Mary Ann se estaba poniendo los guantes.
—Se hace tarde —me apremió.
Le hice señas para que esperase un poco.
—¿Estás seguro…? —le dije a Cliff.
—No hay nadie allí, a menos que cuentes a Júnior.
Júnior era como llamábamos a nuestro cerebro mecánico de tamaño portátil.
Nos quedamos mirándonos. El pie de Mary Ann tamborileaba sobre el suelo como una bomba de relojería a punto de estallar.
Cliff se echó a reír.
—Me estoy acordando de un chiste que vi. Un robot que atiende el teléfono y dice: «¡Le juro, jefe, que aquí no hay nadie excepto nosotros, las complicadas máquinas pensantes!» No me pareció gracioso.