Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
»Y resulta que el público se llena el corazón de esta porquería, junto con serpientes, víboras e hijos desagradecidos. Yo escribí una novela de intriga tras otra, intentando convertir al público… —Graham Dorn dejó caer un poco los hombros, ante lo fútil que resultaba todo—. ¡Ea, bueno! —sonrió levemente, y su gran alma se elevó por encima de la adversidad—. ¿No comprendes? Yo tengo que escribir otras cosas. No puedo malgastar mi vida. Pero ¿quién leerá una novela seria de Graham Dorn, ahora que estoy tan absolutamente identificado con De Meister?
—Puedes utilizar un seudónimo.
—No quiero. Estoy orgulloso de mi nombre.
—Pero no puedes dejar a De Meister. No pierdas la cabeza, querido.
—Una prometida normal —se quejó amargamente Graham— querría que su futuro marido escribiera cosas realmente buenas y llegara a tener un nombre importante en la literatura.
—Si yo quiero que lo hagas, Graham. Pero ¡sólo un poquito de De Meister de vez en cuando para pagar las facturas que se acumulan…!
—¡Ah! —Graham se bajó el sombrero hasta los ojos de un puñetazo para esconder los sufrimientos de un espíritu fuerte atormentado—. Ahora me estás diciendo que no puedo llegar a la cima si no prostituyo mi arte de una manera inenarrable. Ya estamos en tu casa. Baja. Yo me voy a la mía, a escribir una carta picante, sobre asbesto, a nuestro senil MacDunlap.
—Haz lo que quieras, ni más ni menos, ricura —le apaciguó June—. Y mañana, cuando te sientas mejor, irás a verme y llorarás sobre mi hombro y planearemos juntos una revisión de Muerte En La Tercera Cubierta, ¿no es cierto?
—Nuestro noviazgo está roto —afirmó Graham en tono altanero.
—Sí, cariño. Estaré en casa mañana a las ocho.
—Lo cual no puede interesarme ni pizca. ¡Adiós!
Directores y editores son intocables, por supuesto. A los míos les corresponde en herencia la mano tendida y la sonrisa enseñando los dientes en buena forma, el cabezazo de consenso y la palmadita en la espalda.
Pero quizá en alguna parte, en el secreto de las madrigueras donde se refugian los escritores cuando la noche desciende, se tomen una venganza particular… Allí quizá se pronuncien frases que nadie puede oír y se escriban cartas que no necesitan ser echadas al buzón, y hasta es posible que se entronice el retrato de un director, que sonríe pensativo, sobre la máquina de escribir para que sirva de blanco en un ocasional juego de dardos.
Un retrato así de MacDunlap, utilizado para tal fin, alegraba el cuarto de Graham Dorn. Y Graham Dorn en persona, llevando la vestimenta que solía usar para escribir (traje de calle y máquina) miraba ceñudo la quinta hoja de papel que había metido en la máquina. Las otras cuatro colgaban del canto de la papelera, condenadas por su diluida y lechosa suavidad.
Graham empezó: «Distinguido Señor, —y añadió con mala uva—: o Señora, según sea el caso.»
Y como le vino la inspiración, tecleaba furiosamente, sin hacer caso de la leve espiral de humo que se elevaba de las recalentadas teclas:
«Usted dice que el De Meister de esta narración no le merece mucho aprecio. Bien, yo tampoco tengo gran opinión de De Meister. Punto. Puede esposar el viscoso corpachón de usted con el suyo y tirarse por el puente de Brooklyn. Y deseo que hayan drenado bien el río East antes de que ustedes salten.
»En adelante, mis obras apuntarán a una meta más alta que la vil prensa de usted. Y llegará el día en que pueda volver la mirada hacia este período de mi carrera con el aborrecimiento que me…»
Alguien estaba dando golpecitos en el hombro de Graham mientras éste escribía el último párrafo, y Graham lo movía, enojada e inútilmente, a intervalos.
Ahora se detuvo, se volvió y se dirigió muy cortésmente al desconocido que había entrado en la habitación:
—¡Por los recondenados infiernos! ¿Quién es usted? Ah, y puede irse sin tomarse la molestia de contestar. No le consideraré grosero.
El recién llegado sonrió gentilmente. El movimiento de cabeza que hizo envió hacia Graham el aroma de una brillantina fina. La delgada y apretada mandíbula destacaba enérgicamente, y su voz sonó bien modulada cuando dijo:
—De Meister es mi nombre. Reginald de Meister.
Graham descendió disparado hasta sus cimientos mentales y notó que se resquebrajaban.
—¡Glub! —exclamó.
—¿Decía usted…?
Graham se rehizo.
—He dicho «glub», palabra clave que significa, ¿qué De Meister?
—El De Meister —explicó afablemente De Meister.
—¿Mi personaje? ¿Mi detective?
De Meister se acomodó en una silla y sus rasgos, finamente cincelados, asumieron aquel aire de aburrimiento bien educado tan admirado en los mejores círculos. Encendió un cigarrillo turco, cuya marca reconoció Graham al momento como la favorita de su detective, golpeándolo primero lenta y cuidadosamente contra el dorso de la mano, gesto también típico en él.
—Se lo digo, viejo —empezó De Meister—. Esto es en verdad extremadamente chocante. Supongo que soy su personaje, ya sabe; pero no sentemos nuestro trato sobre tal base. Sería terriblemente enojoso.
—Glub —dijo otra vez Graham, a guisa de respuesta.
Al mismo tiempo su mente iba examinando febrilmente alternativas: ya no bebía, por el momento, y era una lástima; por lo tanto, no estaba borracho. Tenía un estómago de acero inoxidable, y la habitación no estaba demasiado caldeada, de manera que no se trataba de una alucinación. No soñaba jamás, y —como convenía a un artículo que le daba dinero— tenía la imaginación bajo control estricto. Además, dado que, como a todos los escritores le consideraban bastante loco, la demencia quedaba fuera de cuestión.
Con lo cual De Meister era, simplemente, algo imposible. Y Graham se sintió aliviado. Es en verdad un triste escritor el que no ha aprendido el arte de pasar por alto los imposibles cuando escribe un libro. De modo que, muy suavemente, dijo:
—Aquí tengo un volumen de mi última obra. ¿Le importaría mencionar la página que le corresponde y volver a meterse en ella? Estoy muy ocupado, y Dios sabe que de usted me basta y me sobra con la basura que escribo.
—Eh, yo he venido por cuestión de negocios, compañero. Primero tengo que llegar a un arreglo amistoso con usted. La situación actual se me hace endiabladamente incómoda.
—Oiga, ¿no sabe que me está molestando? No tengo la costumbre de hablar con personajes míticos. Por regla general, no ando por ahí en su compañía. Por lo demás, ya es hora de que su madre le explique que usted no existe realmente.
—Mi querido compañero, yo he existido siempre. La existencia es una cosa tan subjetiva… Si una mente piensa que eso o aquello existe, pues existe de verdad. Por ejemplo, yo he existido en la mente de usted desde la primera vez que me imaginó.
Graham se estremeció.
—Oiga, la cuestión es ¿qué hace usted fuera de mi mente? ¿Se le antojaba demasiado estrecha? ¿Quería más espacio para moverse?
—De ningún modo. Es una mente bastante satisfactoria, a su manera, pero yo he conseguido una existencia más concreta, desde esta tarde, y por eso aprovecho la oportunidad de comprometerle a usted cara a cara en la conversación sobre negocios que le mencioné antes. Vea usted, aquella damita delgada, sentimental, de su sociedad…
—¿Qué sociedad? —interrogó Graham con voz hueca. Ahora todo se le aparecía tremendamente claro.
—Aquella a la que usted ha soltado un discurso sobre la novela de detectives… —De Meister se estremeció a su vez—. Ella creía en mi existencia; de modo que, naturalmente, existo.
Terminó el cigarrillo y lo arrojó lejos con un negligente movimiento de la muñeca.
—Una lógica —declaró Graham— irrebatible. Veamos, ¿qué quiere usted? Y la respuesta es «no».
—¿No se da cuenta, viejo, de que si deja de escribir las aventuras de De Meister me condena a la existencia fantasmal, aburrida, de los detectives de ficción jubilados? Tendría que vagar por las grises nieblas del limbo con Holmes, Lecocq y Dupin.
—Una idea fascinante, pienso. Un destino muy adecuado.
Los ojos de Reginald de Meister adquirieron un brillo glacial, y Graham recordó súbitamente el párrafo de la página 123 de El Caso del Cenicero Roto:
Sus ojos, hasta ese momento perezosos y distraídos, se endurecieron en dos charcos gemelos de hielo azul y traspasaron al mayordomo, que retrocedió tambaleándose, con un grito ahogado en los labios.
Evidentemente, De Meister no perdía ninguna de las características que tenía en las novelas que adornaba con su presencia.
Graham retrocedió tambaleándose, con un grito apagado en los labios. De Meister dijo con aire amenazador:
—Será mejor para usted que las novelas de intriga con De Meister continúen. ¿Me comprende?
Graham se repuso y echó mano de una débil indignación.
—Espere un poco. Usted se está saliendo de madre. Recuérdelo: en cierto modo, yo soy su padre. Es cierto. Su padre cerebral. Usted no me puede presentar ningún ultimátum ni venirme con amenazas. No es de buen hijo. Es una falta de amor y de respeto.
—Y otra cosa —continuó el otro, impasible—. Hemos de solucionar el asunto de Letitia Reynolds. Se está poniendo endiabladamente molesto, ya sabe.
—Y usted ahora se está poniendo tonto. Mis escenas de amor han sido ampliamente citadas como milagros de ternura y sentimiento que no se encuentran ni en una de cada mil novelas de intriga y asesinato… Espere y le traeré unos juicios críticos. No me importan demasiado sus intentos de imponerme lo que debo hacer; pero que me cuelguen si permito que censure mi estilo.
—Olvide las críticas. Ternura y todas esas monsergas son precisamente lo que no quiero. Ando a la deriva en pos de la hermosa dama por espacio de cinco volúmenes ya, portándome como el asno más insufrible. Eso ha de terminar.
—¿De qué modo?
—En la novela que está escribiendo ahora, he de casarme con ella. O esto, o hacer de ella mi querida; una querida buena y respetable. Y tendrá usted que dejar de crearme tan condenadamente victoriano y caballeresco con las señoras. Soy un ser humano y nada más, viejo.
—¡Imposible! —objetó Graham—. Y en la imposibilidad va incluida esta última pretensión.
De Meister se puso serio.
—Realmente, viejo amigo, para ser escritor, manifiesta usted la más espantosa falta de interés por el bienestar de un personaje que le ha sustentado muchísimos años.
Graham sintió un elocuente nudo en la garganta.
—¿Que me ha sustentado? En otras palabras, usted cree que no podría vender verdaderas novelas, ¿eh? Bien, se lo demostraré. No escribiría otra sobre De Meister ni por un millón de dólares. Ni siquiera por un cincuenta por ciento de los derechos de autor y todos los derechos de la televisión. ¿Qué le parece?
De Meister arrugó el ceño y pronunció esas palabras que han sido el trueno de la condenación para tantos delincuentes:
—Veremos, pero usted y yo no hemos terminado todavía.
Y, sacando un mentón enérgico, desapareció.
La contraída faz de Graham se distendió y, lenta, muy lentamente, se llevó las manos a la cabeza y se palpó el cráneo con cuidado.
Por primera vez en una larga y razonablemente picaresca vida mental, sentía que sus enemigos tenían razón y que un buen lavado en seco no perjudicaría en nada en su mente.
¡La de cosas que tenía en ella!
Graham Dorn apretó el timbre con el codo por segunda vez. Recordaba claramente que June le había dicho que estaría en casa a las ocho. La mirilla se abrió.
—¡Hola!
—¡Hola!
¡Silencio!
Graham dijo, plañidero:
—Afuera llueve. ¿Puedo entrar a secarme?
—No sé. ¿Estamos prometidos, señor Dorn?
—Si no lo estoy —respondió él muy tieso—, resulta que estuve rechazando las ansiosas insinuaciones de un centenar de muchachas apasionadas (y todas muy guapas) sin ningún motivo evidente.
—Ayer decías…
—¡Ah!, pero ¿quién hace caso de lo que digo? Tengo esa clase de extravagancias. Mira, te he traído un ramillete —pasó unas rosas por delante de la mirilla.
June abrió la puerta.
—¡Rosas! ¡Cuan plebeyo! Entra, ricura, y ensucia el sofá. Eh, eh, antes de que des otro paso, ¿qué traes bajo el otro brazo: ¿No será el original de Muerte En La Tercera Cubierta?
—Exacto. Aunque no aquella excrecencia de manuscrito. Esto es cosa muy distinta.
La voz de June se hizo glacial:
—¿No será eso tu preciosa novela? ¿Verdad que no?
Graham levantó la cara con energía.
—¿Cómo lo sabías?
—Me baboseaste toda contándome el argumento en la fiesta de cumpleaños de MacDunlap.
—No te lo conté. No es posible que lo hiciera, a menos que estuviese borracho.
—Pero es que lo estabas. Como una sopa. Y por un par de cócteles de más.
—Pues, si estaba borracho, no podía contarte el verdadero argumento.
—¿No discurre la acción en un distrito minero?
—Ehhh…, sí…
June movió la cabeza, rememorando.
—Lo recuerdo bien. Primero te emborrachaste y te mareaste. Luego mejoraste y me contaste los primeros capítulos. Entonces me maree yo. —La muchacha se acercó al enfurecido escritor—. Graham —arrulló dulcemente, apoyando la rubia cabeza en su hombro—, ¿por qué no sigues con las aventuras de De Meister? Te dan por ellas unos chequecitos tan hermosos…
Graham se revolvió para deshacerse del abrazo.
—Eres una desdichada mercenaria, incapaz de comprender el alma de un escritor. Puedes considerar roto nuestro compromiso. —Se sentó con gesto enérgico en el sofá, cruzó los brazos y añadió—: A menos que consientas en leer el borrador de la novela y hagas el análisis de la narración como de costumbre.
—¿Puedo hacerte el análisis de Muerte En La Tercera Cubierta primero?
—No.
—¡Bien! En primer lugar, tu interés por el amor empieza a dar náuseas.
—No es verdad —Graham levantaba un índice indignado—. Mi estilo amoroso respira una fragancia dulce y sentimental, como de los viejos tiempos. Aquí traigo la revista que lo dice —rebuscó por la cartera.
—Bah, patrañas. ¿Vas a citar al fulano ese del Clarion de Pillsboro, Oklahoma? Será primo segundo tuyo, probablemente. Ya sabes que tus dos últimas novelas se quedaron muy por debajo de la media en derechos de autor. Y Tercera Cubierta ni siquiera te la aceptarán nunca.
—Tanto mejor… ¡Huy! —Graham se frotó el cráneo con fuerza—. ¿Por qué has hecho eso?