Cuentos completos (346 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

BOOK: Cuentos completos
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El semblante del químico adoptó una expresión de desconcierto. Negó con la cabeza.

—No, ninguna. Imposible. A menos…

—¿A menos?

—Bueno, ese es ridículo, pero si se produce el chorro de oxígeno en un tanque de gas de hidrógeno, el polvo negro de platino del depósito puede resultar peligroso. Naturalmente, se necesitaría un tanque de grandes dimensiones para lograr una explosión satisfactoria.

—Supongamos —dijo Davenport— que nuestro asesino hubiera planeado llenar la habitación de hidrógeno y abrir luego el tanque de oxígeno.

Gorham, con media sonrisa en la boca, dijo:

—Pero, ¿para qué molestarse con la atmósfera de hidrógeno cuando…? —la media sonrisa se le borró por completo, viniendo a sustituirla una intensa palidez. Y exclamó—: ¡Farley! ¡Edmund Farley!

—¿Qué ocurre?

—Farley acaba de regresar después de una estancia de seis meses en Titán —dijo Gorham con una creciente excitación—. Titán tiene una atmósfera de hidrógeno-metano. Es el único hombre de aquí que ha realizado experiencias en una atmósfera de este tipo, y todo tiene sentido ahora. En Titán, un chorro de oxígeno se combinaría con el hidrógeno que le rodea si se calentara, o se tratara con polvo negro de platino. Un chorro de hidrógeno no se quemaría. La situación sería exactamente la opuesta a la existente en la Tierra. Tiene que haber sido Farley. Cuando entró en el laboratorio de Llewes para preparar la explosión, puso el polvo negro de platino en el oxígeno debido a su reciente costumbre. Cuando se dio cuenta de que la situación en la Tierra era al revés, ya no tenía remedio.

Davenport asintió con severa satisfacción.

—Sí, eso parece que encaja.

Alargó la mano a un intercomunicador y dijo a un invisible escucha del otro extremo:

—Envíe a un hombre a buscar al doctor Edmund Farley, de la Central Orgánica.

Asnos estúpidos (1958)

“Silly Asses”

Naron, de la longeva raza rigeliana, era el cuarto de su estirpe que llevaba los anales galácticos.

Tenía en su poder el gran libro que contenía la lista de las numerosas razas de todas las galaxias que habían adquirido el don de la inteligencia, y el libro, mucho menor, en el que figuraban las que habían llegado a la madurez y poseían méritos para formar parte de la Federación Galáctica. En el primer libro habían tachado algunos nombres anotados anteriormente: los de las razas que, por el motivo que fuere, habían fracasado. La mala fortuna, las deficiencias bioquímicas o biofísicas, la falta de adaptación social se cobraban su tributo. Sin embargo, en el libro pequeño no había habido que tachar jamás ninguno de los nombres anotados.

En aquel momento, Naron, enormemente corpulento e increíblemente anciano, levantaba la vista, notando que se acercaba un mensajero.

—Naron —saludó el mensajero—. ¡Gran Señor!

—Bueno, bueno, ¿qué hay? Menos ceremonias.

—Otro grupo de organismos ha llegado a la madurez.

—Estupendo. Estupendo. Actualmente ascienden muy aprisa. Apenas pasa año sin que llegue un grupo nuevo. ¿Quiénes son ésos?

El mensajero dio el número clave de la galaxia y las coordenadas del mundo en cuestión.

—Ah, sí —dijo Naron—. Lo conozco. —Y con buena letra cursiva anotó el dato en el primer libro, trasladando luego el nombre del planeta al segundo. Utilizaba, como de costumbre, el nombre bajo el cual era conocido el planeta por la fracción más numerosa de sus propios habitantes.

Escribió, pues: La Tierra.

—Estas criaturas nuevas —dijo luego— han establecido un récord. Ningún otro grupo ha pasado de la inteligencia a la madurez tan rápidamente. No será una equivocación, espero.

—De ningún modo, señor —respondió el mensajero.

—Han llegado al conocimiento de la energía termonuclear, ¿no es cierto?

—Sí, señor.

—Bien, ése es el requisito —Naron soltaba una risita—. Sus naves sondearán pronto el espacio y se pondrán en contacto con la Federación.

—En realidad, señor —dijo el mensajero con renuencia—, los Observadores nos comunican que todavía no han penetrado en el espacio.

Naron se quedó atónito.

—¿Ni poco ni mucho? ¿No tienen siquiera una estación espacial?

—Todavía no, señor.

—Pero si poseen la energía termonuclear, ¿dónde realizan las pruebas y las explosiones?

—En su propio planeta, señor.

Naron se irguió en sus seis metros de estatura y tronó:

—¿En su propio planeta?

—Si, señor.

Con gesto pausado, Naron sacó la pluma y tachó con una raya la última anotación en el libro pequeño. Era un hecho sin precedentes; pero es que Naron era muy sabio y capaz de ver lo inevitable como nadie en la galaxia.

—¡Asnos estúpidos! —murmuró.

Compre Júpiter (1958)

“Buy Jupiter”

Era un simulacro, por supuesto, pero tan perfectamente realizado que los seres humanos que sostenían tratos con él habían dejado de pensar desde hacía tiempo en las entidades energéticas reales, que esperaban, sumidas en llamas, dentro de su nave campo de fuerzas, en el espacio próximo a la Tierra.

El simulacro, con una majestuosa barba dorada y profundos ojos castaño oscuro, dijo suavemente:

—Nosotros comprendemos sus dudas y sospechas, y sólo podemos reiterarles que no deseamos hacerles ningún daño. Creo que les hemos presentado pruebas de que habitamos los halos que coronan las estrellas de tipo O
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y que su sol es demasiado débil para nosotros, mientras que sus planetas son de materia sólida y, por lo tanto, completa y eternamente ajenos a nuestros intereses.

El negociador terrestre, que era secretario de Ciencias y que por unánime acuerdo había sido encargado de las negociaciones con el extraterrestre, dijo:

—Pero ustedes han admitido que nosotros estamos en una de sus principales rutas comerciales.

—Sí, ya que nuestro nuevo mundo, Kimmonoshek, ha desarrollado nuevos campos de fluido protónico.

El secretario agregó:

—Verá, aquí en la Tierra, los puntos de las rutas comerciales pueden adquirir una importancia militar desproporcionada con respecto a su valor intrínseco. Por lo tanto, sólo puedo repetir, para ganar su confianza, que nos debe decir por qué necesita Júpiter.

Y, como cada vez que la pregunta era formulada o se aludía a ella, el simulacro pareció apenarse.

—Es importante mantener el secreto. Si la gente de Lamberj…

—Exactamente —dijo el secretario—. Para nosotros esto suena a guerra. Ustedes y lo que llama la gente de Lamberj…

Hurañamente, el simulacro continuó:

—Pero les estamos ofreciendo un precio muy generoso. Ustedes sólo han colonizado los planetas interiores del sistema y no estamos interesados en ellos. Pedimos el mundo que ustedes llaman Júpiter, en el que, según tengo entendido, su gente no espera poder vivir nunca, ni siquiera aterrizar en él. Su tamaño —dijo, mientras reía indulgentemente— es demasiado grande para ustedes.

El secretario, molesto por ese aire de condescendencia, dijo con obstinación:

—Los satélites jovianos son, no obstante, sitios aptos para la colonización, y de hecho pretendemos colonizarlos en breve plazo.

—Pero los satélites no serán molestados en forma alguna. Continuarán siendo suyos en el pleno sentido de la palabra. Solamente les pedimos Júpiter, un mundo completamente inútil para ustedes, a pesar de lo cual les ofrecemos un pago generoso. Seguramente se dará cuenta de que podríamos tomar su Júpiter por las buenas, si así lo deseáramos, sin contar para nada con su permiso. Pero preferimos efectuar un pago mediante contrato legalizado. Esto impedirá posibles disputas en el futuro. Tal como puede ver, mi sinceridad es absoluta.

Pero el secretario insistió, tercamente:

—¿Por qué necesitan Júpiter?

—Los de Lamberj…

—¿Están ustedes en guerra con la gente de Lamberj?

—No es eso exactamente…

—Porque usted comprenderá que si estalla una guerra y ustedes establecen alguna base militar en Júpiter, la gente de Lamberj podría, y con razón, resentirse por ello y vengarse de nosotros por haberles concedido ese permiso. No podemos permitirnos el vernos envueltos en semejante situación.

—Ni yo se lo pido. Tiene mi palabra de que no significará ningún daño para ustedes. Además —continuaba volviendo siempre a lo mismo—, el precio es generoso. Suficientes cajas de energía por año para proveer a su mundo de la energía necesaria para cada año completo.

El secretario dijo:

—¿Y qué sucedería en el caso de que el consumo de energía aumentara en el futuro?

—Si se tratara de una cifra hasta cinco veces mayor que la actual, no habría ningún problema.

—Bueno, pues entonces, tal como le he dicho, yo sólo soy un alto delegado del Gobierno y me han dado considerables poderes para tratar con usted, pero mis facultades son limitadas. Yo, por mi parte, me inclino a confiar en usted, pero no puedo aceptar sus condiciones sin comprender exactamente por qué quiere Júpiter. Si la explicación es satisfactoria y convincente, quizá podría persuadir a nuestros gobernantes y, a través de ellos, a nuestro pueblo, para firmar este acuerdo. Pero si intentase llevarlo a término sin dar ninguna explicación, yo sería simplemente relevado de mi puesto y la Tierra negaría su ratificación. Entonces, tal como ya ha dicho, ustedes podrían tomar Júpiter por la fuerza, pero lo tendrían en posesión ilegal y, por lo que ha mencionado, no lo quiere de esa manera.

El simulacro hizo chasquear su lengua impacientemente.

—No puedo seguir eternamente con esta insignificante disputa. Los de Lamberj…

Se detuvo una vez más y luego continuó:

—¿Tengo su palabra de honor de que todo esto no es un plan inspirado por la gente de Lamberj para ir aplazando el acuerdo…?

—Mi palabra de honor —dijo el secretario.

El secretario de Ciencias, moviendo su frente con un aire de hombre diez años más joven, dijo suavemente:

—Le he asegurado que su gente podría tenerlo tan pronto como obtuviera la aprobación formal del presidente. No creo que él se oponga, ni tampoco el Congreso. ¡Dios mío! Piénsenlo, caballeros; energía gratuita en la punta de nuestros dedos en pago por un planeta que nunca y en ningún caso íbamos a utilizar.

El secretario de Defensa, volviéndose grana, dijo:

—Pero estamos de acuerdo en que sólo una guerra entre Mizzarett y Lamberj podía ser la causa de su necesidad de tener Júpiter. En tales circunstancias, y comparando su potencial militar con el nuestro, es esencial mantenernos en estricta neutralidad.

—Pero no hay ninguna guerra, señor —replicó el secretario de Ciencias—. El simulacro me dio otra explicación acerca de su necesidad de tener Júpiter, tan racional y plausible que la acepté inmediatamente. Y creo que el presidente estará de acuerdo conmigo, y ustedes también, caballeros, cuando lo comprendan. De hecho, tengo aquí sus planos para el nuevo Júpiter, tal como será muy pronto.

Los demás se levantaron de sus asientos, gritando.

—¿Un nuevo Júpiter? —dijo entrecortadamente el secretario de Defensa.

—No demasiado diferente del viejo, caballeros —dijo el secretario de Ciencias—. Aquí están los diseños realizados en forma adecuada para su observación por seres humanos como nosotros.

Se los entregó. El familiar planeta listado estaba allí delante de ellos, en uno de los dibujos: amarillo, verde pálido y castaño claro con rayas blancas rizadas aquí y allá contra el moteado fondo aterciopelado del espacio. Pero a través de las franjas había rayas tan negras como aterciopelado era el fondo, distribuidas de una curiosa manera.

—Eso —dijo el secretario de Ciencias—, es el lado diurno del planeta. El lado nocturno se encuentra en este otro diseño. —Allí, Júpiter era una delgada media luna envuelta en tinieblas, y dentro de esa oscuridad se veían las mismas rayas distribuidas de la misma manera, pero esta vez en un encendido color naranja fosforescente.

—Las marcas —continuó el secretario de Ciencias— son un fenómeno puramente óptico, según me ha dicho, que no rotarán con el planeta sino que quedarán estáticas en su margen atmosférico.

—Pero ¿qué son? —preguntó el secretario de Comercio.

—Verán —dijo el secretario de Ciencias—, nuestro sistema solar se encuentra en el camino de una de sus mejores rutas comerciales. No menos de siete de sus naves pasan a unos pocos cientos de millones de kilómetros del sistema, en un solo día, y cada nave, cuando pasa, tiene bajo observación telescópica los planetas más importantes. Curiosidad turística, ya saben. Para ellos, los planetas sólidos de cualquier tamaño son una maravilla.

—¿Qué tiene que ver eso con estas marcas?

—Son una forma de escritura. Traducidas, estas marcas dicen: «Usad vértices ergónicos de Mizzarett para un calor saludable y resplandeciente.»

—¿Quiere decir que Júpiter va a ser algo así como una valla publicitaria? —explotó el secretario de Defensa.

—Exacto. Parece ser que la gente de Lamberj produce una tableta de ergón muy competitiva, que hace que los de Mizzarett tengan un ansioso interés por establecerse completa y legalmente en Júpiter, en caso de un posterior litigio con los de Lamberj. Afortunadamente, los de Mizzarett son novatos en el juego publicitario, según parece.

—¿Por qué dice eso? —preguntó el secretario del Interior.

—Porque desaprovecharon una serie de opciones que tenían para otros planetas. El anuncio de Júpiter servirá para promocionar nuestro sistema al mismo tiempo que su propio producto. Y cuando la gente de Lamberj venga como un vendaval a comprobar que los de Mizzarett poseen el titulo legal de Júpiter, nosotros tendremos Saturno para vendérselo a ellos. Con sus anillos. Y tal como nosotros nos encargaremos fácilmente de explicarles, los anillos harán de Saturno un espectáculo mucho mejor.

Y, por lo tanto —dijo el secretario del Tesoro, repentinamente alegre, valdrá un precio mucho mejor.

Y entonces todos, de repente, parecieron felices.

La tiotimolina y la era espacial (1960)

Thiotimoline and the space age

La tiotimolina fue descrita por el Dr. Isaac Asimov en 1960, cuando era Profesor de Bioquímica en la Universidad de Boston. Dadas las peculiares características de esta sustancia, creemos que los lectores de SF pueden sentirse interesados por la misma, especialmente los que sean químicos de profesión o estén estudiando dicha ciencia.

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