Cuentos completos (342 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

BOOK: Cuentos completos
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Lars Nilsson tenía las transcripciones ante sí, con las partes más significativas señaladas en la cinta por los psicólogos.

—¿Seguimos recibiéndoles claramente? —preguntó.

Le aseguraron que los aparatos de recepción estaban funcionando perfectamente.

—Me gustaría que hubiera alguna forma de evitar escuchar su conversación sin que ellos lo supieran —dijo—. Supongo que es una tontería por mi parte.

Godfrey Mayer no vio ninguna utilidad en negar el diagnóstico del otro.

—Lo es —admitió—. Una completa tontería. Considérelo simplemente como una información adicional, necesaria para el estudio de las reacciones humanas en el espacio. Cuando estábamos comprobando las respuestas humanas a las altas aceleraciones, ¿se sintió usted molesto al contemplar los indicadores de las variaciones de su presión sanguínea?

—¿Qué opina usted de Davis y de sus extrañas teorías? Es algo que me preocupa.

Mayer meneó la cabeza.

—Aún no sabemos de qué debemos preocuparnos. Davis está elaborando agresiones contra la ciencia que lo ha situado en la posición en que se encuentra.

—¿Es esa su teoría?

—Es una teoría. Expresar las agresiones puede ser bueno. Puede mantenerlo estable. Pero también puede ir demasiado lejos. Es demasiado pronto para decirlo. Ahora bien, es posible que sea Oldbury quien esté en mayor peligro. Se muestra más pasivo cada vez.

—¿Supone usted, Mayer, que todo esto puede llevarnos a concluir que el hombre no está preparado para el espacio? ¿Ningún hombre?

—Si pudiéramos construir naves capaces de transportar a un centenar de hombres en un entorno de tipo terrestre, no tendríamos ningún problema. Mientras sólo podamos construir naves como ésta —dijo, señalando con el dedo por encima de su hombro, en un vago gesto direccional, puede que tengamos muchos problemas.

Nilsson se sintió vagamente insatisfecho. Dijo:

—Bien, se hallan en su tercer día de viaje, y hasta el momento siguen sanos y salvos.

—Estamos en el tercer día —dijo Davis ásperamente—. A más de la mitad del camino.

—Hummm. Tenía un primo que era propietario de una maderería. El primo Raymond. Solía visitarle a veces a mí regreso de la escuela —recordó Oldbury.

Inesperadamente, sus pensamientos se vieron interrumpidos por el fugaz recuerdo de
El Herrero del Pueblo
, de Longfellow; recordó que contenía una frase acerca de «los niños regresando de la escuela», y se preguntó cuánta gente de entre aquella que sabía recitar de corrido «Bajo el frondoso castaño se extiende el pueblo del herrero» sabría que el herrero que mencionaba no era el dueño de la herrería, sino tan sólo el hombre que trabajaba en ella.

—¿Qué estás diciendo? —preguntó.

—No lo sé —respondió Davis—. Yo he dicho que estábamos a más de medio camino, y que aún no le hemos echado ninguna mirada a la Luna.

—Entonces miremos a la Luna.

—De acuerdo, pero ajusta tú el videoscopio esta vez. Yo lo he hecho ya demasiadas veces. Maldita sea, me han salido ampollas en la columna.

Se agitó bruscamente en los reducidos confines de su envolvente asiento, como si así esperara conseguir que una nueva sección de su trasero entrara en contacto con el almohadillado metal.

—No sé a quién se le ocurrió la estúpida idea de hacer girar esta maldita nave y conseguir así que la gravedad tirara de nosotros hacia abajo —se quejó—. Flotar un poco nos hubiera quitado un peso de encima, y hubiera sido relajador.

—No hay espacio para flotar —dijo Oldbury con un suspiro—, y si estuviéramos en caída libre, te quejarías de las náuseas.

Oldbury accionaba los controles del videoscopio mientras hablaba. Las estrellas se deslizaron fuera de la línea de visión.

No fue difícil. Los ingenieros allá en Trenton —no, en realidad en Nuevo México; bueno, en la Tierra— les habían adiestrado cuidadosamente. «Manténganlo directamente al frente, apuntado lejos de la Tierra, en un ángulo de ciento ochenta grados.»

«Una vez apuntado al frente, dejen que los medidores de luz hagan su trabajo. La Luna será el objeto más brillante de las inmediaciones, y el videoscopio quedará centrado en ella en un equilibrio inestable. Los medidores necesitarán unos cuantos segundos para rastrear el resto del cielo y girar el videoscopio de vuelta hacia la Tierra, pero en esos segundos uno puede cambiar los mandos a manual, y ya está.»

La Luna estaba en creciente. Estaría en fase opuesta a la Tierra durante todo el tiempo en que la nave aceleraría siguiendo un rumbo que era casi como una línea que conectase ambos mundos.

Pero el creciente estaba hinchado, como si formara parte de una ilustración para un calendario barato. Oldbury pensó que debería haber dos cabezas, la una inclinada hacia la otra, pelo corto y recio contra pelo largo y ondulado, silueteadas en la Luna. Sin embargo, para eso tendría que haber Luna llena.

Davis resopló.

—Ahí está, como siempre.

—¿Acaso esperabas que no estuviera?

—No espero nada en el espacio. Ni afirmativo, ni negativo. Nadie ha estado en el espacio, nadie sabe nada. Pero al menos veo la Luna.

—También la ves desde la Tierra, si lo miras así.

—No estés tan seguro de lo que ves desde la Tierra. Desde allí, la Luna es tan sólo un círculo amarillo pintado sobre un fondo azul, con una zona oscura, y que cruza el cielo movido por un mecanismo de relojería.

—¿También las estrellas y los planetas se mueven según un mecanismo de relojería?

—Igual que si estuvieran en un planetario. ¿Por qué no? Y un telescopio muestra más estrellas sobre…

—¿Con un viraje al rojo incorporado?

—¿Por qué no? —insistió Davis, desafiador—. Estamos tan sólo a mitad de camino de la Luna, y parece mayor, y quizá descubramos si existe realmente. Me reservo mi opinión sobre los planetas y las estrellas.

Oldbury miró hacia la Luna y suspiró. Dentro de unos pocos días estarían orbitándola, pasando por encima de su cara oculta.

—Nunca he creído la historia del hombre de la Luna —dijo—. Nunca lo he visto. Lo que sí he visto es el rostro de una mujer…, dos ojos, más bien sesgados, pero muy tristes. Podía ver la Luna llena desde la ventana de mi dormitorio, y siempre me hacía sentirme triste, aunque también amistoso. Cuando las nubes pasaban por delante de ella, era la Luna la que parecía moverse, no las nubes, pero pese a todo no se apartaba de la ventana. Y podías verla por entre las nubes, mientras que nunca puedes ver al Sol por entre las nubes, ni siquiera por entre las nubes pequeñas, y eso que es mucho más brillante. ¿Por qué es eso, papá…, esto…, Davis?

—¿Qué le ocurre a tu voz? —dijo Davis.

—No le ocurre nada a mi voz.

—Se ha vuelto aguda.

Con un esfuerzo de voluntad, Oldbury obligó a su voz a descender una octava.

—¡No es cierto! —exclamó.

Miró a los dos pequeños relojes en el tablero de instrumentos. No era la primera vez que lo hacía. Uno de ellos indicaba la hora estándar de Mountain, y no estaba interesado en él. Era el otro, el que medía el número de horas transcurridas en el espacio, el que le atraía periódicamente. Marcaba sesenta y cuatro y una fracción, y en rojo, yendo hacia atrás, estaban las horas que faltaban antes que ellos aterrizaran de nuevo en la Tierra. El rojo marcaba ahora ciento cuarenta y cuatro y una fracción.

Oldbury lamentaba que el tiempo que faltaba estuviera señalado también. Le hubiera gustado calcularlo él mismo. Allá en Trenton solía contar las horas que faltaban para sus vacaciones de verano, calculándolas mentalmente con esfuerzo durante la clase de geografía: tantos días, luego tantas horas. Escribía el resultado en números pequeños en su cuaderno de deberes. Cada día el número se hacía un poco más pequeño. La mitad de la excitación por la proximidad de las vacaciones de verano residía en observar cómo esa cifra iba haciéndose día a día más pequeña.

Pero ahora la cifra se hacía más pequeña por sí misma, mientras el segundero daba vueltas y vueltas, rebanando el tiempo minuto a minuto, secciones de tiempo delgadas como hojas de papel, parecidas a lonjas de jamón cortadas en el potente cortafiambres de la salchichería.

La voz de Davis golpeó bruscamente su oído.

—Parece que todo va bien, por el momento.

—Nada puede ir mal —dijo Oldbury con confianza.

—¿Qué te hace sentirte tan seguro?

—Los números están disminuyendo.

—¿Eh? ¿De qué estás hablando?

Por un momento Oldbury pareció confuso. Luego dijo:

—De nada.

El interior de la nave estaba casi a oscuras, iluminado tan sólo por la Luna creciente. Volvió a adormecerse, a la manera de un buceador, semiconsciente de la Luna real y semisoñando en una Luna llena, con un rostro triste de mujer, al otro lado de una ventana, derivando con el viento sin moverse de su sitio.

—Trescientos veinte mil kilómetros —dijo Davis—. Eso supone casi el ochenta y cinco por ciento del camino.

La porción iluminada de la Luna estaba llena de pecas y granos, y sus cuernos ocupaban casi toda la pantalla. El Mare Crisium era un óvalo oscuro, distorsionado por la visión oblicua, pero lo bastante grande como para introducir un puño en él.

—Y todo va bien —prosiguió Davis—. Ninguna lucecita roja en los indicadores de los instrumentos.

—Estupendo —dijo Oldbury.

—¿Estupendo? —Davis miró a Oldbury, y sus ojos se entrecerraron con suspicacia—. En cada uno de los anteriores intentos, todo fue bien hasta que llegaron más o menos a esta altura del viaje, así que no es estupendo todavía.

—No creo que nada pueda ir mal ya.

—Pues yo creo que algo irá mal. Se supone que la Tierra no lo sabe.

—¿Se supone que no sabe qué?

Davis se echó a reír, y Oldbury lo miró cansadamente. Se sentía extrañamente asustado ante la creciente monomanía del otro. Davis no se parecía en absoluto al padre que Oldbury recordaba tan vívidamente (sólo lo recordaba joven como él era ahora, con todo su pelo y un sonoro corazón).

El perfil de Davis era afilado a la luz lunar. Dijo:

—Puede que haya muchas cosas en el espacio que se supone que no sabemos. Hay mil millones de años luz delante de nosotros. Sólo que es posible que lo que haya en realidad sea una sólida pared negra justo al otro lado de la Luna, con estrellas pintadas en ella y planetas moviéndose por delante, para que todos los chicos listos de la Tierra puedan concebir todo tipo de ilusorias órbitas y teorías gravitatorias a partir de ello.

—¿Un juego para probar nuestras mentes? —preguntó Oldbury.

Sus recuerdos le trajeron observaciones anteriores de Davis —¿o eran suyas?—, y sufrió un sobresalto. Todo aquel asunto de la nave parecía tan distante…

—¿Por qué no?

—Todo marcha perfectamente —exclamó Oldbury con ansiedad—. Al menos hasta el momento. Y algún día todo marchará perfectamente durante todo el trayecto.

—Entonces, ¿por qué todos los instrumentos de registro empiezan a ir mal pasados los trescientos veinte mil kilómetros? ¿Por qué? ¡Respóndeme a eso!

—Ahora nosotros estamos aquí. Los ajustaremos.

—No, no lo haremos —dijo Davis.

Un vívido recuerdo de una historia que había leído cuando tenía poco más de diez años trajo la excitación a la mente de Oldbury.

—¿Sabes? —empezó—, una vez leí un libro acerca de la Luna. Los marcianos habían instalado una base en la cara oculta. No podíamos verles, por supuesto. Estaban ocultos, pero ellos sí podían observarnos…

—¿Cómo? —preguntó Davis sombríamente—. Hay más de tres mil kilómetros de espesor de Luna entre la cara oculta de ésta y la Tierra.

—Déjame empezar por el principio. —Oldbury se dio cuenta que su voz era aguda de nuevo, pero no le importó. Deseaba poder liberarse de su asiento para poder saltar arriba y abajo, ya que recordar aquella historia le haría sentirse bien, pero por alguna razón no pudo hacerlo—. Entiéndelo, era el futuro, y lo que la Tierra no sabía era…

—¿Por qué no te callas?

La voz de Oldbury se cortó en seco ante la interrupción. Se sintió dolido, asfixiado. Luego, reprimiéndose, dijo:

—Has dicho que se suponía que la Tierra no sabía nada del porqué los instrumentos dejan de funcionar correctamente, y lo único nuevo que vamos a ver es la cara oculta de la Luna, y si los marcianos…

—¿Quieres callarte de una vez con tus estúpidos marcianos?

Oldbury calló. Se sentía tremendamente resentido contra Davis. El hecho que Davis hubiera crecido y se hubiera convertido en un adulto no le daba derecho a vociferarle de aquella manera.

Sus ojos volvieron al reloj. Las vacaciones de verano estaban tan sólo a ciento diez horas de distancia.

Ahora estaban cayendo en dirección a la Luna. Caída libre. Acelerando su caída a una velocidad cataclísmica. La gravedad lunar era débil, pero caían desde una gran altura. Ahora, finalmente, la vista de la Luna empezó a girar y, muy despacio, nuevos cráteres fueron apareciendo ante sus ojos.

Por supuesto, eludirían la masa de la Luna, y su velocidad los arrastraría sanos y salvos en torno a ella. Avanzarían sobre la mitad de la superficie de la Luna, casi cinco mil kilómetros, en una hora; luego volverían a acelerar de regreso hacia la Tierra.

Pero Oldbury se sintió triste al darse cuenta que no podía descubrir el familiar rostro de la Luna. No había ningún rostro estando tan cerca, solamente una devastada superficie. Sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas mientras miraba malhumorado.

Entonces, de repente, el pequeño y atestado espacio dentro de la nave se llenó con un intenso zumbido, y la mitad de los diales del panel empezaron a llamear en rojo desordenadamente ante sus ojos.

Oldbury se echó hacia atrás, pero Davis aulló casi triunfalmente:

—¡Te lo dije! ¡Todo empieza a ir mal!

Accionó inútilmente los mandos manuales.

—No volverá ninguna información a la Tierra. ¡Secretos! ¡Secretos!

Pero Oldbury seguía mirando a la Luna. Estaba terriblemente cerca, y ahora la superficie se movía con rapidez bajo ellos. Estaban iniciando la maniobra de salida de la órbita, y el grito de Oldbury fue un agudo chillido.

—¡Mira! ¡Mira eso!

El dedo con el que señalaba estaba rígido por el terror.

Davis alzó la vista y exclamó:

—¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios!

Lo dijo una y otra vez, hasta que finalmente la imagen del videoscopio desapareció y los diales que controlaban el aparato brillaron todos rojos.

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