Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
Atwood se alzó de hombros.
—Es una posibilidad en la que ya pensé. No recuerdo que Sanders haya jugado jamás a los anagramas, pero ya lo intenté. No logré nada útil.
Drake, que volvía a sonarse la nariz y al parecer se le estaba acabando la paciencia con tantos razonamientos meticulosos, dijo:
—¿Por qué no va, simplemente, a cada uno de los bancos en White Plains y pregunta si tienen la llave de una caja de seguridad a su nombre?
—Esas no son las reglas del juego, Jim —dijo Avalon severamente.
—Diez mil dólares no son ningún juego —dijo Gonzalo.
—Admito que sería hacer trampa si intentara solucionarlo al azar —dijo Atwood—, pero también debo reconocer que lo hice. Intenté en los bancos de varias localidades vecinas y asimismo en White Plains, pero no conseguí nada. No me sorprende, sin embargo. No era probable que los depositara cerca de casa. Tenía todo el país para elegir.
—¿Hizo algún viaje fuera de la ciudad el último año de su vida… hacia la época en que comenzó a hablarle de su herencia? —preguntó Halsted.
—No creo —dijo Atwood—. Y no tenía por qué hacerlo, tampoco. Su abogado podía preocuparse de eso.
—Bien —dijo Trumbull—. Empecemos de otro modo: Usted ha tenido seis meses para pensar en esto. ¿A qué conclusiones ha llegado?
—En cuanto al mensaje en sí, a ninguna. Pero conocía bien a mi amigo. Cierta vez me dijo que la mejor manera de esconder algo era hacerlo por medio de la tecnología moderna. Cualquier documento, cualquier informe, cualquier conjunto de instrucciones pueden ser convertidos en microfilmes, de modo que un pequeñísimo pedazo de material de ese tipo, donde todo ha quedado impreso, puede esconderse en cualquier parte y no ser descubierto jamás, salvo por azar. Supongo que el mensaje me dice dónde encontrar el microfilme.
Rubin se encogió de hombros.
—Eso sólo nos cambia el foco del problema. En lugar de que el mensaje nos diga dónde está situado el banco, nos indica la ubicación del microfilme, pero aún nos queda la curiosa omisión.
—No creo que sea lo mismo —dijo Atwood, pensativamente—. Puede ser que el banco esté a cientos de kilómetros de distancia, pero el microfilme o el trozo de papel común muy fino, según yo creo, puede estar a mi alcance. Pero aunque esté a mi alcance, quizá se trate también de cientos de kilómetros. Pobre Lyon —suspiró—, me temo que también ganará esta partida.
—Si le analizamos el problema y logramos solucionarlo, Sr. Atwood, ¿seguirá sintiendo que hizo trampa? —preguntó Trumbull.
—¡Oh, sí! —dijo Atwood—. Pero me sentiría muy contento de tener los diez mil dólares, de todos modos.
—¿Tienes alguna idea respecto del significado del mensaje, Tom? —preguntó Halsted.
—No —respondió Trumbull—; pero sí, como dice el Sr. Atwood, estamos buscando un mensaje pequeñísimo en un lugar cercano y accesible, y si suponemos que Sanders jugó limpio, entonces quizá pueda continuar con algunas eliminaciones… ¿A quién legó él su casa, Sr. Atwood?
—A un primo, que ya la vendió.
—¿Qué se hizo de lo que contenía? Seguramente Sanders tenía libros, juegos de todos los tipos, muebles…
—La mayor parte se remató.
—¿Algo de eso quedó para usted?
—El primo fue lo suficientemente amable como para ofrecerme lo que yo quisiera de ese material, ya que no era intrínsecamente valioso. No acepté nada. No soy aficionado a coleccionar.
—¿Sabía eso su viejo amigo?
—¡Oh, sí! —Atwood rebulló incómodo—. Señores, he tenido seis meses para pensar en esto. Me doy cuenta de que Sanders no pudo haber escondido el filme en su propia casa, ya que la había legado a otro y sabía que yo no tendría ninguna oportunidad de registrarla. Tuvo muchísimas oportunidades de esconderlo en la mía, puesto que él me visitaba tan a menudo como yo a él. Es ahí donde yo creo que está.
—No necesariamente —dijo Trumbull—. Tal vez haya tenido la certeza de que usted pediría algunos de sus libros favoritos, ciertos recuerdos.
—No —dijo Atwood—. ¿Cómo podía estar seguro de que yo los pediría? Me los habría legado en su testamento.
—Eso lo habría descubierto —dijo Avalon—. ¿Está seguro de que nunca hizo ninguna alusión a que usted se llevara algo? ¿O que no le regaló algo como por casualidad?
—No —dijo Atwood sonriendo—. No tienen idea de lo impropio de Sanders que eso habría sido. Les repito. He pensado que, como me dio un año para encontrarlo, debe de haberse sentido bastante confiado de que eso permanecería en su lugar durante ese lapso. No es probable que formara parte de algo que yo pudiera tirar, vender o perder fácilmente.
Hubo un murmullo de asentimiento.
—Es muy posible que lo haya pegado a la moldura de una pared, en algún lugar debajo de algún mueble pesado, adentro de la heladera, en esa clase de lugares —dijo Atwood.
—¿Ha mirado? —preguntó Gonzalo.
—¡Oh, sí! Este jueguito me ha tenido ocupado. He pasado buena parte de mi tiempo libre revisando molduras, bajo la superficie de los muebles, en los cajones y dentro de muchas otras cosas. He pasado horas en el sótano y en la buhardilla.
—Es obvio que no ha encontrado nada —dijo Trumbull—, o no estaríamos hablando de esto ahora.
—No, no lo he encontrado, pero eso no quiere decir nada. Lo que estoy buscando puede ser algo tan pequeño que sea apenas visible. Y es probable que sea así. Quizás haya estado mirándolo, directamente y no lo haya visto. A menos que yo supiera que estaba en ese lugar y estuviera de algún modo preparado para verlo, podría no haberlo visto. ¿Me entienden?
—Lo cual nos hace volver al mensaje —dijo Avalon pesadamente—. Si lo entendiera sabría adónde mirar y lo vería.
—¡Ah! —dijo Atwood—. Si lo entendiera.
—Bien, me parece que la palabra clave es "Alicia" —dijo Avalon—. ¿Tiene algún significado personal ese nombre para usted? ¿Es el nombre de alguien a quien ambos conocían? ¿El nombre de la difunta esposa de Sanders, por ejemplo? ¿El sobrenombre de algún objeto? ¿Alguna broma entre ustedes dos?
—No. Nada de eso.
Avalon sonrió y al hacerlo mostró una dentadura pareja bajo su elegante bigote apenas gris.
—Entonces yo diría que "Alicia" debe de referirse a la Alicia que sin duda es la más famosa para la humanidad: Alicia en el país de las Maravillas.
—Por supuesto —dijo Atwood, claramente sorprendido—. Eso es lo que hace que sea un enigma literario, y fue eso lo que me hizo recurrir a mi sobrino, que enseña literatura inglesa. Desde el comienzo supuse que era una referencia al clásico de Lewis Carroll. Sanders era un admirador de Alicia. Poseía una colección de diferentes ediciones del libro y tenía reproducciones de las ilustraciones de Tenniel por toda la casa.
—No nos había dicho eso —protestó Avalon dolorido.
—¿No? Lo siento. Es una de esas cosas que conozco tan bien que de algún modo creo que todo el mundo la conoce.
—Tuvimos que haberlo supuesto —dijo Trumbull dejando caer las comisuras de los labios—. En el libro, Alicia tiene algo que ver con un mazo de naipes.
—Siempre es bueno tener toda la información pertinente, —dijo Avalon con obstinación.
—Está bien —dijo Trumbull—. Esto nos lleva a la curiosa omisión en Alicia en el País de las Maravillas… ¿y cuál es esa curiosa omisión? ¿Tiene usted alguna idea respecto a eso, Sr. Atwood?
—No —dijo Atwood—. Leí Alicia cuando niño y no había vuelto a abrir el libro hasta que surgió lo del testamento, por supuesto. Debo admitir que nunca me pareció una obra encantadora.
—¡Dios mío! —dijo Drake por lo bajo.
Atwood lo oyó, porque volvió rápidamente la cabeza hacia él.
—No niego que puede tener encanto para otros, pero yo nunca he encontrado divertidos los juegos de palabras. No me sorprende que Sanders admirara el libro, sin embargo. Su sentido del humor era bastante tosco y primitivo. Sea como fuere, el libro me disgustaba ya eso se agregó la molestia de tener que detectar una omisión. No tenía deseos de estudiar el libro tan atentamente. Esperaba que mi sobrino me ayudara.
—¡Un profesor de literatura! —dijo Rubin, burlonamente.
—¡Cállate, Manny! —dijo Trumbull—. ¿Qué dijo su sobrino, Sr. Atwood?
—En realidad —respondió Atwood—, el Sr. Rubin tiene razón. Mi sobrino estaba totalmente confundido. Dijo que en la versión original de la historia había unos pocos pasajes que el mismo Lewis Carroll había escrito sin cortes y que no aparecían en la versión final publicada. Resulta que una edición de la versión original apareció recientemente. Obtuve un ejemplar y lo revisé. No encontré nada que me pareciera significativo.
—Escuchen —dijo Gonzalo—. Henry dice siempre que donde nos equivocamos es al volvernos demasiado complejos. ¿Por qué no examinamos el mensaje? Dice: "La curiosa omisión en Alicia". Quizá no tengamos que estudiar el libro. Hay una omisión curiosa en el mismo mensaje. El título del libro no es Alicia. Es Alicia en el País de las Maravillas,
Avalon emergió de su dolorido silencio lo suficiente como para decir:
—Es Las Aventuras de Alicia en el País de las Maravillas, si deseas ser exacto.
—Muy bien —dijo Gonzalo—. Las Aventuras de Alicia en el País de las Maravillas. Entonces deberíamos concentrarnos en el resto del título, que está omitido en el mensaje… ¿No es así, Henry?
Henry, parado silenciosamente cerca del aparador, dijo:
—No hay duda de que es una observación interesante, Sr. Gonzalo.
—¡Qué va a ser interesante! —dijo Trumbull—. ¿Qué tiene de curioso? Es una omisión por conveniencia. Mucha gente dice Alicia.
—Aparte de eso —dijo Halsted—, incluso no veo qué podría significar Aventuras en el País de las Maravillas. No es más útil que el mensaje original. Esta es la idea que yo tengo. Alicia en el país de las Maravillas —perdona, Jeff, Las Aventuras de Alicia en el País de las Maravillas— contiene versos, la mayoría de los cuales son parodias de poesías respetadas de la época…
—Bastante malas, —dijo Rubin.
—Eso está fuera de la cuestión, No son parodias perfectas, sin embargo. Faltan algunos versos. Por ejemplo, Alicia recita un poema que comienza: "Cómo hace el pequeño cocodrilo", y que es una parodia del horrible poema de Isaac Watt que dice: "Cómo hace la hacendosa abejita", aunque no sé si ése es el título original del poema. Alicia recita sólo dos estrofas y estoy seguro de que el poema de Watt tiene por lo menos cuatro. Quizá la respuesta se halle en los versos del original que faltan.
—¿Es ésa una curiosa omisión? —preguntó Trumbull.
—No sé. No recuerdo la versión original excepto el primer verso, pero deberíamos investigarla… Los otros originales de las parodias deberían ser revisados también.
—Lo haré con mucho gusto— dijo Atwood cortésmente—. Ese punto no se me había ocurrido.
—Creo que todo eso es un montón de tonterías —dijo Drake—. El mensaje se refiere a una curiosa omisión en Alicia. Creo que se refiere a Alicia en sí y no a una fuente exterior.
—No puedes estar seguro de eso —protestó Halsted.
—Sí, pero de eso se trata —dijo Trumbull—. Me parece que si encontramos la respuesta correcta, sabremos en seguida que estamos en lo cierto, pero que si encontramos algo que sólo pone al descubierto otro misterio, nos equivocamos.
—Bueno, a mi no se me ocurre nada más —dijo Avalon—. ¿Le preguntamos a Henry? —Atwood pareció sorprendido y Avalon continuó—. Tiene que saber, Sr. Atwood, que Henry, cuyo placer parece ser trabajar para nosotros, tiene la facultad de ver más allá de las complicaciones.
—Eso es lo que yo intenté hacer —dijo Gonzalo— y ustedes me hicieron callar… ¿No es cierto, Henry, que la respuesta radica en el título completo del libro?
Henry sonrió pesaroso y dijo:
—Señores, no deben cargar sobre mis hombros más peso del que pueden soportar. No conozco el libro muy bien, aunque lo leí, por supuesto. Para entender yo el significado de la adivinanza, ésta tiene que ser muy simple.
—Si fuera tan simple —dijo Atwood—, ya lo habríamos descubierto.
—Quizá… —dijo Henry—. Sin embargo, me parece que tiene que ser simple. Indudablemente que su amigo Sanders deseaba que usted recibiera su legado. Lo disfrazó de juego y lo transformó en un torneo porque era su forma de ser, pero debe de haber querido que usted ganara.
Atwood asintió con la cabeza.
—Creo que sí.
—Entonces busquemos algo muy simple, algo que él haya pensado que usted vivía seguramente, pero lo suficientemente sutil como para hacer que el juego fuera interesante. Como dije, no conozco el libro muy bien, de modo que tendré que hacer algunas preguntas.
Avalon carraspeó.
—Yo conozco el libro Alicia bastante bien, Henry. Responderé a sus preguntas.
—Muy bien, señor. El Sr. Trumbull dijo que en Alicia en el País de las Maravillas se mencionaba un mazo de naipes, y yo recuerdo —por la versión de dibujos animados de Disney, principalmente— que la Reina de Corazones gritaba una vez tras otra: "Fuera la cabeza".
—Sí, —dijo Avalon—. Un Enrique VIII femenino. El Rey de Corazones y la Sota de Corazones también participaban.
—¿Alguna otra carta?
—Se los menciona a todos —dijo Avalon—. Los corazones son la familia real, los bastos son los soldados, los oros son los cortesanos, las espadas son los jornaleros. En el libro, tres de las espadas hablan: el dos, el cinco y nueve… ¿Está de acuerdo conmigo, Atwood?
—Sí —dijo Atwood sombrío—. Lo tengo fresco en la memoria.
—Sospecho que Henry va a preguntar si falta alguna de las cartas en el libro —dijo Trumbull—. Sólo unas pocas están mencionadas específicamente.
—Las seis que ya nombré —dijo Avalon—: El Rey, la Reina y la Sota de Corazones; el dos, el cinco y el nueve de espadas.
—¿Y qué? —dijo Trumbull—. Se mencionó sólo las necesarias y el resto figura en segundo plano en la historia. No hay nada "curioso" en eso. Insisto en respetar la palabra "curioso".
Henry asintió y luego preguntó:
—¿Es usted episcopal, Sr. Atwood?
—Fui educado en esa religión. ¿Por qué me pregunta?
—Usted dijo que el Sr. Sanders se burlaba de su inclinación por la devoción ritualista, y además dijo ser protestante. Relacioné esas dos cosas y pensé que podía ser usted de la religión episcopal… ¿Tiene un tablero de ajedrez, Sr. Atwood?
—¡Por supuesto!
—¿Suyo? ¿O era un regalo del Sr. Sanders?
—¡Oh, no; mío! Un tablero bastante hermoso que perteneció a mi padre. Sanders y yo jugamos más de una partida en él.